Capitulo 28 - "El Camino de Regreso: La decisión que cambiaría nuestro rumbo" (41)

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“Toda partida comienza mucho antes de dar el primer paso; ocurre primero dentro del pecho, donde las raíces se quiebran y los caminos que parecían lejanos empiezan a acercarse como si fueran viejos conocidos".

Es en ese instante, en la intimidad de la ruptura silenciosa, donde el peso del tiempo vivido se entrelaza con un cosquilleo de anticipación. Cada pequeña despedida toma forma con una claridad inesperada, mientras los ecos de duda se disuelven, dejando espacio para el murmullo tenue de algo nuevo. Los caminos que antes eran apenas sombras indefinidas empiezan a revelarse, reclamando su lugar en el paisaje que comienza a dibujarse ante mí. Decidir irse no solo implica avanzar, sino también asumir la pérdida, aceptarla y aprender a llevarla como parte del viaje y de lo que uno es.

Los días avanzaban con un peso invisible, pero palpable, como una marea lenta que impregna cada rincón de la vida cotidiana. Los vientos de cambio, sutiles pero persistentes, trazaban su huella sobre nuestras rutinas, mientras los rumores de despidos en la empresa donde trabajaba mi esposa Ofelia llegaban como una llovizna fina que cala hasta los huesos, dejando tras de sí una inquietud flotante en el aire.

Adentro, los objetos cotidianos parecían despertar de una aparente inmovilidad. El tic-tac del reloj, antes neutro, latía ahora con urgencia, como si supiera que el tiempo nos acechaba desde las sombras. Los muros, desgastados por los años, susurraban las promesas que alguna vez tejimos entre ellos, cargados con la memoria de todo lo que habíamos proyectado. Los muebles, inmóviles y cómplices, se convertían en escenarios donde Mauri daba rienda suelta a sus fantasías infantiles con sus héroes favoritos: X-Men, Spider-Man y Star Trek.

Y yo, convertido en presentador, anunciaba con voz solemne su entrada para que realizara sus "marometas", como él las llamaba, imitando a sus superhéroes favoritos. Todo esto mientras presentíamos que el equilibrio empezaba a resquebrajarse.

Las paredes de la casa guardaban memoria viva de años compartidos, un lienzo donde Mauri dejó huellas de su niñez, como si la infancia necesitara grabarse en la materia misma. Allí permanecían las rayaduras de plumones y crayolas —sus tesoros preferidos—, que desataban los enojos de su madre, implacable guardiana del orden, mientras yo callaba mi complacencia, como quien guarda un pequeño pacto con la infancia. Para mí, aquellas marcas eran una forma genuina de eternidad.

En la puerta de su habitación todavía se distinguía, escrito con letras infantiles, un título que nunca pude entender completamente: El Rey Nabo. Jamás supe quién era ese personaje que habitó su mundo, si un héroe de sus cuentos, un visitante fugaz de su rica imaginación o quizá una creación peculiar de su mente inquieta. Pero allí estaba, con su misterio intacto, como un símbolo mágico que parecía proteger su cuarto, erigiéndose como un escudo de fantasía y secreto, guardando los sueños y las historias que aún permanecen ocultas tras esa puerta.

Y, sin embargo, en medio de ese torbellino silencioso, la respiración serena de Mauri era mi ancla. Ese ritmo constante y poderoso desafiaba la tempestad inminente. Su inocencia resistía como una vela encendida en medio del viento, recordándome que aún existía un refugio entre esas paredes.

Las noches, de repente y sin aviso, se convertían en un santuario donde el silencio tomaba aire profundamente, como si también sintiera el miedo ante lo inevitable. En ese espacio de penumbra serena, los miedos emergían como corrientes de agua oscura, rozando las orillas de mi mente y golpeando, incansables, contra las piedras firmes de mi razón.

Mientras Mauri dormía, con los párpados cerrados como puertas sagradas, mi mente caminaba descalza por senderos sin nombre. Las sombras susurraban desde los rincones:

—¿Estás preparado? ¿Sabes hacia dónde va el mar que llevas dentro?

