15 "Entre la Locura y el Amor Digital"
Capítulo 15
Entre la Locura y el Amor Digital
Las tres de la madrugada marcan ese punto exacto donde la realidad se difumina en los bordes. En la penumbra de mi habitación montrealesa, la luz del monitor parpadea como un faro solitario guiando navegantes perdidos en este océano digital. El resplandor azulado dibuja geografías imposibles en las paredes, mientras el aroma del café recién hecho —mi último anclaje con el mundo tangible— se entremezcla con la electricidad estática de la noche.
Todo comenzó con un mensaje que apareció en mi pantalla como un relámpago en una noche tranquila. En estas horas donde el mundo duerme, los recuerdos emergen como mariposas nocturnas: algunas quemándose las alas al acercarse demasiado a las verdades incandescentes, otras transformándose en el vuelo, metamorfoseando el dolor en esperanza. He aprendido a no espantarlas; cada una trae consigo una lección necesaria, un recordatorio de que el corazón, como un disco duro, necesita tanto de sus espacios ocupados como de los vacíos.
El miedo —ese viejo conocido— ha cambiado su forma con los años. Ya no es la bestia rugiente de mi juventud, sino un gato negro de ojos ambarinos que se sienta al borde de mi cama. Su cola se mueve como un cronómetro lento marcando el ritmo de mi incertidumbre. Su presencia se ha vuelto casi reconfortante: un recordatorio de que estar asustado significa estar vivo, y que estar al borde del salto es el preludio de un posible vuelo.
«A nuestra edad sabemos que nada es para siempre. Nos enamoramos pero sabemos que no será para siempre. Por eso nos arriesgamos, por eso nos entregamos hasta quedarnos vacíos». Esta verdad resuena en mi mente mientras contemplo el monitor, sus palabras brillando con la misma intensidad que el cursor parpadeante que espera mi decisión.
Mientras la barra de progreso avanza hacia lo inevitable, las preguntas me asaltan como ráfagas de viento nocturno. Mis amigos —guardianes de una cordura convencional— murmuran advertencias que resuenan como ecos de sus propios miedos. Sus consejos son espejos rotos que reflejan fragmentos de experiencias fallidas y, sin embargo, en su confusión se vislumbra un deseo genuino de protegerme. «Es una locura», dicen, y tienen razón. Pero hay una sabiduría antigua en la locura del amor que la sensatez nunca podrá comprender.
La decisión de volar hacia ella creció como esas plantas que encuentran grietas en el concreto y emergen desafiando toda lógica. El acto de comprar el boleto se convierte en un ritual de transformación: cada clic es una pequeña muerte de lo conocido, cada confirmación un nacimiento de posibilidades. El tiempo, que antes fluía en línea recta, ahora se curva como un bucle infinito donde cada final es un nuevo comienzo.
En el silencio de la madrugada, mientras los primeros rayos del alba compiten con la luz de la pantalla, acepto que este salto al vacío podría ser mi última gran equivocación o mi primera verdadera lucidez. El cursor parpadea como un metrónomo marcando el ritmo de esta locura compartida, de este amor que desafía la física y la prudencia.
Y así, en este delirio electrónico, en esta locura binaria donde dos corazones intentan crear su propia galaxia en el vacío del ciberespacio, el miedo —mi fiel gato negro— se estira perezosamente y me observa con algo parecido a la aprobación. Él también sabe que a veces es necesario perderse en la oscuridad para encontrar una nueva forma de luz.
Vuelo hacia el Sur
Esa luz nueva comienza a manifestarse a treinta mil pies de altura, donde el aire es más delgado y los pensamientos más profundos. Cierro los ojos mientras el avión surca los cielos rumbo a Monterrey, y el zumbido constante de los motores se convierte en un mantra que despierta recuerdos dormidos. Mi mente se sumerge en un río de memorias que fluye sin control aparente.
En esta altitud, donde la tierra y el cielo se confunden en el horizonte, mi jardín interior florece con una claridad desconcertante. Cada flor es un momento de alegría cultivado con esmero, cada espina una lección grabada en la piel del alma. Los besos no dados flotan como polen en el aire de la memoria, mientras las palabras no pronunciadas forman un nudo en mi garganta que ni siquiera la altura puede deshacer.
El tiempo parece suspendido en esta cabina presurizada —un limbo perfecto para enfrentar los fantasmas del pasado. Las disculpas pendientes revolotean como pájaros sin nido, mientras los arrepentimientos proyectan sus sombras sobre el tapiz de mi consciencia. Cada nube que atravesamos parece un deseo incumplido, un sueño que quedó en espera de despegue.
Este viaje hacia ella se convierte en un espejo que refleja todas mis relaciones pasadas: aquellos a quienes fallé y los que me fallaron a mí, un delicado móvil de deudas emocionales y perdones pendientes. Sin embargo, en la quietud de la cabina, mientras observo el sol jugando con las alas del avión, una extraña paz me invade. