No 11 «Memorias de un Corazón Migrante: Sombras y distancias»
El tiempo se escurría como arena entre los dedos de un reloj oculto mientras laboraba en las entrañas de un edificio bancario, tres pisos bajo el ritmo de la ciudad. En ese refugio de alta seguridad, donde los dígitos danzaban en un ballet constante sobre pantallas luminosas, me veía como un monje contemporáneo en un claustro de hormigón y metal. El año 1996 se desdoblaban sus jornadas como hojas de un diario aún por escribir, y a mis cuarenta y cuatro años, la soledad empezaba a urdir su telaraña invisible en torno a mi ser.
Cada día, los ecos del mundo exterior eran apenas un susurro lejano, filtrado a través de gruesas paredes de hormigón. Mi vida transcurría en un ciclo monótono de cifras y cálculos, como si cada operación numérica fuera un rezo en un ritual interminable. Los relámpagos de luz verde de los monitores eran los únicos destellos en mi existencia grisácea, iluminando fugazmente el rostro de una vida que se desvanecía en la rutina.
Me encontraba rodeado de un silencio ensordecedor, roto solo por el zumbido constante de las máquinas y el ocasional tintineo de las teclas. En ese santuario subterráneo, la noción del tiempo se distorsionaba, y cada jornada se fusionaba con la siguiente, sin apenas dejar rastro. La soledad no era un visitante inesperado, sino una compañera constante, tejiendo su red sin prisa pero sin pausa, atrapando mis pensamientos en una maraña invisible.
A veces, me asomaba al borde de mis pensamientos y miraba hacia arriba, imaginando el bullicio de la ciudad tres pisos más arriba. Pero incluso esos breves instantes de ensoñación eran efímeros, rápidamente absorbidos por la implacable corriente de números y datos que llenaban mi mente. Era como si el búnker no solo albergara mi cuerpo, sino también mi espíritu, manteniéndome atrapado en una danza perpetua de cifras y soledad.
Y así, en aquel año de 1996, mientras el mundo seguía su curso sobre mi cabeza, yo continuaba mi vigilia solitaria, un monje en su celda de concreto, esperando el día en que quizás, alguna vez, pudiera romper las cadenas invisibles que me retenían en el corazón de la tierra.
Era una soledad peculiar, nacida en las entrañas de un edificio donde, paradójicamente, millones de transacciones conectaban vidas y destinos, mientras yo permanecía aislado en mi rutina subterránea, contando el tiempo en parpadeos de pantallas y el suave zumbido de los sistemas de ventilación. Los pasillos del banco se habían convertido en mi laberinto personal, donde la rutina marcaba el compás de mis días con la precisión de un cronómetro implacable, mientras la vida, allá arriba, continuaba su curso sin prisa pero sin pausa. Me recordaba a aquellas telarañas de mi infancia colombiana que atrapaban el rocío del amanecer entre sus hilos plateados, hermosas pero frágiles, brillantes pero efímeras.
Era en las tardes de domingo cuando esta soledad revelaba su rostro más cruel, transformándose en una sombra alargada que invadía cada rincón de mi pequeño apartamento. El silencio se volvía tan denso que parecía tener forma propia, como si pudiese tocarlo o cortarlo con un cuchillo, y cada golpe del reloj se convertía en una punzada que medía no el tiempo que pasaba, sino el vacío que dejaba tras de sí. Desde mi ventana, la quietud de la calle solo hacía eco de mi propio aislamiento, una quietud que no traía paz, sino una melancolía que calaba hasta los huesos.
Dicen que los corazones solitarios atraen a las mariposas nocturnas, esas que cargan mensajes ocultos en el suave misterio de sus alas. Quizás por eso, cada noche, una mariposa azul encontraba mi ventana como si hubiese leído en las estrellas el camino hacia mí. Sus alas titilaban con la tenue luz de la luna, reflejando destellos que parecían fragmentos de cielo extraviado. La veía llegar puntualmente a las nueve, justo cuando las campanadas del reloj de la catedral rompían la quietud de la noche. Aquellos sonidos se derramaban en el aire como gotas de un río detenido, llenando el espacio de una melancolía que parecía eterna.
