Epílogo: La luz detrás del cristal: Donde termina el camino… y comienza otro
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Volví a Montreal un 6 de junio de 2006. El frío no era nuevo, ni el idioma ni las calles que parecían arrastrarse hasta el horizonte. Había caminado por ellas antes, cuando la urgencia era escapar, cuando cada paso se sentía como una despedida. Pero esta vez era distinto. Esta vez no había sombras persiguiéndome, no había un pasado que me empujara. Llegué con intención. Llegué para recoger los pedazos que el tiempo y la distancia habían dejado esparcidos, para reunir lo que la vida, en su crueldad y su belleza, había separado.
A los 54 años, sentía el peso del tiempo, aunque también su tregua. Ya no me empujaba, parecía acompañarme, como si hubiera aprendido a andar a mi ritmo. Había envejecido desde la última vez, sí, pero ahora las cicatrices en el alma eran menos ásperas, sus bordes pulidos por los años. La tranquilidad había llegado, y en el silencio encontraba respuestas que antes no sabía escuchar.
Me alojé en la casa de Manuel González, un amigo de vieja data, de esos que se quedan anclados en los recuerdos aunque los días pasen y los rostros cambien. No hubo interrogatorios ni largas conversaciones al llegar. Sólo una mirada, la entrega de una llave, y el eco de un "bienvenido" que me sostuvo en un lugar que, por primera vez en años, se sintió como hogar. Era sencillo, era suficiente.
En ese cuarto, con esa llave en la mano, algo dentro de mí comenzó a colocarse en su lugar. El pasado no estaba completamente olvidado, pero había dejado de ser un peso. Y el futuro, ese que tantas veces se había presentado como una incógnita, ahora parecía un lienzo en blanco esperando que comenzara a pintar de nuevo.
Regresé a la institución bancaria donde había trabajado. No fue como volver a casa, pero sí como cruzar una puerta conocida, una que había dejado entreabierta. Los escritorios grises seguían allí, inmóviles, igual de impersonales. El murmullo constante de los teclados era un recuerdo que nunca se había borrado, una música monótona, pero familiar. Me aceptaron, y no hubo celebración ni ceremonias, sólo un asentimiento y un lugar donde empezar de nuevo.
Tres meses fueron suficientes para recuperar un empleo, aunque no para sentirme completo. Las cosas no eran fáciles, pero tampoco eran nuevas. Ya conocía el ritmo, las caras detrás de los cubículos, las reglas tácitas que regían ese mundo de papel y cifras. Esta vez, sin embargo, algo era distinto. Esta vez no me sentí como un extraño; esta vez no me quebré.
Avanzaba como quien entrelaza hilos invisibles, cuidando cada movimiento, ensamblando poco a poco los fragmentos de una vida suspendida. Sentía dentro de mí una fuerza nueva, desconocida pero firme, que nacía del silencio, de una calma que había aprendido a reconocer. Sabía, con esa certeza que no alza la voz pero nunca se equivoca, que cada paso, aunque lento, apuntaba hacia donde debía ir.
Cada noche, antes de que el sueño llegara, repetía esas palabras como un mantra: "Falta poco." Era una promesa, un anhelo, un recordatorio de que el vacío que llevaba dentro tenía los días contados. Mi hijo seguía en México. Mi esposa también. Cada uno de ellos era un latido ausente en el compás de mi vida. Cruzaba la ciudad con el cuerpo en movimiento y el corazón en pausa, llenando las horas con planes, con cálculos, con un futuro que imaginaba completo pero que aún se sentía tan lejos.
El 15 de diciembre, del mismo 2006 que había llegado, el tiempo finalmente cedió. Fui con mi amigo Manuel al aeropuerto a buscarlos. En los techos de Montreal había nieve, esa nieve que alguna vez me había parecido ajena y fría, pero que ahora, bajo las luces amarillas del aeropuerto, me pareció casi cálida. Hubo lágrimas en los ojos, en los de ellos y en los míos. Lágrimas que no eran de tristeza ni de alivio, sino de algo más profundo, de algo que sólo puede surgir cuando lo perdido se encuentra de nuevo.