Y entonces lo supe. Canadá no era solo un país: era una orilla antigua que había dejado atrás, pensando que el sur sería más cálido, más mío.

—El norte sigue llamándote —murmuró la memoria con voz de niebla—, pero has elegido ser sordo.

—¿Por qué lo ignoré tanto tiempo? —pregunté a la oscuridad.

—Por miedo a reconocer que te equivocaste —respondió el eco de mi propia voz.

México había sido una caricia inesperada: lo sentí en el perfume de los jacarandás, en la risa de Mauri cuando apenas balbuceaba mi nombre.

—¿Por qué viniste? —susurró el amanecer, su luz apenas acariciando el horizonte.

Dentro de mí, una voz tenue pero firme respondió:

—Porque estaba jugando mi última carta... así lo sentía. Por amor, aunque lo creí perdido para siempre. Por esperanza, aunque pensé que ya no tenía derecho a ella.

Decidí abrazar esta etapa con la vulnerabilidad de quien camina a ciegas hacia lo desconocido, como quien se lanza al agua sin saber nadar pero confiando en que flotar es posible. Cada elección trae consigo su sombra, y yo estaba dispuesto a enfrentarla.

En noches como esta, cuando las dudas se alargan sobre los muros como sombras alargadas, contemplaba ese territorio incierto que debía descifrar. El recuerdo de Canadá surgía como un faro entre la niebla —no un lugar, sino una promesa que me sostenía cuando todo temblaba.

El regreso se posaba en mi mente con la delicadeza de un copo de nieve. Volver no era rendirse, sino reconciliarse con el trazo invisible que me trajo hasta aquí.

Imaginaba a Mauri corriendo entre la nieve, descubriendo asombrado sus secretos helados.

—¿Qué es esto, papá? —lo escuchaba preguntar, sus ojos brillantes reflejando blancura.

—Es invierno, hijo —le respondería yo—. Es parte de quienes somos.

Mis idiomas, antes simples herramientas, ahora eran llaves para abrir puertas cerradas. Podía adaptarme de nuevo a un país que conocí en otra vida.

El día que comencé a remendar mi corazón, el tiempo contuvo el aliento bajo un cielo de abril. Las nubes, cómplices silenciosas, deshilaban sus historias sobre mi cabeza mientras intentaba coser el tejido roto de mis sueños —un acto callado, casi ritual.

Las heridas se resistían, y el hilo temblaba bajo el peso de los recuerdos, pero mis manos insistían. Era como si la esperanza me susurrara desde cada puntada, guiándome entre los retazos del alma. Y en ese gesto —frágil y obstinado— comprendí que la vida también sabía remendarse a sí misma, despacio, con la paciencia de quien ha aprendido a seguir, incluso rota.

"Memorias al Borde del Adiós: El Mapa de lo Incierto"

En la quietud de esos momentos en el parque, el tiempo parecía adoptar una forma maleable, expandiéndose y contrayéndose al ritmo de las risas de Mauri. Cada paso suyo, cada salto detrás de las palomas, se convertía en una joya efímera, en un fragmento de vida que mi mente almacenaba con una precisión casi obsesiva. Sentía que estaba construyendo una colección de memorias pequeñas pero preciosas, cargadas de un peso anticipado, como si cada instante estuviera destinado a ser añorado en un futuro que se acercaba con cada latido.

La idea de separarme de él se infiltraba como un visitante no deseado, un pensamiento que recorría mi mente en silencio, dejando rastros de inquietud en su camino. El parque, con su calma engañosa, se transformaba en un escenario para mi introspección, un espejo que reflejaba la realidad que no podía ignorar. La nostalgia germinaba antes siquiera de que el cambio llegara, y en cada rincón del parque, los juegos de Mauri adquirían una cualidad casi sobrenatural, impregnados por la luz dorada de los recuerdos.