En esos momentos, al observar su delicada danza contra el cristal, sentía que el tiempo se doblaba sobre sí mismo. La mariposa, con su vuelo errático y su brillo efímero, me traía destellos de un pasado que nunca terminaba de irse, de una infancia lejana que aún habitaba en algún rincón de mi memoria. Pero también era un recordatorio sutil de que, incluso en la soledad más profunda, algo o alguien siempre encuentra el camino hacia nosotros.
Las tardes de domingo y las noches de la mariposa azul se entrelazaban en mi mente como dos caras de una misma moneda. Por un lado, la pesadez de la ausencia, de estar lejos de todo lo que me definió alguna vez. Por otro, la certeza de que, aun en el exilio, la vida siempre encuentra una forma de recordarnos que todavía late dentro de nosotros. Y así, la soledad, aunque amarga, se transformaba en una especie de pausa, un lugar donde podía escucharme, donde podía descubrir que la distancia no siempre es una pérdida, sino a veces un eco necesario para hallar nuestro propio sonido.
—La soledad es un espejo que refleja nuestro verdadero yo —me dije una noche, mientras observaba la mariposa azul —. Quizás sea hora de aprender a abrazar mi reflejo.
Mientras la mariposa azul seguía visitando mi ventana cada noche, mis pensamientos volaban inevitablemente hacia Marie-Andrée, cuyo nombre parecía danzar en el aire como delicadas flores de primavera, dejando tras de sí una estela de fragancia que llenaba mis días de melancolía y esperanza. Su presencia en mi vida había sido como esos momentos mágicos en los que el sol y la lluvia coinciden, creando arcoíris tan efímeros que desaparecen antes de que puedas señalarlos.
Pero bajo esa magia había un dolor profundo, una ausencia que resonaba en su mirada y en su andar. La muerte de su hijo Sami había creado un vacío tan insondable que parecía doblar el espacio y el tiempo a su alrededor. En su casa, los relojes seguían marcando las horas, pero el tiempo se había detenido en aquel fatídico día. Los objetos de Sami permanecían intactos, suspendidos en un eterno presente, como si el universo contuviera la respiración esperando su regreso. Las fotografías en las paredes, imbuidas de una vitalidad inquietante, parecían cobrar vida cuando nadie las miraba. Algunos vecinos juraban escuchar risas infantiles provenientes de su habitación vacía en las madrugadas, como si su espíritu juguetón se resistiera a abandonar el mundo que una vez llenó de alegría.
Sabri, su hijo menor, se había convertido en un guardián feroz de aquellos recuerdos, custodiando el dolor de su madre con una fiereza que parecía heredada de siglos de resiliencia ancestral. Sus ojos, dos obsesiones pulidas por el tiempo, me atravesaban cada vez que me acercaba, como si pudiera descifrar en mi alma intenciones que ni yo mismo lograba entender. En su mirada, el amor y el recelo se entretejían como hilos de oro y acero, marcando la frontera invisible que protegía el mundo interior de su familia.
En nuestros últimos encuentros, el silencio entre Marie-Andrée y yo se había vuelto tan espeso que podíamos sentir las palabras no dichas flotando en el aire, como luciérnagas moribundas buscando un último destello. Ella se deslizaba por los días como una sombra de sí misma, llevando su dolor como un manto invisible que solo yo parecía ver. En su sonrisa ausente y en sus pausas prolongadas al hablar, encontraba la confirmación de que el duelo había plantado raíces profundas, tan profundas que arrancarlas podría significar el colapso de todo lo que quedaba de su mundo.
