29 Epílogo: La luz detrás del cristal: Donde termina el camino… y comienza otro

 

Epílogo

La luz detrás del cristal

Volví a Montreal un 6 de junio de 2006. El frío no era nuevo, ni el idioma, ni las calles que se extendían hasta el horizonte como brazos esperando un abrazo. Había caminado por ellas antes, cuando la urgencia era escapar, cuando cada paso se sentía como una despedida sin retorno. Pero esta vez era distinto. Esta vez no había sombras persiguiéndome, no había un pasado que me empujara con sus garras heladas. Llegué con intención. Llegué para recoger los pedazos que el tiempo y la distancia habían dejado esparcidos, para reunir lo que la vida —en su crueldad y su belleza— había separado como semillas al viento.

A los 54 años, sentía el peso del tiempo, aunque también su tregua. Ya no me empujaba; parecía acompañarme, como si hubiera aprendido a andar a mi ritmo, como un viejo amigo que finalmente comprende. Había envejecido desde la última vez, sí, pero ahora las cicatrices en el alma eran menos ásperas, sus bordes pulidos por los años hasta convertirse en testimonios silenciosos. La tranquilidad había llegado con la paciencia de quien sabe esperar, y en el silencio encontraba respuestas que antes no sabía escuchar.

Me alojé en casa de Manuel González, un amigo de vieja data, de esos que se quedan anclados en los recuerdos aunque los días pasen y los rostros cambien como hojas al viento. No hubo interrogatorios ni largas conversaciones al llegar. Sólo una mirada —esa que reconoce sin preguntas—, la entrega de una llave y el eco de un "bienvenido" que me sostuvo en un lugar que, por primera vez en años, se sintió como hogar verdadero. Era sencillo, era suficiente.

En ese cuarto, con esa llave en la mano, algo dentro de mí comenzó a colocarse en su lugar, como las piezas de un rompecabezas que finalmente encuentran su forma. El pasado no estaba completamente olvidado, pero había dejado de ser un peso muerto. Y el futuro, ese que tantas veces se había presentado como una incógnita amenazante, ahora parecía un lienzo en blanco esperando que comenzara a pintar de nuevo, con colores más serenos.


Regresé a la institución bancaria donde había trabajado. No fue como volver a casa, pero sí como cruzar una puerta conocida, una que había dejado entreabierta esperando el momento propicio. Los escritorios grises seguían allí, inmóviles, igual de impersonales que fantasmas de oficina. El murmullo constante de los teclados era un recuerdo que nunca se había borrado, una música monótona pero familiar, como el latir de un corazón mecánico. Me aceptaron sin aspavientos, y no hubo celebración ni ceremonias, sólo un asentimiento y un lugar donde empezar de nuevo.

Tres meses fueron suficientes para recuperar un empleo, aunque no para sentirme completo. Las cosas no eran fáciles, pero tampoco eran nuevas. Ya conocía el ritmo, las caras detrás de los cubículos, las reglas tácitas que regían ese mundo de papel y cifras frías. Esta vez, sin embargo, algo era distinto. Esta vez no me sentí como un extraño perdido en territorio ajeno; esta vez no me quebré.

Avanzaba como quien entrelaza hilos invisibles, cuidando cada movimiento, ensamblando poco a poco los fragmentos de una vida suspendida en el aire. Sentía dentro de mí una fuerza nueva, desconocida pero firme, que nacía del silencio y de una calma que había aprendido a reconocer como propia. Sabía, con esa certeza que no alza la voz pero nunca se equivoca, que cada paso —aunque lento— apuntaba hacia donde debía ir.

Cada noche, antes de que el sueño llegara con sus brazos protectores, repetía esas palabras como un mantra sagrado: "Falta poco." Era una promesa, un anhelo, un recordatorio de que el vacío que llevaba dentro tenía los días contados. Mi hijo seguía en México. Mi esposa también. Cada uno de ellos era un latido ausente en el compás de mi vida, una nota faltante en la melodía que intentaba reconstruir. Cruzaba la ciudad con el cuerpo en movimiento y el corazón en pausa, llenando las horas con planes, con cálculos, con un futuro que imaginaba completo pero que aún se sentía lejano como estrella distante.