Esa noche, al cerrar la puerta de la casa, algo cambió. Ya no era un espacio vacío. Ya no era un eco de lo que había sido. Había risas, había voces, y por fin, había un hogar.
No hubo discursos, solo abrazos. En ese instante, el tiempo dejó de ser importante; no había pasado ni futuro, sólo el presente, palpable, absoluto. Era el fin de un viaje que había comenzado hace años, lleno de ausencias y silencios, pero también era el inicio de otro, uno en el que el frío de la ciudad no sería tan áspero, porque ahora estábamos juntos. Bajo un mismo techo, compartiendo el mismo aire helado y construyendo el calor, no de las paredes, sino del corazón.
Mi partida de Torreón dejó en mí una herida silenciosa, una de esas que no sangran pero pesan, alojada en lo más profundo del alma. Dejar a mi familia atrás fue como desprender una parte de mí mismo, y esos seis meses de espera se sintieron como años. Cada día llevaba el peso de la distancia, pero también la esperanza de que el tiempo nos llevaría de regreso al mismo lugar.
Todo cambió aquella noche de diciembre, cuando los meses de ausencia terminaron en el instante en que vi a mi hijo salir por la puerta del aeropuerto. Caminaba hacia mí con pasos tranquilos, envuelto en la luz amarilla que reflejaba la nieve en los techos. Su mirada irradiaba esperanza, como si supiera que, finalmente, habíamos alcanzado aquello que tanto habíamos soñado. En ese momento entendí que la vida, aunque a veces nos arrebata, también nos devuelve con generosidad lo que hemos añorado.
Fue un instante que trascendió cualquier palabra. Ninguna explicación hubiera sido suficiente para describir la magnitud de lo que sentí. Algunos momentos no necesitan ser dichos; simplemente se viven, se respiran, y se atesoran como un regalo indescriptible.
Hay dolores que uno lleva dentro, como piedras en el fondo del río. Son pesados, pero están en silencio. No se mueven, no gritan, solo permanecen ahí, haciendo que el agua fluya más despacio. Pero también hay alegrías que no se nombran. Son grandes, demasiado grandes para las palabras. Se sienten en el pecho, cálidas, como el sol después del invierno. Esas alegrías no necesitan ser dichas. Se viven. Y eso basta.
Lo vi aparecer por la puerta de llegadas, sus pasos cortos y saltarines, llenos de una energía que no conocía la fatiga de la espera. En su mano, apretaba con fuerza un juguete de Power Ranger rojo, su compañero fiel, el guardián silencioso de tantos momentos. Era más que un juguete; era un símbolo, un puente entre los días de separación y ese instante. Era como si, en ese pequeño objeto, viniera cargando su infancia entera, los silencios al otro lado del teléfono, los secretos que sólo sus dibujos podían contarme.
El abrazo fue firme, silencioso, lleno de todo lo que no necesitaba palabras. Había pasado tanto tiempo que casi había olvidado cómo se sentía tener a mi hijo cerca. El peso de su brazo sobre mi espalda no era el de un niño, sino el de un joven que había aprendido a esperar y a resistir. El Power Ranger rojo seguía en su mano, y por un momento pensé que aquello no era sólo un juguete, sino un puente entre lo que éramos y lo que habíamos llegado a ser.
Nos soltamos lentamente, como si el instante pudiera alargarse sólo un poco más. Miré sus ojos y vi todo lo que había perdido y todo lo que había ganado. El frío del aeropuerto no me molestaba, y la nieve en los techos parecía más cálida de lo que recordaba. Mi esposa llegó detrás, y juntos, como si fuera la primera vez, caminamos hacia la salida. No dijimos mucho. La ciudad nos esperaba. Los techos blancos, el aire helado y la casa que, por fin, estaba completa.
Era el final de algo. Era el comienzo de todo lo demás.
