Capítulo 17 "El Umbral de un Nuevo Comienzo"

"Memorias de un Salto al Vacío"

"Todos los cambios, incluso los más deseados, acarrean cierta melancolía, porque lo que

dejamos atrás es parte de nosotros mismos. Pero hay que morir en una vida antes de nacer en otra".

La nieve se amontonaba contra mi ventana como si buscara refugio. Como si todos los recuerdos de Montreal se hubieran vuelto blancos esta noche. Los copos caían y caían, tercos, igual que esos pensamientos que te persiguen hasta que amanece. El tiempo aquí es diferente. Se vuelve espeso. Se quiebra como cristal y sus pedazos quedan suspendidos en el aire frío, brillando como estrellas perdidas. A veces creo ver las horas atravesando la oscuridad, dejando rastros de escarcha por donde pasan, como si el tiempo también quisiera dejar su huella en este mundo.


Las mariposas nocturnas vienen todas las noches. Golpean el cristal como si qui quisieran revelarme secretos antiguos. Traen mensajes del otro lado, de ese lugar donde los sueños y la realidad se confunden, donde cada historia tiene mil finales diferentes. Sus alas están escritas con palabras que solo entienden los que han sentido el peso de la eternidad en un instante. O los que han vivido mil vidas en un solo suspiro, que viene a ser lo mismo.

Las veo golpear y golpear el vidrio. Como si quisieran compartir la sabiduría de lo invisible. Como si supieran que aquí adentro también hay alguien que busca respuestas en el silencio de la noche, aunque las preguntas cambien con cada copo de nieve que cae.

Y la nieve sigue cayendo. Y las mariposas siguen golpeando. Y yo sigo aquí, sentado, viendo cómo el invierno de Montreal dibuja nuevos caminos sobre los antiguos, como si cada noche fuera una oportunidad de volver a empezar, de encontrar esa verdad que se esconde entre los copos de nieve y el aleteo de las mariposas nocturnas.


«El tiempo no es una línea recta», me murmuraba ella a través de aquella extraña comunicación que conectaba nuestros universos paralelos, su voz atravesando dimensiones como un hilo de plata en la oscuridad. «Es una danza de espirales que se entrelazan, como los remolinos de arena que danzan eternamente en la Zona del Silencio».


Durante esas noches en que la distancia se desvanecía gracias al hilo invisible de nuestras conversaciones, Ofe  mi novia mexicana solía contarme historias de su tierra. En su voz, la magia y el misterio se entrelazaban, y uno de los relatos que más me cautivó fue el de la Zona del Silencio.


Ella me hablaba desde México, mientras yo la escuchaba desde Montreal, envuelto en una manta contra el frío. «En las entrañas de mi país,» me decía con una cadencia pausada, «se extiende un desierto donde el tiempo y el espacio se entrelazan en una danza caprichosa.»


Y así, me transportaba a ese lugar enigmático donde las ondas de radio se desvanecen en un susurro inaudible y las brújulas giran desorientadas, como almas perdidas en busca de un norte imposible. Las luces misteriosas que surcan el cielo nocturno parecían ser faros de un universo paralelo, mensajes cifrados que solo los valientes se atreven a interpretar.


«Los cactus centinelas,» continuaba, «con sus brazos extendidos hacia el firmamento, custodian secretos milenarios. La arena, que alguna vez fue lecho oceánico, guarda en su vientre fósiles de criaturas prehistóricas, como testimonios silentes de un pasado remoto. En este lugar, el silencio no es ausencia, sino presencia; un manto invisible que envuelve los misterios del desierto.»


Con cada palabra, su voz pintaba paisajes de un mundo desconocido, donde tres figuras de cabello dorado aparecían al crepúsculo, caminando sin dejar huella. «Hablan un español perfecto,» me decía, «pero su origen es un enigma. "Venimos de arriba", dicen, antes de desaparecer en la penumbra.»


Cerraba los ojos y podía ver cada detalle: las caídas de meteoritos frecuentes, los cactus inclinándose hacia un punto cardinal en particular, y la tierra que, según las leyendas, tenía propiedades magnéticas desconocidas.


«En el corazón de este desierto encantado,» concluía, «cada grano de arena, cada roca y cada suspiro del viento cuenta una historia no contada, un eco del realismo mágico que habita en cada rincón de la Zona del Silencio.»


Y así, cada noche, en nuestras conversaciones, ella me permitía viajar a ese mundo de ensueño, llevándome más cerca de su México, aun cuando estábamos a miles de kilómetros de distancia.


Sus palabras tejían realidades alternativas donde el tiempo fluía como agua entre los dedos y los límites entre lo posible y lo imposible se desdibujaban como espejismos en el horizonte del desierto. Cada conversación nuestra era un viaje a través de esos portales invisibles que ella encontraba en los rincones más insospechados del mundo, donde la magia y la realidad bailaban su eterna danza de espirales.


El aroma del café se mezclaba con la caricia helada de la brisa invernal, mientras las palabras de un viejo poema regresaban: "El tiempo no pasa, somos nosotros quienes lo atravesamos". Y allí, entre el vaho de mi respiración sobre el cristal, veía dibujarse mapas de lugares que existían solo en nuestras conversaciones. En Torreón, me contaba, las flores de los cactus florecían exactamente a la medianoche, desprendiendo un resplandor fosforescente que atraía a mariposas transparentes, cuyas alas reflejaban las memorias de quienes las miraban.


Los jueves —siempre los jueves— el cielo de Montreal se teñía de un color que no existe en ningún espectro conocido, como si respondiera a una frecuencia que solo nuestros corazones podían sintonizar. «¿Ves esa tonalidad?», le preguntaba, sabiendo que ella, a dos mil kilómetros de distancia, contemplaba el mismo imposible matiz en su horizonte desértico.


—Hay verdades que solo se pueden contar en el lenguaje de los sueños —me dijo una vez, mientras yo observaba cómo las gotas de lluvia subían desde el suelo hacia las nubes, desafiando no solo la gravedad sino también mi entendimiento de lo posible.


Las calles de Montreal guardaban mis pasos como inscripciones en un pergamino de hielo, cada huella una letra en un alfabeto que solo ella podía leer desde la distancia. En su jardín de Torreón, los cactus habían comenzado a murmurar mis palabras en las noches de luna llena, transformando nuestras conversaciones en espinas que florecían en rosas de cristal.

Cierta vez me miró a través de la pantalla con esa profundidad que hacía que las distancias parecieran insignificantes. —Sabes —dijo con voz suave—, cada transformación, aunque anhelada, lleva consigo un toque de melancolía, pues lo que dejamos atrás es una parte de nuestro ser. Sin embargo, es necesario despedirnos de una vida para poder nacer en otra.


Como escribió García Márquez: "La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado". Pero en nuestro caso, el pasado era un lienzo en blanco donde pintábamos futuros con pinceles hechos de añoranza y esperanza.


Una mariposa particular —la más grande, con alas que parecían hechas de hielo y fuego— golpeó tres veces el cristal antes de disolverse en un remolino de luz. Fue entonces cuando comprendí que el amor, como los fenómenos inexplicables de la Zona del Silencio, no necesitaba explicación, solo fe. Y mientras la nieve seguía cayendo hacia arriba, reescribiendo las leyes de la física con cada copo, su voz atravesaba el teléfono como un hilo de luz en la oscuridad: «¿Sabes? Los cactus han comenzado a florecer en dirección a Montreal».


“¿Estás seguro de dejarlo todo?”, me preguntó una noche, con ese tono que era mitad incredulidad, mitad ilusión. Y aunque no tenía todas las respuestas, le respondí con la convicción que sentía en el pecho: “No se trata de dejarlo todo, sino de comenzar algo nuevo contigo”.


Así, nuestras palabras dibujaron un futuro compartido. Dejamos que el sueño creciera, regado con planes y promesas, hasta que Monterrey dejó de ser un punto en el mapa para convertirse en el lugar donde nuestros caminos convergerían. Mi intención siempre estuvo clara: no sólo ir hacia ella, sino ir con ella, hacia una vida que aún no existía, pero que ambos estábamos dispuestos a construir.


En la quietud de mi apartamento en Montreal, las sombras danzan en las paredes como bailarinas de un teatro de sueños. Los susurros de eternidad se filtran por las rendijas del edificio, mientras contemplo la inmensidad del futuro que se despliega ante mí como un manuscrito en blanco. La decisión que está por marcar mi destino no es solo mía; pertenece también a los momentos que compartimos en aquella breve pero intensa semana, dejando huellas de luz en la memoria del tiempo.