Mientras lo observaba correr y reír con esa ligereza tan propia de la infancia, una certeza se alojaba en mi pecho: el tiempo no esperaría. La vida pedía una decisión, una elección que marcaría un nuevo comienzo, un capítulo que aún me resistía a escribir. Mi corazón —siempre honesto y obstinado— ya conocía la respuesta, aunque mi mente, cautelosa y temerosa, seguía librando una batalla interna, intentando prolongar el silencio antes de pronunciar lo inevitable.

Aquella última tarde, mientras la luz del atardecer se deslizaba suavemente sobre los juegos, el tiempo pareció detenerse. La risa cristalina de Mauri resonaba como una melodía que sabía pronto se convertiría en un eco distante. Miré hacia el norte, hacia el horizonte teñido de púrpura y naranja, y sentí cómo algo profundo dentro de mí comenzaba a desprenderse, como si mi alma empezara a prepararse para un adiós anticipado.

La certeza de que emprendería un vuelo inevitable crecía como una llama tímida, pero persistente. Sabía que, si decidía partir, tendría que hacerlo inicialmente solo. Desde Canadá, podría construir con mayor claridad y solidez el futuro que anhelaba para ambos. Pero esa separación, breve en tiempo pero intensa en sentimiento, ya comenzaba a colarse en mi corazón, convirtiéndose en una de las pruebas más difíciles a las que jamás me había enfrentado.

No era solo un traslado físico; era una travesía emocional. Una que me obligaría a soltar su mano por un instante, con la esperanza de que al final del camino pudiera ofrecerle algo mejor. Ya podía sentir el vacío que esa distancia dejaría, aun cuando intentaba aferrarme al consuelo de saber que ese sacrificio tenía un propósito mayor. El norte, ahora, no solo era un lugar: era un desafío, una promesa, el nuevo escenario donde reconstruiría el rompecabezas de nuestras vidas, llevando conmigo la certeza de que regresaría por completo.

La vida, me dije, no es más que un tejido de fibras que deben soltarse y retomarse, entrelazadas con las manos temblorosas de quienes las moldean. Aunque cada parte de mí se aferraba al hogar que habíamos construido en este país cálido, sabía que estábamos a punto de emprender vuelo hacia lo desconocido. Pero este viaje no era un abandono, sino una búsqueda; no una rendición, sino la aceptación de un cambio que llevaba años gestándose en silencio.

Comprendí, en ese instante de luz dorada, que los momentos más decisivos no son los que llegan con estruendo, sino aquellos que se presentan en la serenidad de una tarde cualquiera. Un gesto simple —el eco de una risa infantil, una mirada al horizonte— se convertía en el mapa de un futuro aún incierto, pero dibujado con esperanza. Era un acto de amor, una declaración silenciosa, una apuesta por la tranquilidad que Canadá, en algún rincón de mi memoria, siempre prometió.

Fragmentos de una partida

"Se me acabaron las razones para quedarme y se me juntaron los motivos para irme". Toda partida germina en el silencio del alma, mucho antes de que los pies toquen el sendero. Es en el corazón donde las certezas se erosionan, y las raíces que nos anclaban comienzan a ceder.

No es solo dejar un lugar, es desprenderse de una parte de lo que somos, abriendo espacio para lo que seremos. Las paredes y los rincones que alguna vez fueron refugio ya no cuentan historias; el viento que antes susurraba secretos ahora solo pasa de largo. Y, mientras los horizontes lejanos llaman como viejas promesas, los caminos que parecían ajenos susurran como memorias familiares, recordándonos que en cada partida hay un eco de retorno.

Quedarse sería apagar lentamente la llama, pero irse... irse es sembrar la semilla de un nuevo encuentro, de posibilidades inéditas, de un renacer inesperado. Porque toda despedida lleva consigo no solo el peso de lo que dejamos atrás, sino el regalo inefable de lo que está por venir.

La memoria es un cuerpo que respira. Inhala el polvo de los días no vividos y exhala sueños que se desvanecen entre los dedos como arena fina. Existe un espacio entre lo que somos y lo que podríamos ser, un umbral tan delgado como papel, frágil como la luz del amanecer. En este lugar indefinido habita la posibilidad de partir.

