29 Epílogo: La luz detrás del cristal
Epílogo
La luz detrás del cristal
Volví a Montreal el 6 de junio de 2006, después de ocho años en México. Aquella mañana, el aire olía a lluvia antigua, como si la ciudad hubiese estado esperándome bajo un manto de recuerdos que aún respiraban. El frío no era nuevo, tampoco el idioma ni esas calles que se extendían hasta el horizonte. Pero esta vez era distinto. No me perseguían sombras ni me empujaba un pasado con garras heladas. Regresaba con las manos abiertas.
A los 54 años, sentía el peso dulce del tiempo —ese que antes me arrastraba y ahora caminaba conmigo— como un viejo compañero que finalmente había aprendido mi ritmo. La serenidad, tan esquiva en otras épocas, aparecía ahora como una lámpara encendida en medio del invierno.
Me alojé en casa de Manuel González, amigo de vieja data. No hubo interrogatorios al llegar. Apenas una mirada que reconoce sin preguntas, la entrega silenciosa de una llave y un "bienvenido" que me sostuvo con la firmeza de un puente inesperado.
Esa noche, sostuve la llave entre los dedos y sentí que algo dentro de mí comenzaba a reubicarse. Como si, en la quietud de aquella habitación, las piezas dispersas de mi vida regresaran a su sitio.
Regresé a la institución bancaria donde había trabajado. Los escritorios grises seguían allí, inmóviles. El murmullo constante de los teclados era un recuerdo que nunca se había borrado. Me aceptaron sin aspavientos: un asentimiento y un lugar donde empezar.
Tres meses fueron suficientes para recuperar un empleo, aunque no para sentirme completo. Avanzaba como quien entrelaza hilos invisibles, ensamblando poco a poco los fragmentos de una vida suspendida. Cada noche, antes de que el sueño llegara, repetía esas palabras como un mantra: "Falta poco."
Mi hijo seguía en México. Mi esposa también. Cruzaba la ciudad con el cuerpo en movimiento y el corazón en pausa, llenando las horas con planes, con cálculos, con un futuro que imaginaba completo pero que aún se sentía lejano.
Cuando el río encuentra el mar
El 15 de diciembre del mismo 2006, fui con Manuel al aeropuerto a buscarlos. En los techos de Montreal había nieve, esa nieve que alguna vez me había parecido ajena y fría, pero que ahora, bajo las luces amarillas, me pareció casi cálida.
Lo vi aparecer por la puerta de llegadas, sus pasos cortos y saltarines. En su mano, apretaba con fuerza un juguete de Power Ranger rojo, su compañero fiel. El abrazo fue firme, silencioso, lleno de todo lo que no necesitaba palabras. Mi esposa llegó detrás, y juntos caminamos hacia la salida.
—¿Hace siempre tanto frío aquí, papá? —me preguntó en un murmullo.
Reí con una alegría que no había sentido en meses. Le acomodé el gorro sobre las orejas.
—No todo el tiempo. Pero uno se acostumbra.
Ese día nevaba con generosidad. La ciudad parecía nueva: blanca, limpia, silenciosa. Habíamos vuelto a ser una familia. No era necesario decirlo. Bastaba mirarnos y saber.
Ríos de origen, mares de destino
Nací en San Carlos, donde los ríos cantan secretos al viento y la tierra guarda las memorias de sus hijos. Pero la vida me llevó pronto a Medellín, donde aprendí a soñar en grande y a correr entre las luces y sombras de sus calles vibrantes.
Montreal fue mi refugio inesperado, donde llegué como exiliado político con el corazón lleno de cicatrices frescas. Allí, frente a la ventana de un pequeño apartamento, el invierno me susurró que incluso en la soledad más profunda se puede encontrar un hogar.