Las noches se han vuelto un lienzo donde los recuerdos y las premoniciones se entrelazan como amantes furtivos. Mi corazón, ese órgano rebelde que late con ritmo de bolero antiguo, se ha convertido en una brújula que señala hacia un sur magnético donde ella espera, rodeada de buganvilias que florecen en pleno invierno y colibríes que desafían las leyes de la distancia.


Los días se deslizan como gotas de aguanieve por los ventanales. Hoy no es momento de decisiones; la fatiga de este largo viaje interior ha dejado su huella en cada pliegue del alma. El cansancio me envuelve como la niebla que sube del río San Lorenzo, mientras las estrellas —esas ancianas sabias del firmamento— guardan silencio cómplice ante mi metamorfosis.


En este intervalo entre el ayer y el mañana, donde las certezas se desvanecen como las huellas en la nieve fresca, he aprendido que algunas decisiones se toman con el corazón antes de que la mente las comprenda. Hay que morir en una vida antes de nacer en otra, y aquí estoy, en este limbo helado entre dos mundos, mientras las auroras boreales tejen patrones de destino en el cielo nocturno.


Mañana, cuando el sol ilumine los tejados blancos con su luz oblicua, me sentaré a tejer el futuro con los hilos del deseo y la razón. La vida que construí en Montreal se despliega ante mí como un abanico de momentos cristalizados en hielo, cada uno brillando con la intensidad de las despedidas inminentes.


Mi determinación de transformar esta existencia crece como una enredadera mágica que florece en la oscuridad. Es el momento de desprenderme de la vieja piel, de emerger renovado como las salamandras que danzan en el fuego sin consumirse, desafiando el frío que ha sido mi compañero durante tanto tiempo. Pasado mañana, cuando la neblina de la indecisión se disipe como el rocío ante el primer rayo de sol, sabré que estoy listo para cruzar el umbral hacia ese territorio donde lo extraordinario y lo cotidiano se funden en un abrazo eterno.


En el silencio de esta noche montrealense, mientras las alas del tiempo rozan la oscuridad del alma y mi corazón frágil late su ritmo ancestral, comprendo que algunas decisiones son en realidad destinos que nos alcanzan, vestidos con el ropaje de la elección. Y en ese entendimiento, encuentra mi espíritu la paz necesaria para abrazar lo inevitable, lo maravilloso, lo transformador.


Mientras la ciudad duerme bajo su manto de nieve, las verdades emergen como cristales de hielo en mi ventana. Supe, en esta noche de revelaciones, que ser amado no es nada, pero amar lo es todo: un fuego que consume sin quemar, que ilumina hasta las sombras más hondas de este apartamento en Montreal. Y cuanto más contemplo la vida desde estas alturas nevadas, más descubro que la felicidad verdadera no se teje con monedas ni coronas, sino con los hilos invisibles del sentimiento que atraviesan océanos y pantallas.


—Amor, escucha —dijo con esa voz suya que siempre sabe encontrar calma incluso en medio de mis tormentas—. Sé que piensas que vivimos en mundos distintos, que hay un abismo entre lo que soy y lo que crees ser, pero déjame decirte algo: esos abismos no existen. No entre tú y yo.


Hizo una pausa, el reflejo de la lámpara dibujando una aureola de luz en su cabello oscuro. Sus palabras llegaban con la suavidad de quien ha aprendido a ver más allá de las apariencias, como si cada frase llevara el peso exacto de una verdad que yo aún no podía entender del todo.


—El dinero, los títulos, las etiquetas... nada de eso importa cuando pienso en nosotros. ¿Sabes lo que veo cuando te miro? No veo tus dudas ni tus comparaciones; veo al hombre que me hace reír con su ingenio, al que me escucha incluso cuando no sé cómo expresar lo que siento, al que ha aprendido a leerme mejor que yo misma.


Levantó la mirada, y en sus ojos había una ternura que me sostuvo como un hilo invisible.


—¿Sabes cuántas personas con grandes títulos y trajes impecables no saben lo que es eso? Lo que tú y yo tenemos no puede medirse en monedas ni en cargos de oficina. Tú me completas no por lo que haces o dejas de hacer, sino por lo que eres. Y eso, amor mío, vale más que cualquier cosa que pueda comprar el mundo.