El 15 de diciembre del mismo 2006 que había llegado, el tiempo finalmente cedió. Fui con mi amigo Manuel al aeropuerto a buscarlos, llevando en el pecho la expectativa acumulada de meses. En los techos de Montreal había nieve, esa nieve que alguna vez me había parecido ajena y fría, pero que ahora, bajo las luces amarillas del aeropuerto, me pareció casi cálida, como una bendición que caía del cielo. Hubo lágrimas en los ojos —en los de ellos y en los míos—, lágrimas que no eran de tristeza ni de alivio solamente, sino de algo más profundo, de algo que sólo puede surgir cuando lo perdido se encuentra de nuevo y el alma reconoce su completud.

Esa noche, al cerrar la puerta de la casa, algo cambió en el aire mismo. Ya no era un espacio vacío esperando ser llenado. Ya no era un eco de lo que había sido. Había risas bailando entre las paredes, había voces que se entrelazaban como hilos de colores, y por fin, había un hogar que respiraba vida propia.

No hubo discursos elaborados, sólo abrazos. Abrazos que contenían meses de ausencia, palabras no dichas y sueños compartidos a la distancia. En ese instante, el tiempo dejó de ser importante; no había pasado ni futuro, sólo el presente, palpable y absoluto, como una revelación. Era el fin de un viaje que había comenzado años atrás, lleno de ausencias y silencios, pero también era el inicio de otro, uno en el que el frío de la ciudad no sería tan áspero porque ahora estábamos juntos. Bajo un mismo techo, compartiendo el mismo aire helado y construyendo el calor —no de las paredes, sino del corazón.

Cuando el río encuentra el mar

Mi partida de Torreón dejó en mí una herida silenciosa, una de esas que no sangran pero pesan como piedras en el alma. Dejar a mi familia atrás fue como desprender una parte de mí mismo, arrancar raíces que había plantado con tanto cuidado. Esos seis meses de espera se sintieron como años suspendidos en el vacío, cada día llevando el peso de la distancia pero también la esperanza tenaz de que el tiempo nos llevaría de regreso al mismo lugar.

Todo cambió aquella noche de diciembre, cuando los meses de ausencia terminaron en el instante mágico en que vi a mi hijo salir por la puerta del aeropuerto. Caminaba hacia mí con pasos tranquilos pero decididos, envuelto en la luz amarilla que reflejaba la nieve en los techos como diamantes diminutos. Su mirada irradiaba esperanza pura, como si supiera —con esa sabiduría instintiva de los niños— que finalmente habíamos alcanzado aquello que tanto habíamos soñado. En ese momento entendí que la vida, aunque a veces nos arrebata sin piedad, también nos devuelve con generosidad desbordante lo que hemos añorado en silencio.

Fue un instante que trascendió cualquier palabra conocida. Ninguna explicación hubiera sido suficiente para describir la magnitud de lo que sentí —como si mi corazón fuera demasiado pequeño para contener tanta alegría. Algunos momentos no necesitan ser dichos; simplemente se viven, se respiran hondo, y se atesoran como regalos indescriptibles que la vida nos concede.


Hay dolores que uno lleva dentro, como piedras en el fondo del río. Son pesados, permanecen en silencio, no se mueven ni gritan, sólo están ahí, haciendo que el agua fluya más despacio. Pero también hay alegrías que no se nombran porque son demasiado grandes para las palabras. Se sienten en el pecho, cálidas como el sol después del invierno más crudo. Esas alegrías no necesitan ser dichas. Se viven, se abrazan, se guardan en el corazón. Y eso basta.

Lo vi aparecer por la puerta de llegadas, sus pasos cortos y saltarines, llenos de una energía que no conocía la fatiga de la espera. En su mano, apretaba con fuerza un juguete de Power Ranger rojo, su compañero fiel, el guardián silencioso de tantos momentos compartidos a la distancia. Era más que un juguete; era un símbolo, un puente entre los días de separación y ese instante de reunión. Era como si, en ese pequeño objeto de plástico colorido, viniera cargando su infancia entera, los silencios al otro lado del teléfono, los secretos que sólo sus dibujos podían contarme.

