No 7 "Caminos sin Huellas: Ausencias Compartidas"
CAPÍTULO 7
“Caminos sin Huellas: Ausencias Compartidas”
En el rincón de la estación de metro, donde la niebla se arremolinaba como nuestros pensamientos inquietos, nos encontrábamos en un ritual silencioso. El aire denso y húmedo se colaba entre nosotros, convirtiendo cada respiración en un suspiro visible. Nos envolvía un manto de misterio y melancolía, tejido con hilos de expectativas no expresadas y anhelos contenidos.
El silencio del norte, inmenso y solemne, parecía abrazarme con una frialdad que no solo era de hielo, sino también de memoria. Lejos del bullicio cálido de mis raíces tropicales, cada eco del corazón en esta tierra parecía un susurro que la niebla absorbía con indiferencia. En estas tierras distantes, donde los inviernos prolongan las sombras y el cielo parece teñido de un gris perpetuo, todo se había congelado en su curso.
Fue en medio de esta solitaria vastedad cuando la vi, y por un instante el frío cedió. Su sonrisa, tenue como el reflejo de una luna oculta, me habló de un anhelo compartido. En sus ojos vi reflejada mi propia nostalgia, la de alguien que también caminaba por estas calles como un fantasma. Éramos sombras atrapadas entre los edificios, almas extraviadas en un paisaje que nunca llegó a pertenecernos.
Su pequeña y cálida mano rozó la mía, derritiendo por un instante el hielo que me aprisionaba. Sus ojos, dos pozos de melancolía, se clavaron en los míos, buscando algo que, quizá, yo mismo no supiera dar. La esperanza, tenue como una llama a punto de apagarse, luchaba contra la desazón que me carcomía por dentro.
Bajo el halo tenue de una farola, como un faro en un mar de dudas, ella habló. Sus ojos, dos océanos grises, reflejaban la misma niebla que nos envolvía. La gente pasaba como sombras efímeras, susurros de vidas ajenas que se deslizaban a nuestro alrededor, cada paso resonando suavemente en el suelo húmedo.
Bajo el halo tenue de una farola, cual faro en un mar de dudas, ella habló. Sus ojos, dos océanos grises, reflejaban la misma niebla que nos envolvía. A nuestro alrededor, la gente pasaba como sombras efímeras, susurros de vidas ajenas deslizándose en la penumbra. Cada paso resonaba suavemente en el suelo húmedo, componiendo una sinfonía melancólica que acompañaba nuestras palabras.
Aprendimos a ser puentes el uno para el otro, aunque nunca lográramos cruzarlos completamente. Escuchaba sus silencios, presenciaba sus lágrimas solitarias sin pedir explicaciones. Nunca supe si lo nuestro era amor o simplemente el eco de heridas compartidas, la certeza de estar siempre a destiempo en esta tierra extraña.
En esta soledad persistente, nuestras ausencias compartidas resuenan como una melodía sin final. He aprendido a convivir con estos fragmentos de vidas ajenas, sabiendo que, si algún día parto, en la inmensidad del universo mi espíritu encontrará su lugar.
"-¿Y tu alma? ¿Dónde crees que haya ido?", me preguntó una vez.
"Debe andar vagando por la tierra como tantas otras", respondí, "buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di; pero eso ya no me preocupa. He descansado del vicio de sus remordimientos."
Ahora, cuando pienso en ella, su recuerdo se mezcla con la bruma de la ciudad. En las madrugadas, creo escuchar su voz traída por el viento, un susurro que se pierde entre los edificios. Quizás, como yo, se ha convertido en otro fantasma más de esta urbe, buscando entre las sombras la silueta de alguien que nunca llegue a conocer completamente.
Las estaciones siguen su curso implacable, y yo con ellas, en este tiempo prestado en tierras ajenas. La nieve cae, borrando mis huellas, como si el invierno quisiera devolverme al vacío. Pero en cada copo que se derrite, en cada amanecer sobre el río San Lorenzo, encuentro un recordatorio de que estoy vivo, de que aún puedo sentir, aunque sea el eco de un sentimiento lejano.
El tiempo, ese río implacable, continuó fluyendo en Montreal, arrastrando consigo las estaciones y los vestigios de mi antigua vida. Mientras mis estudios de cajero de banco avanzaban, aquella mujer de sonrisa tenue se convirtió en un recuerdo más, desvaneciéndose entre la niebla de los inviernos pasados. Los días en el curso se sucedían con la misma precisión que las hojas de arce al caer. Mis compañeros de clase, con su diversidad de edades y orígenes, se convirtieron en un reflejo de la ciudad misma: un mosaico de historias y anhelos entrelazados por el deseo común de reinvención.
El Espejo de los Días Imposibles: El Ritual del Umbral
La primavera derretía los últimos vestigios de nieve cuando crucé el umbral de "la Banque Nationale" quince minutos antes de la hora señalada, como quien se prepara para un ritual ancestral. Los protocolos memorizados danzaban en mi mente como mantras, mientras el timbre resonaba en el vacío de aquella mañana expectante.