Al decir esto, su mano buscó la mía, entrelazándola con la misma naturalidad con la que el río encuentra su camino al mar.


—No quiero que te compares conmigo. No quiero que cargues con ese peso. Si algo me enseñó la vida es que las diferencias no nos separan, nos enriquecen. Así que deja de mirar lo que crees que te falta y empieza a mirar lo que ya tienes... lo que ya somos.


Sus palabras resonaron en mí como un bálsamo, deshaciendo poco a poco los nudos de inseguridad que yo mismo había tejido. En ese momento, entendí que no éramos tan distintos como había creído, y que nuestras diferencias no eran grietas, sino raíces entrelazadas, sosteniéndonos firmes frente a cualquier tempestad.


*Siento las paredes de mi habitación como un caparazón protector contra el caos exterior. Mientras observo los rayos de sol filtrarse por las cortinas, reflexiono sobre la fragilidad de mi existencia y la gran decisión que estoy a punto de tomar.


Mi vida ha sido un lienzo pintado con trazos de alegría y tristeza, sueños cumplidos y esperanzas rotas. Una acumulación de pequeños momentos que han dado forma a quien soy hoy. En este instante crucial, la incertidumbre se entrelaza con la emoción, y el peso de mis experiencias pasadas influye en mis pensamientos.


Sin embargo, en medio de este desfile de emociones, la única constante es mi propia percepción de mí mismo, un centro de conciencia que, a pesar de las tormentas exteriores, sigue siendo inalterable. Esta esencia, esta parte inmutable de mi ser, es la que me guiará en la decisión que estoy a punto de tomar.


La dicha, medito, habita en los corazones que laten sin cadenas, que aman sin medidas ni condiciones. Como los árboles del Mont Royal que extienden sus ramas heladas al cielo, sin cuestionarse si la primavera volverá. El amor es una danza de deseos domados por la sabiduría, un latido que no exige poseer, sino simplemente ser.


Cuando el viento helado me murmura: "¿Le temes a algo?", respondo con honestidad: "Sí, a volver a amar con todo mi ser y quedarme otra vez con ese amor colgando de mis manos, como un rumor que nadie escucha." Pero en esta noche montrealense, donde las salamandras danzan en el fuego de mi determinación, comprendo que ese miedo es también el portal hacia la más profunda valentía.


Hubo días en que amé tanto que mi corazón se tornó vasto como un océano, agitado por mareas invisibles. A veces, ese amor rebosaba en olas dulces que besaban la orilla; otras, se desbordaba en tormentas que arrasaban la calma. Pero siempre estaba ahí, constante, eterno, como el runrún de las hojas cuando el viento les recuerda su danza antigua.


Aprendí que el amor nunca es un desperdicio. Aun cuando nadie lo reciba, sigue siendo un regalo que transforma a quien lo ofrece. La dicha no habita en la correspondencia, sino en la plenitud del acto de amar. Es como sembrar semillas en un campo lejano: tal vez nunca veas sus frutos, pero el simple hecho de sembrar ya ha dado sentido a la tierra.


Mientras me preparo para dar este paso trascendental, me aferro a esta verdad: soy más que mis decisiones, más que mis éxitos o fracasos. Soy esa conciencia constante que observa, siente y experimenta. Y con esa certeza, me dispongo a enfrentar el futuro, recordando que el mundo al revés nos enseña a padecer la realidad en lugar de cambiarla, a olvidar el pasado en lugar de escucharlo y a aceptar el futuro en lugar de imaginarlo.


Pero yo elijo cambiar mi realidad, escuchar mi pasado e imaginar mi futuro. En esta noche donde las luces de la ciudad parpadean como estrellas terrestres, me dispongo a abrazar mi decisión. Consciente de que el amor y la valentía son las llaves que abren las puertas del corazón, incluso aquellas que la vida ha intentado cerrar con cerrojos de amargura, me preparo para dar el siguiente paso en mi viaje personal.


Esta decisión, sea cual sea, se entretejera en la tela de mi existencia, convirtiéndose en otro de esos momentos definitorios. Y aunque no sé si será una fuente de felicidad o de tristeza, si cumplirá mis expectativas o se convertirá en otro sueño roto, sé que seguiré siendo yo mismo. Mi esencia permanecerá intacta, lista para afrontar lo que venga, sea cual sea el camino que elija.