El abrazo fue firme, silencioso, lleno de todo lo que no necesitaba palabras para ser entendido. Había pasado tanto tiempo que casi había olvidado cómo se sentía tener a mi hijo cerca, respirar su presencia, sentir su realidad tangible. El peso de su brazo sobre mi espalda no era ya el de un niño pequeño, sino el de un joven que había aprendido a esperar y a resistir la ausencia. El Power Ranger rojo seguía en su mano como una bandera de triunfo, y por un momento pensé que aquello no era sólo un juguete, sino un puente entre lo que éramos y lo que habíamos llegado a ser durante la separación.

Nos soltamos lentamente, como si el instante pudiera alargarse sólo un poco más, como si el tiempo fuera un elástico que pudiéramos estirar a voluntad. Miré sus ojos y vi todo lo que había perdido y todo lo que había ganado en esos meses de distancia. El frío del aeropuerto no me molestaba, y la nieve en los techos parecía más cálida de lo que recordaba. Mi esposa llegó detrás, y juntos —como si fuera la primera vez—, caminamos hacia la salida. No dijimos mucho. La ciudad nos esperaba pacientemente. Los techos blancos, el aire helado y la casa que, por fin, estaba completa.

Era el final de algo doloroso y hermoso a la vez. Era el comienzo de todo lo demás.

—¿Hace siempre tanto frío aquí, papá? —me preguntó en un murmullo, mientras sus ojos curiosos exploraban el paisaje blanco.

Reí con una alegría que no había sentido en meses. Le acomodé el gorro sobre las orejas con cuidado paternal.

—No todo el tiempo. A veces más, a veces menos. Pero uno se acostumbra —le respondí, sabiendo que las palabras llevaban más significado del que aparentaban.

Tomé su maleta. Él no soltó al Power Ranger, como si fuera su talismán personal.

Ese día nevaba con generosidad. La ciudad parecía nueva otra vez: blanca, limpia, silenciosa, como si estuviera dándonos la bienvenida con su mejor vestido. Caminamos hasta el coche sin apuros, los tres: mi esposa, él y yo, formando un triángulo perfecto de amor recuperado. De fondo, su juguete rojo asomaba por entre sus dedos pequeños, como una bandera diminuta de victoria. Como un símbolo de que todo lo que había esperado, todo lo que había soñado durante las noches de insomnio, finalmente estaba ahí, tangible y real. Habíamos vuelto a ser una familia. No era necesario decirlo con palabras grandilocuentes. Bastaba mirarnos y saber.

Ríos de origen, mares de destino

Nací en San Carlos, un rincón del Oriente antioqueño donde los ríos cantan secretos ancestrales al viento y la tierra guarda las memorias de sus hijos como tesoros enterrados. Fue allí, entre montañas que parecen custodiar el cielo con sus crestas verdes, donde comenzó mi viaje sin que yo lo supiera. Pero la vida me llevó pronto a Medellín, la ciudad donde aprendí a soñar en grande y a correr entre las luces y sombras de sus calles vibrantes. En cada rincón, la ciudad murmuraba historias de esfuerzo y esperanza, y en su abrazo bullicioso comencé a moldear el sueño de lo que podría llegar a ser.

Montreal fue mi refugio inesperado, un puerto frío y desconocido donde llegué como exiliado político, con el corazón lleno de cicatrices frescas y la mente ávida de reconstruir sobre los escombros. Allí, frente a la ventana de un pequeño apartamento que se convirtió en observatorio de mi alma, el invierno me susurraba con su voz helada que incluso en la soledad más profunda se puede encontrar un hogar. En su calma imperturbable, aprendí a mirar hacia adelante, a trazar nuevos caminos incluso sobre terrenos helados y desconocidos.