—¿Hace siempre tanto frío aquí, papá? —me preguntó en un murmullo.
Reí. Le acomodé el gorro sobre las orejas. No es todo el tiempo que hace frio.
—A veces más. Pero uno se acostumbra —le respondí.
Tomé su maleta. Él no soltó al Power Ranger.
Ese día nevaba. La ciudad parecía nueva otra vez. Blanca. Limpia. Silenciosa. Como si estuviera dándonos la bienvenida. Caminamos hasta el coche sin apuros, los tres: mi esposa, él y yo. De fondo, su juguete rojo asomaba por entre sus dedos, como una bandera diminuta. Como un símbolo de que todo lo que había esperado, todo lo que había soñado, finalmente estaba ahí. Habíamos vuelto a ser una familia. No era necesario decirlo. Bastaba mirarnos.
"Ríos de origen, mares de destino"
Nací en San Carlos, un rincón del Oriente antioqueño donde los ríos cantan secretos al viento y la tierra guarda las memorias de sus hijos. Fue allí, entre montañas que parecen custodiar el cielo, donde comenzó mi viaje. Pero la vida me llevó pronto a Medellín, la ciudad donde aprendí a soñar en grande y a correr entre las luces y sombras de sus calles vibrantes. En cada rincón, la ciudad murmuraba historias de esfuerzo y esperanza, y en su abrazo bullicioso comencé a moldear el sueño de lo que podría ser.
Montreal fue mi refugio, un puerto frío y desconocido donde llegué como exiliado político, con el corazón lleno de cicatrices y la mente ávida de reconstruir. Allí, frente a la ventana de un pequeño apartamento, el invierno me susurraba que incluso en la soledad se puede encontrar un hogar. En su calma, aprendí a mirar hacia adelante, a trazar nuevos caminos incluso sobre terrenos helados.
Pero fue México quien me brindó un nuevo capítulo. Torreón, ciudad que desafía al desierto, se convirtió en mi morada por ocho años. Fue allí donde el amor me transformó, donde mi hijo Mauri nació, y donde descubrí que las raíces no se hunden solo en la tierra, sino también en las conexiones humanas. Las risas de mi hijo, el calor del sol mexicano y la generosidad de su gente tejieron un hogar temporal que marcó profundamente mi historia.
Finalmente, regresé a Montreal, esta vez no como un extraño, sino como alguien que ha recorrido mundos y ha echado raíces en el movimiento. Traigo conmigo los ríos de San Carlos, las luces de Medellín, el ardor del desierto mexicano y el frío reconfortante de esta ciudad que siempre será el punto de partida y retorno. Ahora sé que mi hogar no está en un lugar físico, sino en las memorias, los amores y las lecciones que llevo dentro.
"Cuando el río encuentra el mar"
Frente a esa ventana, me encuentro ahora con una mirada diferente, cargada de memorias y cicatrices que ya no duelen, sino que narran mi historia. El marco, que conserva la carta, parece custodiar no solo aquel pedazo de papel, sino también todos los sueños y los temores que nacieron en esa pequeña habitación. Cada paso fuera de esas cuatro paredes fue un salto hacia lo desconocido, cada regreso un recordatorio de que, aunque la vida me haya llevado lejos, este lugar sigue siendo el punto de partida y, quizás, el verdadero hogar.
El atardecer tiñe la estancia de un oro pálido, como si la luz quisiera abrazar cada rincón, cada objeto, cada recuerdo. En este silencio lleno de significados, me doy cuenta de que más allá del exilio físico, he atravesado un viaje interno: un éxodo desde la incertidumbre hacia una aceptación llena de paz. Este es mi testimonio, y este es mi agradecimiento al tiempo que transforma, a la vida que empuja, y al espíritu que nunca deja de buscar su lugar bajo el sol.