Pero fue México quien me brindó un nuevo capítulo. Torreón, ciudad que desafía al desierto, se convirtió en mi morada por ocho años. Fue allí donde mi hijo Mauri nació como un milagro cotidiano, donde descubrí que las raíces no se hunden sólo en la tierra natal, sino también en las conexiones humanas que tejemos día a día.
Finalmente, regresé a Montreal, esta vez no como un extraño perdido, sino como alguien que ha recorrido mundos enteros. Traigo conmigo los ríos de San Carlos, las luces de Medellín, el ardor del desierto mexicano y el frío reconfortante de esta ciudad que siempre será el punto de partida y retorno.
Frente a esa ventana donde alguna vez guardé una carta amarillenta, me encuentro ahora con una mirada diferente. El marco parece custodiar no sólo aquel pedazo de papel, sino también todos los sueños que nacieron en esa pequeña habitación convertida en capullo.
El atardecer tiñe la estancia de un oro pálido. En este silencio lleno de significados, me doy cuenta de que he atravesado un viaje interno: un éxodo desde la incertidumbre hacia una aceptación llena de paz.
Los edificios, antes colosos intimidantes, ahora son simples compañeros silenciosos. La calma que habito no es ausencia de ambición, sino una revelación: la de saber que los sueños son válidos no por su grandiosidad, sino por la forma en que nos transforman al perseguirlos.
He caminado por senderos de nieve que cruje bajo los pies, de asfalto que arde bajo el sol, y de incertidumbre que se extiende como niebla. La voz del viejo sabio Nereus me recordó que los puentes no sólo unen tierras, sino también almas; que cada mundo al que he llegado ha sido una oportunidad para dejar algo mío y llevarme algo de otros.
Las raíces que he echado no tienen un único hogar, sino muchos. Están entrelazadas en historias compartidas, en abrazos que derriban la distancia y en miradas que reconocen la lucha común de vivir, de amar, de buscar sentido.
Para Mauri, mi hijo
En cada página de estas memorias late tu presencia, aunque no siempre te nombre con palabras. Fuiste la luz que iluminó mi camino cuando las sombras parecían demasiado densas, el ancla que me mantuvo firme cuando las mareas amenazaban con arrastrarme.
Todos los días de tu vida, sin faltar uno, comenzamos y cerramos el día con las mismas palabras que se convirtieron en nuestro ritual sagrado: "Te quiero hijito", te decía yo, y tú respondías "Te quiero papá" con esa sonrisa que ilumina universos. Ese intercambio nos ha mantenido unidos a través de todas las distancias. Hasta el sol de hoy, estas palabras siguen siendo nuestro amanecer y nuestro anochecer.
Quiero que sepas que en cada logro estabas tú como fuerza invisible. En cada sonrisa que logré arrancar, estaba tu sonrisa como inspiración. Este libro es mi manera de dejarte un mapa del corazón, para que siempre recuerdes que fuiste y serás lo más valioso que la vida me ha regalado.
A mi familia, gracias por ser el suelo firme bajo mis pies. Y a todos aquellos que caminaron junto a mí en algún tramo de este sendero, mi gratitud eterna. Que estas palabras sean testimonio de que nunca estamos verdaderamente solos cuando amamos sin medida.
Retrato del alma en palabras
Soy un viajero del alma, con la brújula en el pecho y la tinta latiendo en las venas. Llegué tarde a muchas cosas, pero siempre con el corazón despierto. Fui padre cuando ya peinaba canas, sembré raíces en tierras ajenas sin renunciar a la semilla de mis recuerdos.
No me considero escritor en el sentido estricto. Escribo porque las palabras me buscan, me asaltan a medianoche y me exigen nacer en el papel. Cada historia que comparto es un puente entre mis mundos múltiples.
No sigo reglas académicas; sigo pulsos del corazón. Me guío por la emoción que no miente, por la memoria que arde como brasas. Mis relatos llevan el polvo de las tolvaneras del norte, el murmullo de casas que ya no existen y el eco de un niño que dibujó su infancia en las paredes.