Pero fue México quien me brindó un nuevo capítulo escrito con tinta dorada. Torreón, ciudad que desafía al desierto con su terquedad hermosa, se convirtió en mi morada por ocho años que marcaron mi existencia. Fue allí donde el amor me transformó hasta las raíces, donde mi hijo Mauri nació como un milagro cotidiano, y donde descubrí que las raíces no se hunden sólo en la tierra natal, sino también en las conexiones humanas que tejemos día a día. Las risas de mi hijo bailando en el aire seco, el calor del sol mexicano acariciando mi piel, y la generosidad desbordante de su gente tejieron un hogar temporal que marcó profundamente los surcos de mi historia.

Finalmente, regresé a Montreal, esta vez no como un extraño perdido, sino como alguien que ha recorrido mundos enteros y ha echado raíces en el movimiento mismo. Traigo conmigo los ríos cantarines de San Carlos, las luces danzantes de Medellín, el ardor generoso del desierto mexicano y el frío reconfortante de esta ciudad que siempre será el punto de partida y retorno. Ahora sé, con la certeza de quien ha viajado por dentro y por fuera, que mi hogar no está en un lugar físico señalable en el mapa, sino en las memorias que llevo grabadas, los amores que me habitan y las lecciones que danzan en mi sangre.


Frente a esa ventana, me encuentro ahora con una mirada diferente, cargada de memorias que ya no pesan como losas, y cicatrices que ya no duelen sino que narran mi historia con voz serena. El marco, que aún conserva aquella carta amarillenta, parece custodiar no sólo aquel pedazo de papel, sino también todos los sueños y los temores que nacieron en esa pequeña habitación convertida en capullo. Cada paso fuera de esas cuatro paredes fue un salto hacia lo desconocido, cada regreso un recordatorio de que, aunque la vida me haya llevado lejos como hoja al viento, este lugar sigue siendo el punto de partida y, quizás, el verdadero hogar del alma.

El atardecer tiñe la estancia de un oro pálido, como si la luz quisiera abrazar cada rincón, cada objeto, cada recuerdo flotando en el aire como polvo de estrellas. En este silencio lleno de significados profundos, me doy cuenta de que más allá del exilio físico, he atravesado un viaje interno: un éxodo desde la incertidumbre punzante hacia una aceptación llena de paz. Este es mi testimonio grabado en estas páginas, y este es mi agradecimiento infinito al tiempo que transforma heridas en sabiduría, a la vida que empuja sin tregua, y al espíritu que nunca deja de buscar su lugar bajo el sol.

Y así, mientras las luces danzan en los cristales como estrellas atrapadas en una red invisible, comprendo que cada destello es un fragmento de las jornadas que me trajeron hasta aquí, paso a paso, respiración a respiración. El mar urbano, con sus corrientes de velocidad vertiginosa y su oleaje incesante de voces, ya no me aturde ni me arrastra como antes. He aprendido a navegarlo con el ritmo pausado de quien encuentra su lugar y no busca más allá de lo que el momento le ofrece con generosidad.

Los edificios, antes colosos intimidantes que me hacían sentir hormiga perdida, ahora son simples compañeros silenciosos en este paisaje que alguna vez me abrumó con su inmensidad. La calma que habito no es ausencia de ambición, sino una revelación luminosa: la de saber que los sueños son válidos no por su grandiosidad aparente, sino por la forma en que nos transforman al perseguirlos con corazón abierto. Y en esa profundidad donde habito mi historia completa, descubro que el éxito más grande es haberme encontrado a mí mismo en medio del ruido ensordecedor y las sombras danzantes.

He caminado por senderos de nieve que cruje bajo los pies, de asfalto que arde bajo el sol, y de incertidumbre que se extiende como niebla espesa. También he recorrido los senderos del desierto que Torreón, con su alma indomable, logró vencer con la tenacidad de quien no conoce la rendición. Durante esos ocho años en México, esta ciudad que florece donde el desierto desafía toda lógica, me enseñó que la resistencia es una forma sublime de belleza. En sus paisajes áridos pero llenos de vida secreta, nacieron lecciones que aún me acompañan; entre su gente cálida como brasas y su tierra fuerte como el acero, comprendí el poder transformador de la perseverancia. Allí, donde nació mi hijo Mauri como flor en el desierto, encontré un hogar temporal que marcó profundamente los surcos de mi historia, un lugar donde el amor y el esfuerzo transformaron la aridez en abundancia desbordante.