Una tarde, mientras compartíamos un café que se enfriaba sin ser bebido, comprendí que hay amores que son como las estaciones: necesarios, hermosos, pero destinados a cambiar. El dolor de Marie-Andrée era como esos antiguos árboles cuyos troncos rugosos cuentan historias de siglos; árboles que han echado raíces tan hondas que intentar arrancarlos sería destruir todo el jardín que los rodea. Y yo, en mi soledad de emigrante, no era más que un jardinero accidental, intentando cuidar flores en un terreno sagrado que no me pertenecía.
Esa noche, cuando la mariposa azul volvió a posarse en mi ventana, sus alas brillaban más que nunca, como si me recordara que incluso en las sombras más profundas, la luz encuentra la forma de filtrar su magia.
Marie-Andrée había sido más que una amiga; fue mi brújula en un país donde las estaciones parecían hablar un idioma diferente al que yo conocía. Sus gestos de bondad florecían como girasoles en medio del invierno quebequense, desafiando la lógica del clima y del tiempo. Me enseñó a pronunciar palabras en francés que se derretían como caramelos en mi lengua extranjera, mientras sus ojos brillaban con la paciencia de quien comprende el valor de cada sílaba conquistada.
En aquellos primeros meses, cuando el frío se colaba bajo mi piel como agujas de hielo, apareció con un abrigo que había pertenecido a su hijo Sami. "Las prendas guardan el calor de quienes las usaron", dijo, y juro que en aquella tela sentía un abrazo invisible, un calor que no era mío, pero que me acogía. Aquel gesto sencillo, cargado de significado, fue como un puente entre su mundo quebrado y mi propia incertidumbre, una conexión que me sostuvo cuando el peso del desarraigo se hacía insoportable.
Fue ella quien, con infinita paciencia, desentrañó para mí los misterios de la burocracia canadiense. Los formularios intimidantes, llenos de términos que se deslizaban por mi comprensión como agua entre los dedos, se convirtieron en acertijos que resolvíamos juntos en la mesa de su cocina. Sus contactos en el banco, tejidos con la delicadeza de quien sabe construir relaciones humanas, se transformaron en puertas que se abrían de manera casi milagrosa. Con su ayuda, cada obstáculo que enfrentaba se desvanecía como si el universo conspirara para darme un respiro en medio de mi lucha.
En su hogar, el aroma del café mezclado con canela y las conversaciones infinitas parecían borrar las fronteras entre nuestras historias. Marie-Andrée cocinaba con una alquimia que mezclaba los sabores de mi tierra con ingredientes quebequenses, creando algo único, algo que sabía a hogar y a promesas de nuevos comienzos. Allí, aprendí que la nostalgia podía tener el sabor reconfortante de pan recién horneado, ese que se comparte bajo la luz tenue de una lámpara mientras las estrellas observan curiosas desde las ventanas.
Durante los fines de semana, cuando la soledad amenazaba con devorarme como un lobo hambriento, su casa se transformaba en un refugio donde las horas pasaban al ritmo de música francesa, risas y pequeñas complicidades. En su jardín, las flores parecían bailar a su paso, y los pájaros, como si estuvieran en sintonía con su espíritu, modificaban sus cantos para armonizar con su presencia. Todo parecía cobrar vida alrededor de ella, como si el universo se reconfigurara ligeramente para hacerle justicia.
Pero fue en los momentos más oscuros, cuando la duda se enroscaba en mi pecho como un animal astuto, que su verdadera magia se revelaba. "Los árboles más fuertes son los que han sido trasplantados, porque aprenden a echar raíces dos veces", me dijo una vez mientras sus manos, siempre serenas, envolvían las mías en un gesto de consuelo. Sus palabras no eran solo consuelo, eran semillas que plantaba en mi interior, pequeñas pero resilientes, capaces de germinar en los terrenos más áridos.