El Guardián de las Decisiones

En la penumbra de un atardecer que se desvanecía como un suspiro, el "Parque Jarry" se alzaba majestuoso, sus árboles centenarios guardando secretos de épocas olvidadas. Fue allí, hace diez años, donde el destino tejió los hilos que me unirían a "Nereus", un ser etéreo que parecía haber brotado de la tierra misma.

El aire fresco acariciaba mi rostro mientras mis pasos me llevaban por senderos serpenteantes. Los rayos del sol, como dedos dorados, se colaban entre las hojas creando un baile de luz y sombra sobre el suelo. Y entonces, como si el bosque lo hubiera conjurado, Nereus apareció.

Sus ojos, pozos de sabiduría antigua, me miraron con una intensidad que traspasaba el alma. Su voz, cuando me habló por primera vez, resonó con un timbre que parecía provenir de las profundidades de la tierra. Desde ese momento, nuestros encuentros se convirtieron en un ritual sagrado, bendecido por los árboles que nos rodeaban.

Junto al lago del parque, cuya superficie a veces se tornaba en un espejo de futuros posibles, Nereus desentrañaba mis dudas. Sus palabras fluían como ríos de claridad, y el tiempo parecía detenerse, transformando el parque en un reino de infinitas posibilidades.

Pero fue una tarde, años después, cuando la duda me acorralaba como un perro rabioso, que busqué a Nereus en su morada. La ciudad yacía quieta, sus murmullos como lamentos arrastrados por el viento helado. La puerta de su casa, vieja y cicatrizada por el tiempo, se abrió sin que nadie la empujara.

Adentro, el silencio era denso, cargado de palabras nunca pronunciadas. Nereus, inmóvil en su sillón, parecía llevar siglos esperando mi llegada. Su rostro, un mapa de arrugas profundas, guardaba los secretos del universo.

"Las decisiones", dijo, sus ojos grises sosteniendo el peso de mil cielos, "no se toman, se descubren. Siempre han estado ahí, como piedras en el camino. Solo hace falta agacharse y recogerlas."

El lugar parecía cobrar vida. Los estantes crujían, ansiosos por compartir sus historias. Un reloj sin manecillas marcaba un tiempo ajeno a este mundo. La luz que se filtraba por la ventana teñía todo de una nostalgia inexplicable.

Nereus me ofreció un café cuyo aroma evocaba imágenes de campos secos y árboles retorcidos por el viento. Sus palabras caían como gotas de lluvia en tierra reseca, absorbidas antes de que pudiera procesarlas del todo.

"No hay caminos correctos", me dijo al despedirme, "solo senderos que llevan al mismo final. Y en cada paso, el corazón sabe lo que la razón no se atreve a aceptar."

Al salir, la nieve caía suavemente, borrando mis huellas. El frío parecía menos hostil, como si el aire mismo hubiera escuchado a Nereus y quisiera transmitir su calma. Sus palabras seguían resonando en mi mente, no como un eco, sino como un río que, aunque lejano, no dejaba de fluir.

Caminé sin rumbo, dejando que mis pasos fueran guiados por un impulso que no entendía. El viento traía consigo una melodía lejana, quizás de alguna guitarra o de un recuerdo enterrado. Me senté en una banca cubierta de nieve, y las palabras de Nereus volvieron a mí con la claridad de una verdad innegable.

"Cambiar", había dicho, "no es volverse otro. Es regresar a lo que siempre has sido, pero que el miedo, la rutina o el peso del tiempo te habían hecho olvidar."

Esa noche, mientras la nieve seguía cayendo y el mundo parecía detenerse bajo su manto blanco, comprendí que el verdadero guardián de las decisiones no era Nereus, ni el destino, ni el tiempo. Era yo, en la soledad de mis pasos, y en la certeza de que, aunque los caminos fueran inciertos, siempre estaría en casa mientras siguiera avanzando.

Queridos amigos,

Al concluir este capítulo, quiero agradecerles por ser parte de mi vida y acompañarme en este viaje. Les invito a leer estas páginas con cariño y a compartir sus pensamientos, anécdotas y reflexiones con sus familias y amistades. Sus historias enriquecen las mías, y nada me haría más feliz que saber que estas memorias les han tocado de alguna manera. Con todo mi afecto,

Abelardo Salazar

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