Y en ese río que nunca se detiene, que siempre busca su cauce hacia el mar infinito, me he dejado llevar, aprendiendo que las aguas turbulentas también enseñan lecciones valiosas y que los remansos son un regalo de calma que hay que saber aprovechar. La voz del viejo sabio Nereus —con su barba blanca como la espuma— me recordó que los puentes no sólo unen tierras separadas, sino también almas que buscan su conexión; que cada mundo al que he llegado, cada frontera que he cruzado con el corazón palpitante, ha sido una oportunidad dorada para dejar algo mío y llevarme algo de otros, en un intercambio eterno de humanidad.

Las raíces que he echado no tienen un único hogar cartografiable, sino muchos. Están entrelazadas en historias compartidas como hilos de colores, en abrazos que derriban la distancia más cruel y en miradas que reconocen sin necesidad de palabras la lucha común de vivir, de amar sin medida, de buscar sentido en el aparente caos. Y mientras este río de vida sigue su curso inexorable hacia lo infinito, me doy cuenta de que, más allá del mar que aguarda, lo que realmente importa es cómo navego sus aguas cambiantes, cómo encuentro belleza incluso en las olas más altas y amenazantes.

Así como el viajero verdadero nunca agota los caminos posibles, estas memorias se transforman en un faro que ilumina nuevas travesías por explorar. La vida no se detiene jamás; se reinventa en cada instante fugaz, en cada decisión tomada, en cada acto de valentía silenciosa. Me encuentro frente al vasto horizonte sin límites, sabiendo que aunque el mapa esté incompleto y borroso, la brújula interna seguirá guiándome hacia lo que realmente importa: los encuentros que humanizan el alma, los sueños que dan alas al espíritu y los desafíos que fortalecen el carácter.

El lienzo infinito que se extiende ante mí no exige perfección imposible, sino autenticidad pura. Me lleva a aceptar que cada pincelada, incluso las más inciertas y temblorosas, son esenciales para dar forma a la obra que aún está por definirse completamente. Y es en esa incertidumbre hermosa, en ese espacio vacío donde las posibilidades brotan como flores silvestres, que radica la magia verdadera de existir. Estas memorias, entonces, no son sólo un recuerdo nostálgico del pasado, sino un recordatorio luminoso: el pasado me impulsó con su fuerza, pero el futuro está lleno de promesas aún por escribir con tinta fresca.

Lienzo infinito

...que cada despedida es en realidad un saludo disfrazado, una puerta que se abre mientras otra se cierra en perfecta sincronía cósmica. Que los caminos que tomamos, aunque a veces inciertos como laberintos en la niebla, siempre llevan las huellas luminosas de quienes caminaron a nuestro lado y dejaron su luz en nuestra oscuridad más profunda. Que la vida, con todos sus misterios insondables y contradicciones danzantes, es un poema que nunca termina de escribirse, una melodía que se compone mientras se escucha con el corazón abierto.

Y con esta verdad palpitando en el corazón como tambor ancestral, emprendo mi marcha, no con miedo paralizante al vacío, sino con la certeza radiante de que cada paso, por pequeño que parezca, añade un verso luminoso a esta historia que continúa creciendo y respirando. Lo desconocido ya no es un abismo amenazante, sino un horizonte infinito lleno de posibilidades danzantes.

Que estas memorias, como un río sereno pero profundo, fluyan hacia ti, amable lector desconocido, llevando consigo no sólo los fragmentos de una vida vivida intensamente, sino también semillas fértiles de reflexión y emociones compartidas. Porque si algo he aprendido al escribir estas páginas con sangre del alma, es que la vida no se mide en logros acumulados, sino en conexiones humanas que trascienden el tiempo.