Cada noche, mientras la mariposa azul volvía a posarse en mi ventana, sus alas brillaban con un fulgor renovado, como si reflejaran no solo la luz de la luna, sino también la esperanza que Marie-Andrée había logrado sembrar en mí. En ese destello fugaz, entendí que, aunque las raíces de mi pasado estaban lejos, las nuevas que echaba en esta tierra no solo me sostenían, sino que me conectaban con un futuro que poco a poco comenzaba a vislumbrar.
"El Eco de la Soledad: Luceros en la Penumbra"
Marie-Andrée había sido más que una amiga; fue mi brújula en un país donde las estaciones hablaban un idioma desconocido para mí. Sus gestos de bondad, como girasoles desafiando el invierno, iluminaban los días grises de mi adaptación. En su compañía, descubrí que la soledad del emigrante puede encontrar tregua en el calor de una amistad sincera, esa que se construye con pequeños actos de generosidad: un abrigo que guarda historias, una palabra de aliento que siembra raíces donde antes solo había incertidumbre.
Pero, a pesar de su presencia luminosa, había noches en las que la soledad seguía envolviéndome como una manta pesada. En el silencio de mi apartamento, mientras la ciudad dormía bajo la niebla, reflexionaba sobre las ausencias que llenaban mi vida. La rutina en el banco, aunque estable, dejaba huecos que ninguna ocupación podía llenar. Era una sensación de vacío que no lograba definir del todo, como un eco persistente de algo que faltaba, de alguien con quien compartir el peso y la belleza de mi travesía.
Recuerdo una tarde particularmente fría, cuando las luces de los faroles parecían custodiar secretos que el viento se llevaba consigo. Mientras caminaba hacia casa, una pregunta me golpeaba con la fuerza de un río que arrastra todo a su paso: ¿Cómo sería no caminar solo por estas calles? La soledad, con su dualidad de abrigo y asfixia, me hacía imaginar una mirada compartida, un abrazo que hiciera más llevaderos los inviernos interminables, una presencia que transformara la monotonía en una sinfonía de dos voces entrelazadas.
Marie-Andrée, con su espíritu incansable, llenaba muchos de esos vacíos, pero incluso su calidez no podía aplacar del todo el deseo de construir algo más profundo, algo que no se limitara a la amistad. A menudo, me decía: "Los árboles más fuertes son los que han sido trasplantados", y yo entendía el consuelo que intentaba ofrecerme. Sin embargo, en mi interior sabía que un árbol no sólo busca echar raíces; también necesita un entorno que le permita florecer.
Una noche, mientras las hojas caídas susurraban bajo mis pasos en el parque, levanté la vista hacia las estrellas. Su lejana indiferencia me pareció un espejo de mis propios anhelos, y me pregunté si, en algún rincón del mundo, alguien más estaría mirando ese mismo cielo con la misma mezcla de esperanza y vacío. Entonces, como si el universo respondiera a mi introspección, una luciérnaga solitaria cruzó la penumbra, recordándome que incluso en la noche más cerrada, siempre hay una chispa que nos devuelve la fe.
El año 1998 se había convertido en un mosaico de emociones. En mis 46 años recién cumplidos, sentía que estaba en el umbral de algo nuevo, pero también de algo que aún no sabía cómo definir. Mi vida hasta entonces había sido un río, a veces manso, a veces turbulento, pero siempre avanzando. Sin embargo, ahora deseaba construir algo más permanente, algo que no se llevara la corriente.
Marie-Andrée, con su paciencia infinita y su capacidad de convertir cada obstáculo en un simple acertijo, me había enseñado mucho sobre la resiliencia y la generosidad. Pero mi corazón seguía siendo un nómada, un buscador eterno de hogar. Y en esas noches de introspección bajo el cielo estrellado, comprendí que mi búsqueda no se trataba de llenar un vacío, sino de compartir la plenitud de lo que soy.
Quizá mi historia necesitaba esa melodía que completara mi canción, ese otro par de manos que recogiera conmigo las hojas caídas de este año que se apagaba. Como el amanecer, que siempre llega aunque a veces tardemos en verlo, creía que el amor no era una búsqueda desesperada, sino un encuentro inevitable, un punto de luz en medio de la penumbra.