No escribo para ser leído por multitudes. Escribo para no olvidar. Y si en ese acto íntimo alguien se siente acompañado, entonces cada palabra ha valido la pena.
El umbral entre dos orillas
Hay un momento en todo viaje donde el camino parece cerrarse, donde las últimas páginas susurran que es tiempo de soltar. Y sin embargo, quien ha caminado largas jornadas sabe que cada final es apenas una curva del sendero, el doblez donde la luz cambia de ángulo y revela paisajes insospechados.
Estas Pinceladas de vida que sostienes entre las manos no pretenden ser un punto final, sino una pausa necesaria. Como esos silencios en medio de una conversación profunda, cuando las palabras se retiran para que el alma digiera lo dicho, para que el corazón encuentre su propio eco en lo narrado.
He compartido contigo los años donde todo era urgencia y tormenta, donde cada día se conquistaba con la fuerza de quien construye su casa mientras llueve. Te he mostrado al hombre que huía, que luchaba, que caía y se levantaba con las rodillas sangrando pero la mirada intacta. Al padre que aprendió a amar tarde pero con la intensidad de quien comprende que cada instante es irrepetible.
Hemos atravesado juntos desiertos y nieves, revoluciones íntimas y exilios del alma. Has visto cómo las ciudades se convirtieron en espejos donde me reconocía fragmentado, y cómo, poco a poco, esos fragmentos comenzaron a dialogar entre sí hasta formar algo parecido a la paz.
Pero aquí, en este umbral donde nos despedimos sin separarnos realmente, debo confesarte algo: el viaje no termina cuando uno deja de huir. Empieza otra travesía, más silenciosa quizá, pero no menos intensa. Es el viaje de quien finalmente se atreve a mirar hacia atrás sin que le tiemble el pulso, de quien descubre que las cicatrices no desfiguran sino que adornan, como las grietas del kintsugi revelan la historia del objeto que se ha roto y ha renacido más hermoso.
Hacia la otra orilla: Pinceladas otoñales de sabiduría
El otoño no llega como catástrofe sino como revelación. Las hojas no caen derrotadas, sino liberadas. Y es en esa caída donde se encuentra una belleza que la primavera desconoce: la belleza de lo que ha madurado, de lo que ha vivido suficiente para comprender que soltar también es una forma de florecer.
Si estas páginas han sido el relato de las tempestades, las que me esperan al otro lado del río son el testimonio de la calma que viene después. No la calma de quien se resigna, sino de quien ha aprendido a leer los silencios, a encontrar en las pausas la melodía verdadera de la existencia.
En Pinceladas otoñales de sabiduría, las mismas ciudades regresan como personajes que han envejecido conmigo. Montreal ya no es el escenario del exilio sino el hogar reconquistado, donde cada esquina guarda no sólo recuerdos sino también comprensiones. Medellín se mira desde la distancia del tiempo, con esa ternura que sólo es posible cuando uno ha perdonado incluso aquello que parecía imperdonable. Y México... México permanece como esa tierra que me enseñó que es posible empezar de nuevo, siempre, aun cuando todo parezca perdido.
Pero más que lugares, lo que encontrarás allí son preguntas diferentes. Ya no "¿cómo sobrevivo?" sino "¿qué he aprendido al sobrevivir?". Ya no "¿dónde pertenezco?" sino "¿qué significa pertenecer cuando uno lleva dentro tantos horizontes?". Son las preguntas que sólo se formulan cuando el corazón ha dejado de gritar y ha aprendido a susurrar.
Descubrirás al hombre que finalmente se sienta frente a la ventana sin necesidad de huir, que observa el paso de las estaciones con la serenidad de quien ha comprendido que también él es estación, que también en su interior las hojas caen y renacen, que los inviernos interiores son tan necesarios como los veranos del alma.