Así pongo fin a este ciclo con manos que ya no tiemblan de miedo, sino de la emoción contenida, de la certeza profunda de haber dejado algo eterno en cada palabra cuidadosamente elegida. No es un adiós definitivo, porque las historias verdaderas, como la vida misma, no terminan jamás; sólo se transforman en nuevas formas. Es un hasta luego cargado de esperanza, un puente tendido entre lo que fue y lo que será, una invitación abierta a seguir caminando, aunque ahora el sendero pertenezca a ti, querido lector.

Cada línea aquí escrita guarda un suspiro, una memoria que late, una emoción que aunque personal, resuena en el corazón de todos los seres humanos, porque nuestras vidas individuales no son más que ecos de un relato colectivo que se escribe día a día. Gracias infinitas por recorrer este viaje conmigo, por detenerte a leer entre las grietas del alma, por encontrar conmigo la belleza escondida en lo cotidiano. Ahora, el camino sigue serpenteando, y el aire está lleno de posibilidades que bailan como mariposas al viento.


Estas memorias no son un punto final rotundo, sino una pausa necesaria en el flujo constante de la vida, una coma en el gran relato que sigue escribiéndose día a día con tinta invisible. Lo que aquí comparto son fragmentos tejidos pacientemente por el tiempo, cada uno cargado de momentos que moldearon mi camino como el río moldea las piedras. Si estas palabras encuentran eco en ti, querido lector, deseo profundamente que ese eco te lleve a descubrir también los puentes entre tus propios mundos, las raíces que has plantado y los horizontes que aún te esperan con los brazos abiertos.

Cada capítulo de esta obra refleja no sólo mis vivencias personales, sino también las de quienes cruzaron mi camino —visibles o invisibles— y dejaron en mí su huella indeleble como tatuajes del alma. A cada uno de ellos, les agradezco con humildad infinita: a la ciudad de Torreón, que venció el desierto hostil y me enseñó sobre la fortaleza y el renacimiento perpetuo; al amor que me llevó a México como brújula del corazón y que vio nacer a mi hijo Mauri, el corazón que da sentido completo a mi vida; y a Montreal, donde este viaje comenzó y donde aún resuenan las palabras sabias de Nereus: "El emigrante es un puente entre mundos."

Hoy, cierro estas páginas con gratitud infinita por lo vivido intensamente y con esperanza radiante por lo que vendrá mañana. El futuro es un lienzo infinito, blanco como la nieve de Montreal, lleno de posibilidades danzantes y de caminos aún por explorar con paso firme. Mi deseo más profundo, nacido desde las entrañas del alma, es que encuentres en estas memorias no sólo una historia más, sino un reflejo de tus propios anhelos y preguntas existenciales, un destello que ilumine tus días grises y te impulse a seguir avanzando con el corazón abierto.

Cada despedida es también un inicio lleno de promesas, un paso más hacia lo desconocido que aguarda con paciencia. Así como aprendí que el éxito verdadero no se mide en alturas alcanzadas, sino en la profundidad con la que habitamos nuestra propia historia, espero que tú también encuentres en tu camino serpenteante esa profundidad que transforma heridas en sabiduría, que sana cicatrices y conecta almas. Gracias infinitas por acompañarme entre estas líneas cargadas de vida. Ahora, el siguiente capítulo es tuyo para escribir.

Para Mauri, mi hijo

En cada página de estas memorias late tu presencia luminosa, aunque no siempre te nombre con palabras. Fuiste la luz que iluminó mi camino cuando las sombras parecían demasiado densas, el ancla que me mantuvo firme cuando las mareas del desarraigo amenazaban con arrastrarme hacia abismos sin nombre. No hay palabras en ninguno de los idiomas que he aprendido que puedan expresar completamente lo que significas para mí, lo que representas en el mapa de mi alma.

Mauricio, hijo mío, en ti encontré la fuerza para levantarme cada mañana en tierra extraña, para aprender nuevas palabras como si fueran oraciones, para construir un hogar sólido donde sólo había incertidumbre flotante. Tus ojos —ventanas de un alma pura— me recordaban constantemente por qué valía la pena cada esfuerzo, cada noche de nostalgia punzante, cada batalla silenciosa contra el miedo que habitaba en las sombras.