Y así, mientras las luces danzan en sus cristales como estrellas atrapadas, comprendo que cada destello es un fragmento de las jornadas que me trajeron hasta aquí. El mar urbano, con sus corrientes de velocidad y su oleaje de voces, ya no me aturde ni me arrastra. He aprendido a navegarlo con el ritmo pausado de quien encuentra su lugar y no busca más allá de lo que el momento le ofrece.
Los edificios, antes colosos intimidantes, ahora son simples compañeros silenciosos en este paisaje que alguna vez me abrumó. La calma no es ausencia de ambición, sino una revelación: la de saber que los sueños son válidos no por su grandiosidad, sino por la forma en que nos transforman al perseguirlos. Y en esa profundidad donde habito mi historia, descubro que el éxito más grande es haberme encontrado a mí mismo en medio del ruido y las sombras.
He caminado por senderos de nieve, de asfalto y de incertidumbre, y también por los senderos del desierto que Torreón, con su alma indomable, logró vencer. Durante esos ocho años en México, esta ciudad, que florece donde el desierto desafía, me enseñó que la resistencia es una forma de belleza. En sus paisajes áridos, nacieron lecciones de vida; entre su gente cálida y su tierra fuerte, comprendí el poder de la perseverancia. Allí, donde nació mi hijo Mauri, encontré un hogar temporal que marcó profundamente mi historia, un lugar donde el amor y el esfuerzo transformaron la aridez en abundancia.
Y en ese río que nunca se detiene, me he dejado llevar, aprendiendo que las aguas turbulentas también enseñan y que los remansos son un regalo de calma. La voz del viejo sabio "Nereus" me recordó que los puentes no solo unen tierras, sino también almas; que cada mundo al que he llegado, cada frontera que he cruzado, ha sido una oportunidad para dejar algo mío y llevarme algo de otros.
Las raíces que he echado no tienen un único hogar, sino muchos. Están entrelazadas en historias compartidas, en abrazos que derriban la distancia y en miradas que reconocen sin palabras la lucha común de vivir, de amar, de buscar sentido. Y mientras este río de vida sigue su curso hacia lo infinito, me doy cuenta de que, más allá del mar, lo que importa es cómo navego sus aguas, cómo encuentro belleza incluso en las olas más altas.
Así como el viajero nunca agota los caminos, estas memorias se transforman en un faro que ilumina nuevas travesías. La vida no se detiene; se reinventa en cada instante, en cada decisión, en cada acto de valentía. Me encuentro frente al vasto horizonte, sabiendo que, aunque el mapa esté incompleto, la brújula interna seguirá guiándome hacia lo que realmente importa: los encuentros que humanizan, los sueños que dan alas y los desafíos que fortalecen.
El lienzo infinito que se extiende ante mí no exige perfección, sino autenticidad. Me lleva a aceptar que cada pincelada, incluso las más inciertas, son esenciales para dar forma a la obra que aún está por definirse. Y es en esa incertidumbre, en ese espacio vacío donde las posibilidades brotan, que radica la magia de existir. Estas memorias, entonces, no son solo un recuerdo, sino un recordatorio: el pasado me impulsó, pero el futuro está lleno de promesas aún por escribir.
...que cada despedida es en realidad un saludo disfrazado, una puerta que se abre mientras otra se cierra. Que los caminos que tomamos, aunque a veces inciertos, siempre llevan las huellas de quienes caminaron a nuestro lado y dejaron su luz en nuestra oscuridad. Que la vida, con todos sus misterios y contradicciones, es un poema que nunca termina, una melodía que se compone mientras se escucha.
Y con esta verdad en el corazón, emprendo mi marcha, no con miedo al vacío, sino con la certeza de que cada paso, por pequeño que sea, añade un verso a esta historia que continúa creciendo y respirando. Lo desconocido ya no es un abismo, sino un horizonte lleno de posibilidades.
"Que estas memorias, como un río sereno pero profundo, fluyan hacia ti, amable lector desconocido, llevando consigo no solo los fragmentos de una vida vivida, sino también semillas de reflexión y emociones compartidas. Porque si algo he aprendido al escribir estas páginas, es que la vida no se mide en logros, sino en conexiones.