Te hablaré de la paternidad vista desde la orilla del tiempo, cuando mi hijo ya no es aquel niño que apretaba su Power Ranger rojo sino un joven que camina su propio sendero. Y te confesaré el orgullo mezclado con melancolía de quien comprende que amar es también aprender a soltar, que criar es preparar alas y luego mirar el vuelo desde abajo, con el corazón en la garganta pero los ojos brillantes de gratitud.
Habrá reflexiones sobre el envejecer —no como pérdida sino como ganancia de perspectiva—, sobre cómo las arrugas son surcos donde se siembra la sabiduría, sobre cómo el cuerpo que se cansa más rápido es también el cuerpo que sabe mejor cuándo detenerse a contemplar.
Encontrarás meditaciones sobre la memoria: esa vieja amiga traicionera que borra lo que querríamos conservar y preserva con nitidez absurda lo que quisiéramos olvidar. Pero también sobre cómo, con los años, uno aprende a reconciliarse con esa memoria caprichosa, a entender que su lógica no es cronológica sino emotiva, y que eso no la hace menos verdadera.
Te compartiré los encuentros con viejos amigos que son ahora extraños, y con extraños que se han convertido en familia. Las conversaciones donde el silencio pesa tanto como las palabras. Las despedidas que duelen menos porque uno ha aprendido que todo es transitorio, y que la transitoriedad no le resta valor a lo vivido sino que se lo otorga.
Y sí, también habrá dolor. Porque el otoño no es época de euforia sino de aceptación, y aceptar duele. Pero es un dolor distinto al de la juventud: no es el dolor de la herida fresca sino el de la cicatriz que recuerda, que enseña, que integra.
La invitación
No te pido que cruces conmigo esta nueva orilla por obligación ni por curiosidad. Te invito porque intuyo que, si has llegado hasta aquí, algo en mi travesía ha resonado con la tuya. Porque sospecho que también tú conoces las tempestades, también has sentido la tierra moverse bajo los pies, también has construido hogares en ruinas y has renacido de cenizas que creías definitivas.
Y si es así, entonces quizá necesites saber —como yo necesité descubrirlo— que después de la tormenta viene algo más que la simple ausencia de lluvia. Viene una luz distinta, más suave, que no deslumbra pero que lo ilumina todo con mayor claridad. Viene una forma de habitar el cuerpo y el tiempo que no conocíamos cuando corríamos perseguidos por nuestros demonios o nuestros sueños.
Pinceladas otoñales de sabiduría no es la continuación de una historia sino su profundización. Es descender al mismo pozo pero con otros ojos, con otras preguntas, con la certeza de que en el fondo no hay monstruos sino reflejos que finalmente estamos dispuestos a reconocer como nuestros.
No prometo respuestas definitivas. Prometo compañía. La compañía de alguien que ha caminado senderos similares y que no te ofrecerá mapas precisos, porque no los tiene, pero sí la certeza de que es posible llegar a algún lado incluso cuando el camino se borra bajo la nieve.
Si decides acompañarme, te advierto que el ritmo será más lento. Ya no hay urgencias que atender ni batallas que librar. Caminaremos como quien pasea por un bosque en otoño: deteniéndonos a observar cómo la luz se filtra entre las ramas desnudas, recogiendo hojas que nos parecen hermosas sin necesidad de justificar por qué, escuchando el silencio como si fuera música.
Gratitud del peregrino
Antes de soltarte la mano —aunque sólo sea por un momento—, necesito decirte gracias. Gracias por haber llegado hasta aquí, por haber prestado tu tiempo y tu atención a estas memorias de un hombre común que decidió escribir para no olvidar que vivió.
Cada lector que atraviesa estas páginas las completa con su propia experiencia. Tú no has leído mi historia; has leído la tuya reflejada en espejos ajenos. Y en ese acto generoso de reconocerte en mis palabras, has hecho que estas memorias dejen de pertenecerme sólo a mí.