El tiempo se congeló cuando la gran puerta de vidrio se abrió. Mi mano, portadora de años de cortesía colombiana, se extendió en el aire como una rama buscando el sol, solo para encontrar el vacío. El gerente, cual guardián de una fortaleza invisible, se concentró en asegurar las cerraduras con una precisión militar, ignorando mi gesto suspendido en el tiempo y el espacio.
Las paredes del banco, más vivas de lo que cualquiera pudiera sospechar, transpiraban las ansiedades acumuladas de mil encuentros similares, mientras seguía al gerente hacia su oficina. El aire se volvía más denso con cada paso, cargado de preguntas incómodas que flotaban como polvo en un rayo de luz matutino.
"¿Por qué este curso es tan largo para hacer un simple puesto de cajero?", disparó el gerente, sus palabras cortando el aire como cuchillos de hielo. La pregunta resonó en la oficina con la misma intensidad que el eco de mis pasos sobre el mármol pulido, mientras mis quince años de experiencia bancaria en Colombia se convertían en susurros inaudibles.
Los trajes elegidos con esmero —armaduras modernas contra la incertidumbre— y mi cabello plateado creaban una paradoja viviente: los clientes me buscaban como si fuera el guardián de secretos financieros, confundiéndome con aquel mismo gerente que había ignorado mi saludo inicial.
En aquel primer día, mientras el reloj avanzaba con una lentitud exasperante, el tiempo se deslizaba pesado, como si cada minuto cayera espeso y dorado, estirándose con la viscosidad de un dulce de maple derramado. Comprendí que la sabiduría no residía en imponer cambios, sino en aprender a danzar al ritmo de esas horas densas, en fluir con ellas en una adaptación silenciosa y consciente. El tiempo, esa sustancia invisible y constante, me recordaba de qué estoy hecho: de paciencia y resistencia, de hilos tejidos con determinación y esperanza, esperando el momento en que todo empiece a fluir con mayor ligereza.
En medio de las rutinas diarias, donde los números parecían cobrar vida propia y los expedientes contaban sus silenciosas historias de deudas, entendí algo fundamental: la inteligencia no era un don exclusivo, sino una herramienta, un escudo, una manera de lidiar con la realidad. Mientras los relojes avanzaban con indiferencia y las paredes absorbían los ecos de tantos sueños frustrados, seguí en equilibrio, intentando comprender el juego mejor que nadie. Pero, con el tiempo, empecé a preguntarme si en realidad había algo que ganar, o si simplemente me estaba desgastando en una partida que no podía controlar.
Códigos y Máquinas: La Danza de los Números
En aquel teatro mecánico, las antiguas máquinas de facturación se alzaban como oráculos caprichosos, exigiendo ofrendas en forma de códigos precisos: cuatro letras, quince dígitos y cifras que debían danzar al compás de una melodía invisible. Mis dedos, acostumbrados a otros ritmos y otras máquinas en tierras lejanas, intentaban seguir esta nueva coreografía con una mezcla de determinación y cautela.
La sucursal era un ecosistema peculiar donde tres jóvenes cajeras —casi niñas ante mis canas prematuras— orquestaban el flujo cotidiano de transacciones. Sin embargo, como en un juego de espejos, los clientes anglófonos e hispanohablantes gravitaban invariablemente hacia mi ventanilla, transformando mi aparente desarraigo en un puente entre mundos.
Las semanas transcurrían como páginas de un libro que se escribía a sí mismo. Mi experiencia y capacidad multilingüe, que al principio parecían notas discordantes en esta sinfonía bancaria, comenzaron a tejer su propia melodía. Las máquinas, con sus códigos enigmáticos y su hambre de números exactos, ya no eran adversarios sino compañeros en esta danza cotidiana.
Entonces, cuando el ciclo de prácticas se acercaba a su fin, el gerente —aquel mismo que había ignorado mi mano extendida en el primer encuentro— me convocó a su santuario. En su oficina, donde el tiempo parecía fluir con diferente densidad, me ofreció un nuevo capítulo: un puesto en la sucursal de Hochelaga, un barrio que susurraba promesas y amenazas en igual medida.
La propuesta flotaba en el aire como una hoja de otoño indecisa, un portal hacia un nuevo laberinto de desafíos que me alejaría de la familiar quietud de Rosemont. Era una invitación a otro acto en esta obra teatral bancaria, donde cada escena prometía ser más intensa que la anterior.
La Tormenta Interior
La sucursal del banco en el barrio de Hochelaga me recibió con la furia de un vendaval ártico. La supervisora, tallada en hielo y prejuicios, apenas se dignó a murmurar instrucciones apresuradas entre el caos de aquella primera mañana. Una voz interior, antigua y sabia, me susurró que para saber si uno tiene alas, hay que lanzarse al vacío. Me encontraba al borde de un abismo familiar, pero esta vez sin red de seguridad, comprendiendo que la supervivencia aquí requeriría más que simple determinación: era el momento de descubrir si podía volar.