Mi memoria guarda mapas de ausencias: cada cicatriz, un camino no recorrido; cada pliegue de la piel, un territorio de silencios aplazados. Partir no es solo un movimiento físico, es un deshacerse para volverse a tejer. Es un acto de valentía y dolor, desgarrar vínculos sin romperlos, llevarse fantasmas y aceptar que el amor no conoce distancias, solo transformaciones.

A veces pienso que partir es un verbo que se conjuga en silencio. Hay un instante, imperceptible como un suspiro, en el que lo conocido se despliega y lo desconocido empieza a respirar. Partir no es abandonar, es entender que la vida es un flujo constante, que ningún lugar nos pertenece, que somos apenas tránsito.

Y, aun así, hay dulzura en la idea de permanecer, ternura en los gestos mínimos, en las rutinas que nos abrazan. Partir no es olvidar, es expandirse, ser múltiples y uno mismo al mismo tiempo. La partida es un acto de amor: amor por lo desconocido, por la capacidad de transformación, por la vulnerabilidad que nos habita.

Hoy miro por la ventana. Los ficus que plantamos son testigos silenciosos. Partir ya no es una amenaza, sino una caricia, una invitación susurrada por el viento.

El viento mecía suavemente las cortinas del apartamento aquella tarde de domingo cuando tomé la decisión que cambiaría el rumbo de nuestras vidas. Ocho años habían transcurrido desde que llegué a México, tierra que me acogió con su calidez y colorido, donde formé mi hogar junto a Ofelia y donde el milagro de la vida nos bendijo con Mauri, nuestro pequeño tesoro.

Sentado frente a la ventana, contemplaba a mi hijo jugando en la sala, absorto en su mundo de fantasías infantiles. A sus cinco años, sus ojos reflejaban la inocencia de quien desconoce las turbulencias de la vida adulta. Mientras tanto, Ofelia revisaba inquieta su correo electrónico en busca de noticias sobre los rumores que llevaban semanas circulando en su empresa: una reestructuración masiva, recortes de personal, incertidumbre.

El fantasma de la inestabilidad laboral comenzaba a acechar nuestro hogar, y con él, la ansiedad de un futuro incierto para los tres. Fue entonces cuando las palabras que mi hermana María Edilma me había repetido durante años resonaron en mi mente como una premonición cumplida: "Nadie sabe lo que el destino nos depara".

A mis 54 años, la perspectiva de reinventarme profesionalmente en un país que, aunque me había dado mucho, seguía siendo en cierta forma ajeno, resultaba abrumadora. Canadá, aquella tierra que había dejado atrás por amor, comenzó a dibujarse nuevamente en mi horizonte como un faro de estabilidad y oportunidad. La decisión cristalizó en mi mente con una claridad dolorosa: debía regresar.

—Necesitamos hablar —le dije a Ofelia esa misma noche, después de acostar a Mauri.

El silencio de nuestra habitación matrimonial, testigo de tantas confidencias y sueños compartidos, pareció hacerse más denso mientras le exponía mis pensamientos. La idea de volver a Canadá, preparar el terreno para luego reunirnos como familia. Vi en sus ojos la misma mezcla de temor y esperanza que yo sentía.

—¿Estás seguro de que es lo mejor? —preguntó, su voz apenas un susurro.

No lo estaba, por supuesto. ¿Quién puede estarlo ante decisiones que alteran el curso de varias vidas? Pero en la incertidumbre actual, esta parecía la opción que ofrecía mayor seguridad para nuestro futuro, especialmente para Mauri.

—Sí —respondí con una convicción que no sentía del todo—. Canadá puede darnos la estabilidad que necesitamos ahora. Mauri tendrá mejores oportunidades educativas, y nosotros... nosotros podremos construir algo sólido allí.

La conversación se extendió hasta altas horas de la madrugada. Planes, miedos, esperanzas, lágrimas contenidas. La decisión quedó sellada: yo viajaría primero, buscaría trabajo y vivienda, prepararía todo para que en unos meses Ofelia y Mauri pudieran reunirse conmigo.