Donde yo vi exilio, tal vez tú viste búsqueda. Donde yo sentí pérdida, quizá encontraste liberación. Y eso es lo hermoso de las historias: que no pertenecen a quien las escribe sino a quien las habita mientras las lee.
Gracias por haber sido mi compañero en esta travesía. Gracias por cada momento donde tus ojos se detuvieron en una frase y algo dentro de ti dijo "sí, yo también". Gracias por tu paciencia con mis rodeos, con mis repeticiones, con mi manía de mirar tres veces el mismo paisaje buscándole siempre un ángulo nuevo.
Si algo de lo que compartí te sirvió —aunque sea una sola imagen, una sola reflexión que te haya hecho pensar diferente—, entonces este libro cumplió su propósito. Porque no escribo para dejar huella sino para tender puentes, y un puente sólo existe verdaderamente cuando alguien lo cruza.
El último susurro antes del cruce
Cierro estas páginas como quien cierra la puerta de una casa donde fue feliz y donde sufrió, donde aprendió y donde se equivocó, donde amó con toda la torpeza y toda la grandeza de que es capaz un corazón humano.
No es un cierre definitivo. Es apenas el sonido de una puerta que se cierra suavemente, dejando entreabierta otra justo al lado. Una puerta por donde se filtra una luz distinta, más dorada, más serena.
Desde el otro lado de esa puerta, te espero. No con ansiedad sino con la paciencia de quien sabe que cada uno llega a su tiempo. Tal vez mañana, tal vez dentro de meses, tal vez años. O tal vez nunca, y eso también está bien. Porque habrás encontrado tu propio camino hacia el otoño, y eso es lo único que importa.
Pero si alguna vez sientes curiosidad por saber qué descubrí al otro lado del vértigo, si te preguntas cómo se ve el mundo desde la quietud ganada y no heredada, si quieres saber qué voces escucha un hombre cuando finalmente deja de huir de sí mismo... entonces cruza.
Estaré allí, con un café caliente y una sonrisa de bienvenida, listo para compartir contigo lo que el tiempo me enseñó cuando dejé de correr.
Te quiero hijito, susurro al viento.
Te quiero papá, escucho en el eco que regresa.
Y en ese intercambio eterno, en esa promesa renovada cada amanecer y cada anochecer, se resume todo lo que fui, todo lo que soy, y todo lo que espero seguir siendo mientras el corazón siga latiendo.
El río sigue su curso. Las hojas continúan cayendo. El otoño espera con su belleza discreta y sus verdades susurradas.
Te espero en la otra orilla.
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"Pinceladas de Recuerdos:
Viaje a las entrañas de una familia memorable"
Parte 2
“Pinceladas de Vida:
Un Relato de Memorias y Sueños de un exiliado en Canadá”
Parte 3
Pinceladas Otoñales de Sabiduría:
Entre nieve y nostalgia: Memorias de un exiliado en Canadá.
abel.salazar@ gmail.com --------------------------------
Por Elena Vásquez, Revista Letras Americanas
ResponderEliminarEn Pinceladas de Vida, el autor logra una prosa que oscila magistralmente entre la nostalgia y la esperanza, construyendo un mosaico narrativo donde cada memoria se convierte en pincelada de un lienzo mayor. La estructura fragmentaria no es casualidad: reproduce la naturaleza misma del recuerdo, esa forma caprichosa en que la mente reconstruye el pasado.
El realismo mágico se filtra sutilmente en estas páginas, transformando el exilio en una experiencia que trasciende lo meramente biográfico para convertirse en alegoría universal. Los diálogos, construidos con precisión quirúrgica, revelan no solo la voz auténtica de los personajes, sino la polifonía de una identidad fragmentada entre dos mundos. Como escribiera Octavio Paz, "el exilio no es geográfico sino temporal", y este libro lo confirma en cada página vibrante de dolor y belleza.
Una obra que merece ocupar un lugar destacado en la literatura testimonial contemporánea.