Así pongo fin a este ciclo, con manos temblorosas que no tiemblan de miedo, sino de la emoción contenida, de la certeza de haber dejado algo eterno en cada palabra. No es un adiós, porque las historias, como la vida, no terminan; sólo se transforman. Es un hasta luego, un puente entre lo que fue y lo que será, una invitación a seguir caminando, aunque ahora el sendero pertenezca a ti.
Cada línea aquí escrita guarda un suspiro, una memoria, una emoción que, aunque personal, resuena en el corazón de todos, porque nuestras vidas no son más que ecos de un relato colectivo. Gracias por recorrer este viaje conmigo, por detenerte a leer entre las grietas, por encontrar conmigo la belleza en lo cotidiano. Ahora, el camino sigue, y el aire está lleno de posibilidades.
"Lienzo infinito"
Estas memorias no son un punto final, sino una pausa en el flujo constante de la vida, una coma en el gran relato que sigue escribiéndose día a día. Lo que aquí comparto son fragmentos tejidos por el tiempo, cada uno cargado de momentos que moldearon mi camino. Si estas palabras encuentran eco en ti, querido lector, deseo que ese eco te lleve a descubrir también los puentes entre tus propios mundos, las raíces que has plantado y los horizontes que aún te esperan.
Cada capítulo de esta obra refleja no solo mis vivencias, sino también las de quienes cruzaron mi camino, visibles o invisibles, y dejaron en mí su huella indeleble. A cada uno de ellos, les agradezco con humildad: a la ciudad de Torreón, que venció el desierto y me enseñó sobre la fortaleza y el renacimiento; al amor que me llevó a México y que vio nacer a mi hijo Mauri, el corazón que da sentido a mi vida; y a Montreal, donde este viaje comenzó y donde aún resuenan las palabras de Nereus: “El emigrante es un puente entre mundos.”
Hoy, cierro estas páginas con gratitud infinita por lo vivido y con esperanza por lo que vendrá. El futuro es un lienzo infinito, lleno de posibilidades y de caminos aún por explorar. Mi deseo más profundo es que encuentres en estas memorias no solo una historia, sino un reflejo de tus propios anhelos y preguntas, un destello que ilumine tus días grises y te impulse a seguir avanzando.
Cada despedida es también un inicio, un paso más hacia lo desconocido. Así como aprendí que el éxito no se mide en alturas, sino en la profundidad con la que habitamos nuestra propia historia, espero que tú también encuentres en tu camino esa profundidad que transforma, sana y conecta. Gracias por acompañarme entre estas líneas. Ahora, el siguiente capítulo es tuyo.
Para Mauri, mi hijo:
En cada página de estas memorias late tu presencia, aunque no siempre te nombre. Fuiste la luz que iluminó mi camino cuando las sombras parecían demasiado densas, el ancla que me mantuvo firme cuando las mareas del desarraigo amenazaban con arrastrarme. No hay palabras en ninguno de los idiomas que he aprendido que puedan expresar lo que significas para mí.
Mauricio, hijo mío, en ti encontré la fuerza para levantarme cada mañana en tierra extraña, para aprender nuevas palabras, para construir un hogar donde solo había incertidumbre. Tus ojos, ventanas de un alma pura, me recordaban constantemente por qué valía la pena cada esfuerzo, cada noche de nostalgia, cada batalla contra el miedo.
Todos los días de tu vida, sin faltar uno solo, comenzamos nuestro día y lo cerramos con las mismas palabras que se convirtieron en nuestro ritual sagrado: "Te quiero hijito", te decía yo, y tú respondías "Te quiero papá". Ese intercambio sencillo pero infinito en su significado ha sido el puente que nos ha mantenido unidos a través de todas las distancias, de todos los cambios, de todos los desafíos. Hasta el sol de hoy, estas palabras siguen siendo nuestro amanecer y nuestro anochecer, nuestra forma personal de decir que en este mundo cambiante, nuestro amor es la única constante verdadera.