Así que aquí estoy, entre las sombras y las luces de un capítulo que se cierra, latiendo todavía. Porque, aunque duela, aunque pese, aún sé cómo latir. Y mientras tanto, espero. Porque sé que incluso los inviernos más crudos guardan en su corazón la promesa de una primavera.
La noche ha caído completamente, y con ella, la ciudad parece haber exhalado un suspiro de calma que envuelve todo a su paso. A través de la ventana, la penumbra se filtra como un río sereno, salpicado por las luces titilantes de las estrellas que adornan el cielo. En este rincón de mi vida, encuentro refugio en la soledad de la noche, un espacio en el que los pensamientos fluyen sin barreras, como un arroyo liberado de su cauce.
El aroma del café recién hecho se mezcla con el olor terroso de los libros que habitan mi estantería, silenciosos testigos de mis jornadas solitarias. Entre sus páginas, las palabras de Gabriel García Márquez y Hermann Hesse me ofrecen un consuelo extraño, como si fuesen antiguos amigos que han venido a visitarme en esta hora de introspección. Macondo, con sus lluvias interminables y su magia cotidiana, parece tan real como esta habitación; y en las palabras de Hesse, encuentro un eco de mi propia travesía: "La verdadera profesión de un hombre es encontrar el camino hacia sí mismo."
Me pierdo en esa idea, en la búsqueda incesante de sentido que ha marcado mi vida, especialmente en este nuevo país. Cada experiencia, por trivial que parezca, se siente como una pincelada en el lienzo de mi existencia, un trazo que, aunque incompleto, lleva consigo la promesa de algo más grande. Pienso en los días que he pasado aquí, en los inviernos crueles que se filtran hasta los huesos y en las pequeñas alegrías que, como luciérnagas, iluminan brevemente la oscuridad: una taza de café compartida, una sonrisa inesperada, una melodía que resuena con fuerza en el corazón.
En este momento, el silencio no es vacío, sino plenitud. Dejó que la música distante, apenas un murmullo, me envuelva. Es una melodía familiar, aunque no logro recordar de dónde proviene. Sin embargo, no importa, porque las notas despiertan algo profundo en mí, una mezcla de nostalgia y esperanza que no puedo explicar del todo. En ellas, hay un eco de risas pasadas y lágrimas contenidas, de sueños que aún esperan su momento para florecer.
Cierro los ojos, dejando que mis recuerdos me lleven a través del tiempo. Cada imagen, cada emoción, se entrelaza con el presente en una danza que trasciende las barreras de los años. El parque en otoño, las hojas susurrando secretos bajo mis pies; las noches de invierno, cuando la nieve parecía devorar los sonidos de la ciudad; los veranos fugaces, cargados de promesas que siempre parecían escaparse como arena entre los dedos. Todo ello forma parte de mí, de este cuadro en constante creación que es mi vida.
Y en medio de esta introspección, siento una chispa de gratitud por las noches como esta, donde la melancolía se convierte en un recordatorio de lo vivido, y los sueños por realizar parecen más alcanzables. Porque, al final, la vida no es un destino, sino una serie de momentos, de pinceladas que juntos componen el cuadro completo. Quizás no tengo todas las respuestas, pero mientras pueda cerrar los ojos y dejar que los recuerdos y las esperanzas me abracen, sé que aún estoy vivo. Aún estoy aquí, latiendo con fuerza, listo para enfrentar otro amanecer.
Abro los ojos, y la oscuridad ya no parece tan cerrada. En algún lugar, una luciérnaga brilla, y con ella, la promesa de que incluso en las noches más largas, siempre habrá un destello de luz esperándome.