Los días se convirtieron en un caleidoscopio de presiones y recriminaciones. Cada movimiento mío era diseccionado bajo miradas inquisidoras, cada gesto analizado como si fuera un espécimen bajo un microscopio hostil. La presión por vender productos financieros se transformó en un collar cada vez más ajustado, mientras antiguos malestares despertaban en mi cuerpo como bestias dormidas.
El período de prueba indefinido pendía sobre mí como una espada de Damocles, su filo afilado por la incertidumbre. Las noches se volvieron un ritual de dudas, donde cada regreso a casa era un ejercicio de voluntad, preguntándome si tendría la fuerza para enfrentar otro amanecer en aquel campo de batalla corporativo.
Frente al espejo de mi apartamento —ese juez implacable de mercurio líquido— contemplaba el mosaico de contradicciones en que me había convertido. Mi reflejo susurraba verdades incómodas: la ley del más fuerte era, en realidad, la máscara que ocultaba una verdad más sutil: el poder de la inteligencia superior.
La revelación llegó como llega el amanecer después de una noche interminable: intentar cambiar a aquellos seres de hielo era una batalla perdida. La verdadera victoria no residía en transformar su naturaleza, sino en elevarme por encima de ella. El respeto, descubrí, no se ganaba con sumisión sino con audacia calculada.
Mientras me preparaba para otra jornada en aquella sucursal de realidades distorsionadas, comprendí que este capítulo de mi vida no trataba sobre ser un faro para otros, sino sobre aprender a navegar en aguas turbias sin perder el rumbo. La inteligencia superior, esa brújula invisible, señalaba un camino diferente: no era cuestión de adaptarse o someterse, sino de trascender, de convertir cada desafío en un peldaño hacia una comprensión más profunda del juego que se desarrollaba en aquellas paredes bancarias.
La tormenta que parecía no tener fin se había convertido en mi maestra más severa, revelándome que la verdadera fuerza no residía en el poder visible, sino en la capacidad de comprender y superar el juego desde dentro, con la astucia de quien ha aprendido a bailar en la oscuridad.
El Espejo del Abismo
La noche se deslizaba lentamente sobre Montreal, cubriendo la ciudad con su manto oscuro cuando me encontré frente al espejo de mi apartamento. El reflejo me devolvía la imagen de un hombre agotado, con esperanzas tan tenues como hilos de niebla al amanecer. El banco, que alguna vez imaginé como un portal hacia un futuro prometedor, se había convertido en una prisión de cristal y acero, donde cada interacción me dejaba un poco más vacío.
Una tarde particularmente cruel, después de una cascada de transacciones fallidas y miradas hostiles, algo se quebró dentro de mí. El peso de los fracasos acumulados en mi travesía canadiense cayó como una avalancha sobre mis hombros. No era solo el desmoronamiento de un trabajo, era el colapso de todo mi mundo construido con ilusiones y sacrificios.
Mi pequeño apartamento, antes refugio, ahora parecía una celda solitaria que testimoniaba en silencio mi derrota. Las paredes, testigos mudos de mis noches de insomnio, parecían acercarse lentamente, como si quisieran atraparme en mi propia desesperación.
Una amiga vino a verme, preocupada por mi estado. Sus palabras de aliento rebotaban en la coraza de desesperanza que me había construido. "Quizás puedas construir algo nuevo", sugirió con voz suave, pero sus palabras sonaban huecas, incapaces de penetrar la niebla de desolación que me envolvía.
Una noche, mientras vagaba por las calles desiertas de la ciudad, el asfalto se ondulaba bajo mis pies como un mar embravecido. Los edificios se inclinaban amenazantes, sus ventanas observándome como ojos acusadores. El cielo nocturno se abrió como un libro antiguo, revelando constelaciones que deletreaban mis miedos en tres idiomas.
El insomnio tejía redes de pensamientos obsesivos, mientras el reloj marcaba horas imposibles. La ciudad dormida me susurraba verdades incómodas: ¿Cuánto tiempo más podría sostener esta farsa? ¿Era este el precio real de perseguir sueños en una tierra que se negaba a adoptarme?
Me encontraba atrapado en un limbo entre dos mundos: el pasado en Colombia se desdibujaba como un sueño lejano, mientras el futuro en Canadá se teñía de tonos cada vez más oscuros. La idea de comenzar de nuevo, de buscar otra dirección, se alzaba ante mí como una montaña imposible de escalar.
Mientras contemplaba la ciudad despertando, sentía esa dualidad que me desgarraba: el peso aplastante de la desesperanza y una última chispa de determinación que se negaba a extinguirse. El agotamiento era innegable; las noches sin dormir y los días de humillaciones constantes habían cobrado su precio. Una parte de mí susurraba que la rendición era la única salida sensata.
Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, una voz terca se negaba a callar. ¿Pero cuánto más podría resistir? Cada amanecer traía consigo la misma pregunta sin respuesta: ¿Era este el final de mi sueño canadiense, o solo otro obstáculo más en un camino que se hacía cada vez más empinado y solitario?
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