Lo que no verbalizamos, aunque flotaba en el aire como un fantasma intangible, era la pregunta que nos atormentaba a ambos: ¿Y si no funciona?

¨El peso de la edad en un nuevo comienzo¨

Los días siguientes transcurrieron en un torbellino de preparativos, llamadas telefónicas y trámites. Mientras organizaba mis documentos, me enfrenté a un adversario que nunca antes había considerado realmente: mi edad.

A los 54 años, contemplando mi reflejo en el espejo mientras preparaba mi curriculum vitae, me pregunté si el mercado laboral canadiense vería más allá de ese número. Los artículos sobre discriminación por edad en el ámbito profesional que había leído recientemente no ayudaban a calmar mis ansiedades. ¿Sería capaz de encontrar un trabajo digno que nos permitiera subsistir como familia?

A pesar de que nunca pensé regresar a Colombia, las palabras sabias de mi hermana Edilma resonaban como un faro en medio de la incertidumbre. Fue ella quien, con una intuición que parecía trascender el tiempo, me aconsejó seguir cotizando para la pensión, aun cuando el regreso era un pensamiento lejano, casi impensable. Su consejo era una semilla plantada con paciencia, un acto de amor que solo ahora comprendo en su totalidad, al entrever los senderos que el destino comienza a trazar.

Pero Edilma no se limitó a iluminar mi camino; su generosidad y determinación la llevaron a extender su ayuda a otros miembros de nuestra familia. Cuando conseguir una pensión parecía un desafío casi imposible, ella intervino con la misma sabiduría y dedicación que había marcado mi experiencia. A través de gestos desinteresados y un compromiso inquebrantable, ayudó a varios de nuestros seres queridos a alcanzar esa seguridad, convirtiendo lo improbable en una realidad. Su apoyo no solo fue una mano amiga, sino un puente hacia un futuro más estable para todos nosotros.

Cada cotización se convertía en un hilo frágil pero resistente, un puente que conectaba el presente con un futuro que, aunque incierto, guardaba la promesa de un posible refugio. La edad de la jubilación, con su presencia implacable, se alzaba como un territorio vasto y desconocido, pero el acto simple de continuar cotizando era una declaración silenciosa de preparación, una resistencia serena contra las tempestades invisibles.

Y en este camino, el regreso a Canadá se perfilaba no solo como un salto hacia lo desconocido, sino también como una reconciliación con un lugar que siempre había sido un refugio en mi memoria. Sin embargo, no puedo avanzar sin detenerme a agradecer profundamente a Edilma, cuyo consejo y apoyo no solo me brindaron claridad, sino también la seguridad de que, aun en la distancia, los lazos de familia son un refugio tan fuerte como cualquier lugar al que pueda llamar hogar. Su amor desinteresado y su inagotable sabiduría han sido faros para nuestra familia en este océano de decisiones y cambios.

"Promesas entre lágrimas: La despedida que me desgarró"

El día de mi partida llegó con una rapidez cruel. La maleta preparada junto a la puerta parecía un símbolo tangible de la ruptura temporal de nuestra unidad familiar. Mauri, con sus cinco años, no comprendía completamente la magnitud de lo que estaba ocurriendo, pero percibía la tensión en el ambiente.

—¿Por qué tienes que irte, papá? —preguntó durante el desayuno, sus pequeños dedos jugando distraídamente con los cereales en su plato.

Intenté explicarle de la manera más sencilla posible, hablándole de nuevas aventuras y de cómo pronto estaríamos juntos nuevamente en un lugar lleno de nieve donde podría hacer muñecos y jugar en los parques. Sus ojos se iluminaron ante la mención de la nieve, pero pude ver en ellos un destello de confusión y tristeza que me partió el alma.

—¿Y mientras tanto quién va a leerme cuentos en la noche?

La pregunta inocente fue como un puñal. Las rutinas diarias, esos pequeños momentos que construyen la relación entre un padre y su hijo, serían interrumpidas. Las historias antes de dormir, los paseos de domingo, las risas compartidas... todo quedaba en pausa por una promesa de un futuro mejor.