Ventanas digitales al mundo
Era el inicio de los años noventa y cinco cuando, en medio de una vida marcada por la rutina y un silencio que parecía eterno, algo nuevo llegó a mi mundo: el internet. No llegó con fanfarrias ni anuncios, sino como un susurro en el aire, un concepto misterioso que prometía conexiones más allá de las fronteras físicas. En ese entonces, yo no sabía nada de cables ni de pantallas, pero sentí en mi interior una intuición, un llamado que no pude ignorar.
Con ahorros modestos y un entusiasmo temeroso, me compré mi primer computador: un i486. Ese aparato, de apariencia robusta y algo tosca, se convirtió en un portal a lo desconocido. Su carcasa beige no era más que una fachada para un universo lleno de posibilidades, y aunque hoy sería considerado una reliquia, en ese momento era, para mí, una máquina mágica. Recuerdo con claridad los sonidos de su arranque: un zumbido suave, el crujido del disco duro despertando, y el peculiar canto del módem al conectarse. Aquel chirrido metálico, tan característico de los inicios de internet, me hacía sentir como si estuviera estableciendo contacto con otro mundo.
Mi pequeño apartamento en Montreal, que hasta entonces había sido un espacio de refugio y silencio, pronto se llenó de nueva vida. Las teclas resonaban con cada pensamiento plasmado en palabras, mientras la pantalla parpadeante iluminaba mis noches. El internet se desplegó ante mí como un territorio virgen, un océano inexplorado que prometía encuentros, aprendizajes y conexiones. ICQ, NetMeeting y Freetel (programas de chat) se convirtieron en nombres familiares, compañeros de mis primeras exploraciones digitales.
Una noche, mientras el viento invernal golpeaba las ventanas de mi apartamento, entablé mi primera conversación internacional. La pantalla mostró un mensaje sencillo pero lleno de calidez: «Hola, ¿qué haces despierto tan tarde?». Venía de Ofelia, una mujer desde Mexico, alguien que hasta ese momento era solo un nombre en un mar de usuarios anónimos. Pero en esas palabras sentí algo que había estado buscando sin saberlo: la cercanía, la chispa de una conexión humana en medio de la distancia.
Con Ofelia, y con otros que vinieron después, las horas frente al computador dejaron de ser solitarias. Nuestras conversaciones fluían sin esfuerzo, como si los kilómetros que nos separaban se desvanecieran con cada palabra escrita. Había risas, confidencias, sueños compartidos en la quietud de la noche. Recuerdo sonreír frente a la pantalla, a menudo riendo en voz alta, mientras respondía mensajes que llegaban cargados de humanidad y calidez. Era una experiencia transformadora, como si aquellas interacciones me devolvieran una parte de mí que había estado perdida.
El internet no fue simplemente una herramienta para mí; fue un renacimiento. A través de esas conexiones digitales, comencé a redescubrirme. Cada conversación era un espejo que reflejaba no solo quién era, sino quién podía llegar a ser. Era un puente entre mi presente y un futuro lleno de posibilidades, un recordatorio de que, incluso en la soledad, nunca estamos verdaderamente aislados.
Gracias a mi computador i486, ese humilde compañero, pude escuchar las risas de mis amigos en Bogotá, sentir la ternura de mi madre en una llamada que ya no se interrumpía, y conocer historias de lugares que antes solo había visto en mapas. Mis raíces, que habían permanecido enterradas en los recuerdos de mi tierra natal, comenzaron a extenderse hacia nuevas tierras, encontrando su lugar en un mundo digital que estaba apenas empezando a definirse.
Hoy, al mirar atrás, entiendo que aquel computador era mucho más que un objeto. Era una promesa, una ventana abierta al mundo y, al mismo tiempo, un espejo que me permitió mirar hacia adentro. A veces, esas ventanas digitales no solo nos conectan con otros, sino que también nos ayudan a descubrir quiénes somos y a imaginar todo lo que aún podemos ser. En esas noches frente al parpadeo de la pantalla, encontré algo más que entretenimiento; encontré un nuevo camino, una nueva forma de soñar.