Todos los días de tu vida, sin faltar uno solo, comenzamos nuestro día y lo cerramos con las mismas palabras que se convirtieron en nuestro ritual sagrado: "Te quiero hijito", te decía yo con la voz cargada de amor, y tú respondías "Te quiero papá" con esa sonrisa que ilumina universos enteros. Ese intercambio sencillo pero infinito en su significado ha sido el puente invisible que nos ha mantenido unidos a través de todas las distancias crueles, de todos los cambios vertiginosos, de todos los desafíos que la vida nos ha puesto enfrente. Hasta el sol de hoy, estas palabras siguen siendo nuestro amanecer y nuestro anochecer, nuestra forma personal de decir que en este mundo cambiante, nuestro amor es la única constante verdadera que desafía al tiempo.

Quiero que sepas, con la certeza de quien ha vivido para contarlo, que en cada logro pequeño o grande estabas tú como fuerza invisible. En cada sonrisa que logré arrancar de los labios de extraños, estaba tu sonrisa como inspiración pura. En cada abrazo que di y recibí en tierras lejanas, estaba el calor de tus abrazos como medida de lo que significa el verdadero afecto sin condiciones.

Este libro es mi manera de dejarte un mapa del corazón, trazado con tinta indeleble, para que siempre recuerdes que fuiste y serás lo más valioso, lo más hermoso, lo más importante que la vida me ha regalado con sus manos generosas. Cuando pasen los años como hojas que caen y yo no esté físicamente, espero que estas páginas te susurren no sólo mi historia personal, sino también el infinito amor que sentí por ti desde el primer instante en que te sostuve entre mis brazos temblorosos.

A mi familia, compañeros silenciosos de este viaje lleno de curvas, gracias infinitas por ser el suelo firme bajo mis pies tambaleantes, por ser el eco de risas conocidas en medio del silencio abrumador de lo desconocido. Sus voces atravesaron océanos enteros y continentes vastos para recordarme quién era en esencia y de dónde venía mi alma.

Y a todos aquellos que caminaron junto a mí en algún tramo de este sendero serpenteante —los que llegaron para quedarse y los que sólo estuvieron de paso como cometas fugaces— mi gratitud eterna grabada en el corazón. Sus nombres están escritos no sólo en estas páginas que el tiempo no borrará, sino en ese libro invisible que es la memoria del corazón, donde nada se olvida realmente.

Que estas palabras sean testimonio eterno de que nunca estamos verdaderamente solos cuando amamos sin medida y nos dejamos amar sin resistencia. Y que tú, Mauricio, mi eterno rayo de sol que alumbra hasta los rincones más oscuros, encuentres en estas líneas el abrazo perpetuo de quien te amó más allá de toda frontera geográfica, de todo idioma humano, de toda distancia física, y quien cada día de tu vida te recordó lo mismo que te digo ahora con el alma desnuda: "Te quiero hijito".


Retrato del alma en palabras

Soy un viajero del alma, con la brújula magnética en el pecho y la tinta latiendo en las venas como sangre líquida. Llegué tarde a muchas cosas importantes, pero siempre con el corazón despierto y los ojos bien abiertos. Fui padre cuando ya peinaba canas plateadas, sembré raíces profundas en tierras ajenas sin renunciar jamás a la semilla sagrada de mis recuerdos. He vivido lo que muchos apenas se atreven a imaginar en sus sueños más audaces: exilios voluntarios que transformaron el dolor en sabiduría, amores improbables nacidos en los albores digitales de una era nueva, y auroras boreales que me susurraron nombres ausentes desde el cielo infinito.

No me considero escritor en el sentido estricto de la academia. Escribo porque las palabras me buscan como mariposas nocturnas, me asaltan a medianoche con su urgencia y me exigen nacer en el papel con tinta fresca. Cada historia que comparto es un puente tendido entre mis mundos múltiples: el país que me vio nacer entre montañas verdes, el que me transformó con sus lecciones de resistencia, y el que me cobijó cuando más lo necesitaba, cuando el frío era menos cruel que la soledad.