Quiero que sepas que en cada logro pequeño o grande, estabas tú. En cada sonrisa que logré arrancar de los labios de extraños, estaba tu sonrisa como inspiración. En cada abrazo que di y recibí, estaba el calor de tus abrazos como medida de lo que significa el verdadero afecto.
Este libro es mi manera de dejarte un mapa del corazón, para que siempre recuerdes que fuiste y serás lo más valioso, lo más hermoso, lo más importante que la vida me ha regalado. Cuando pasen los años y yo no esté, espero que estas páginas te susurren no solo mi historia, sino también el infinito amor que sentí por ti desde el primer instante.
A mi familia, compañeros silenciosos de este viaje, gracias por ser el suelo firme bajo mis pies tambaleantes, por ser el eco de risas conocidas en medio del silencio de lo desconocido. Sus voces atravesaron océanos y continentes para recordarme quién era y de dónde venía.
Y a todos aquellos que caminaron junto a mí en algún tramo de este sendero – los que llegaron para quedarse y los que solo estuvieron de paso – mi gratitud eterna. Sus nombres están escritos no solo en estas páginas, sino en ese libro invisible que es la memoria del corazón.
Que estas palabras sean testimonio de que nunca estamos verdaderamente solos cuando amamos y nos dejamos amar. Y que tú, Mauricio, mi eterno rayo de sol, encuentres en ellas el abrazo perpetuo de quien te amó más allá de toda frontera, de todo idioma, de toda distancia, y quien cada día de tu vida te recordó lo mismo que te digo ahora: "Te quiero hijito".
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Soy un viajero del alma, con la brújula en el pecho y la tinta latiendo en las venas. Llegué tarde a muchas cosas, pero con el corazón despierto. Fui padre cuando ya peinaba canas, sembré raíces en tierras ajenas sin renunciar jamás a la semilla de mis recuerdos. He vivido lo que muchos apenas se atreven a imaginar: exilios voluntarios, amores improbables nacidos en los albores digitales, y auroras boreales que me susurraron nombres ausentes desde el cielo.
No me considero escritor en el sentido estricto. Escribo porque las palabras me buscan, me asaltan a medianoche y me exigen nacer. Cada historia que comparto es un puente entre mis mundos: el país que me vio nacer, el que me transformó y el que me cobijó cuando más lo necesitaba.
No sigo reglas; sigo pulsos. Me guío por la emoción, por la memoria que arde y por las cicatrices que me habitan. Mis relatos —a veces melancólicos, otras esperanzados— llevan el polvo de las tolvaneras del norte, la música lejana de las cantinas, el murmullo de casas que ya no existen y el eco de un niño que dibujó su infancia en las paredes, con crayolas que aún resplandecen en mi memoria.
No escribo para ser leído. Escribo para no olvidar. Y si en ese acto alguien se siente acompañado, entonces valió la pena.
Gracias por haberme acompañado hasta aquí. Cada lector es, en cierta forma, un compañero de viaje. Y si estas palabras han tocado alguna fibra de tu historia personal, entonces esta travesía compartida ha valido la pena.
No cierro estas páginas con un punto final, sino con una pausa llena de posibilidades. Porque aunque esta parte del relato ha encontrado su cauce, mi corazón sigue explorando, soñando, proyectando.
Hay nuevas rutas que me llaman, ideas que comienzan a tomar forma, proyectos que se asoman como luciérnagas en la noche. No sé aún cuáles seguiré, pero sí sé que seguiré caminando, con el alma abierta y los sentidos atentos a todo lo que la vida aún tiene por ofrecer.
—
Al final del camino, no importa cuántas veces se haya roto el hilo, sino cuántas veces supe volver a enhebrarlo con esperanza.
Gracias por leerme. Gracias por estar aquí.
Hasta siempre, o hasta la próxima pincelada.
Abelardo Salazar
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PARTE III
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