Cuando las Pantallas Hablan al Corazón
A medida que mis noches se llenaban de conversaciones digitales, el eco de aquellas palabras que viajaban a través de un océano de datos comenzó a tener un peso distinto. Lo que al principio era una distracción, una manera de llenar los espacios vacíos del exilio, empezó a transformarse en algo más. En cada mensaje enviado y recibido, sentía cómo una chispa se encendía, como si cada línea escrita llevara consigo una promesa invisible.
Entre estas charlas nocturnas, una conexión en particular comenzó a destacar. Desde México, una presencia amable y curiosa emergía con cada mensaje, tejiendo un lazo que trascendía las fronteras físicas y horarias. Lo que empezó como conversaciones ligeras, cargadas de humor y anécdotas, fue revelando una profundidad inesperada. Había algo en su forma de expresarse que me cautivaba: su inteligencia, su calidez, la manera en que sus palabras parecían encontrar eco en mis propios pensamientos.
Era fascinante cómo la tecnología, esa herramienta que muchos describen como fría, se había convertido en el conducto de algo tan humano como el entendimiento mutuo. Cada palabra que cruzaba nuestras pantallas llevaba consigo un matiz especial, como si revelara partes de nosotros que solo podían surgir en este espacio seguro. Sentí, por primera vez en mucho tiempo, que estaba siendo verdaderamente visto, no a través de miradas fugaces, sino a través del lente de la honestidad que las palabras escritas permiten.
Hubo una noche que quedó grabada en mi memoria. Mientras la nieve cubría silenciosamente las calles de Montreal, y el único sonido en mi pequeño apartamento era el zumbido constante del computador, ella escribió algo que resonó profundamente: «¿Alguna vez has sentido que alguien aparece en tu vida justo en el momento preciso?» Sus palabras me dejaron en silencio. ¿Era eso lo que estaba sucediendo?
No respondí de inmediato. Me quedé mirando la pantalla, como si en esas letras pudiera descifrar algo más allá de su intención inicial. Sentí una mezcla de nervios y expectativa que no recordaba haber experimentado antes. En esa quietud, me di cuenta de que, por primera vez en años, el horizonte de mi vida parecía teñirse de posibilidades que iban más allá de mi propia imaginación.
Las horas de charla se volvieron rituales nocturnos. Hablábamos de todo: de los detalles cotidianos que coloreaban nuestras vidas, de los sueños que habíamos abandonado y de aquellos que aún nos aferrábamos a perseguir. Pero en medio de esas conversaciones, había algo que no decíamos, un subtexto que flotaba entre las líneas como una melodía apenas perceptible. No necesitábamos nombrarlo; bastaba con sentirlo.
A medida que pasaban las noches, comencé a preguntarme si el destino podía encontrarnos incluso en los lugares más inesperados, como un cable de fibra óptica que conecta dos puntos en un mapa. Había algo en esta conexión que se sentía extraordinario, como si las palabras que compartíamos estuvieran construyendo un puente hacia algo más grande, algo que aún no alcanzaba a comprender del todo.
En aquel entonces, no podía prever hasta dónde me llevarían estas madrugadas frente a la pantalla. Pero una cosa era cierta: ya no era el mismo hombre que había encendido aquel i486 por primera vez. El teclado, que una vez fue mi escudo, se había convertido en una herramienta para abrir mi corazón.
Y mientras el cursor parpadeaba, esperando la respuesta a su última pregunta, me descubrí sonriendo una vez más ante la pantalla. En el silencio de la madrugada, mientras el mundo dormía, sentí que algo se acercaba, algo que podría cambiar el curso de mi historia.
El horizonte estaba lleno de promesas, aunque aún no podía distinguirlas con claridad. Pero por primera vez en mucho tiempo, me atreví a mirar hacia adelante con una mezcla de nervios y esperanza. Después de todo, ¿no es el amor, en cualquiera de sus formas, la conexión más humana de todas?
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