No sigo reglas académicas; sigo pulsos del corazón. Me guío por la emoción que no miente, por la memoria que arde como brasas eternas y por las cicatrices que me habitan como tatuajes del alma. Mis relatos —a veces melancólicos como lluvia de otoño, otras esperanzados como amanecer en primavera— llevan el polvo fino de las tolvaneras del norte, la música lejana de las cantinas que guardan secretos, el murmullo de casas que ya no existen más que en mi memoria y el eco de un niño que dibujó su infancia en las paredes, con crayolas que aún resplandecen en mis recuerdos como arcoíris permanente.

No escribo para ser leído por multitudes. Escribo para no olvidar lo esencial, para que las memorias no se desvanezcan como humo. Y si en ese acto íntimo alguien se siente acompañado en su propia travesía, entonces cada palabra ha valido la pena completamente.

Gracias infinitas por haberme acompañado hasta aquí, por haber caminado conmigo entre estas páginas cargadas de vida. Cada lector verdadero es, en cierta forma misteriosa, un compañero de viaje en esta aventura de existir. Y si estas palabras han tocado alguna fibra sensible de tu historia personal, si han despertado algún eco en tu corazón, entonces esta travesía compartida ha valido cada esfuerzo, cada lágrima, cada sonrisa.

No cierro estas páginas con un punto final categórico, sino con una pausa llena de posibilidades infinitas que danzan en el aire. Porque aunque esta parte del relato ha encontrado su cauce natural, mi corazón sigue explorando territorios desconocidos, soñando sueños nuevos, proyectando futuros posibles como arquitecto del alma.

Hay nuevas rutas que me llaman con voces seductoras, ideas que comienzan a tomar forma en la penumbra de la imaginación, proyectos que se asoman como luciérnagas en la noche más oscura. No sé aún cuáles seguiré con mis pasos inciertos, pero sí sé con certeza absoluta que seguiré caminando, con el alma abierta como ventana al viento y los sentidos atentos a todo lo que la vida aún tiene por ofrecer con sus manos generosas.

El río continúa su curso hacia mares desconocidos, llevando en sus aguas las historias de todos los que hemos bebido de él. Y yo, simple gota en esa corriente infinita, sigo fluyendo hacia donde el destino y la voluntad me lleven, sabiendo que cada meandro del camino es una nueva oportunidad de crecer, de amar, de descubrir la belleza oculta en los rincones más inesperados de la existencia.

Te quiero hijito, susurro al viento que se lleva estas últimas palabras. Te quiero papá, escucho en el eco que regresa, como promesa eterna de que el amor verdadero trasciende todas las fronteras, todos los tiempos, todas las distancias imaginables.

Y así, con el corazón lleno y las manos vacías, me interno en el siguiente capítulo de esta historia que nunca termina de escribirse, porque la vida es eso: un relato infinito donde cada final es, en realidad, un nuevo comienzo disfrazado de despedida.

Comentarios

  1. Por Elena Vásquez, Revista Letras Americanas
    En Pinceladas de Vida, el autor logra una prosa que oscila magistralmente entre la nostalgia y la esperanza, construyendo un mosaico narrativo donde cada memoria se convierte en pincelada de un lienzo mayor. La estructura fragmentaria no es casualidad: reproduce la naturaleza misma del recuerdo, esa forma caprichosa en que la mente reconstruye el pasado.
    El realismo mágico se filtra sutilmente en estas páginas, transformando el exilio en una experiencia que trasciende lo meramente biográfico para convertirse en alegoría universal. Los diálogos, construidos con precisión quirúrgica, revelan no solo la voz auténtica de los personajes, sino la polifonía de una identidad fragmentada entre dos mundos. Como escribiera Octavio Paz, "el exilio no es geográfico sino temporal", y este libro lo confirma en cada página vibrante de dolor y belleza.
    Una obra que merece ocupar un lugar destacado en la literatura testimonial contemporánea.

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