El camino al aeropuerto fue silencioso. Mauri, agotado por la temprana hora, se adormiló en su asiento trasero. Ofelia conducía con la mirada fija en la carretera, como si enfocarse en la ruta pudiera evitar que las emociones desbordaran.

—Todo saldrá bien —dije, intentando convencerme tanto a mí mismo como a ella—. Estaremos juntos pronto.

Un viaje largo me esperaba, con escalas absurdas resultado de esos pasajes cancelados con air miles que Ofelia había acumulado en sus viajes. Torreón se perdería en la distancia mientras yo cruzaba el continente en un zigzag impuesto por la economía.

La terminal de Torreón, con su bullicio matinal, parecía burlarse de nuestro dolor íntimo. El momento de la separación fue más desgarrador de lo que había imaginado. Mauri, que había estado valiente toda la mañana, rompió en llanto cuando anunciaron el abordaje.

—No te vayas, papá —sollozó, aferrándose a mi pierna con una fuerza que no sabía que poseía—. Prometo portarme bien, no haré travesuras.

Su voz quebrada me desgarró el alma. Con el corazón pesado, me arrodillé hasta quedar a su altura. Mis manos temblorosas envolvieron suavemente su pequeño rostro, como si quisiera protegerlo del dolor que era incapaz de evitar. Sus lágrimas caían en cascada sobre sus mejillas sonrosadas, brillando como diminutas gotas de cristal. Sus ojos, un reflejo perfecto de los míos, se llenaban de una súplica que sabía no podría cumplir. Me incliné y, entre sollozos, deposité un beso cálido en su frente.

—Volveré por ti, hijito —le aseguré, sintiendo cómo mi propia voz se quebraba—. Te lo prometo.

Con un último abrazo desesperado, me separé de ellos y caminé hacia el túnel de abordaje. Cada paso era como caminar sobre cristales rotos. Al llegar a la entrada, me volví para darles una última mirada.

Allí estaban, mi familia, la razón de mi existencia: Ofelia sosteniendo a Mauri, quien lloraba desconsoladamente, agitando su pequeña mano en un adiós que parecía desgarrarle el alma tanto como a mí. Fue entonces cuando mis propias lágrimas, contenidas hasta ese momento por un orgullo inútil, comenzaron a fluir libremente por mi rostro.

Me obligué a girar y entrar al túnel, sabiendo que si dudaba un segundo más, no tendría la fuerza para irme. Con cada paso que me alejaba de ellos, sentía cómo una parte de mí quedaba atrás, atrapada en ese momento, en esa imagen de mi hijo llorando que sabía que me perseguiría en sueños.

Ya en el avión, mirando por la ventanilla cómo el aeropuerto se empequeñecía, comprendí con dolorosa claridad que estaba enfrentando el momento más duro de mi vida. Ni las muertes, los fracasos profesionales ni las decepciones pasadas podían compararse con el desgarramiento de separarme voluntariamente de mi hijo, aunque fuera por su bien.

El despegue me alejaba físicamente de Torreón, pero mi corazón seguía allí, con ellos, bajo el mismo cielo que algún día compartiríamos nuevamente en Canadá. Las dudas se arremolinaban en mi mente como agujas implacables, y mientras las nubes engullían la ciudad, un pensamiento se aferró a mi pecho: el amor soporta la distancia, pero también nos transforma. Este sería el inicio de una travesía que pondría a prueba todo lo que creía saber sobre el sacrificio, la separación y el significado de volver a casa.

Comentarios

  1. "Leí este capítulo con el corazón en un puño. A veces uno cree que ya ha sentido todo lo que puede sentirse al leer una historia, pero usted me ha demostrado que siempre queda una fibra más por tocar. Me vi reflejada en esas líneas, como si mis propios silencios hubieran encontrado palabras. Gracias por escribir con el alma, por atreverse a mostrar la herida y también la esperanza. Este relato no solo se lee, se respira, se queda. Me hizo recordar que incluso en los inviernos más crudos del alma, puede brotar una flor." ~Clara E. (Montreal)~

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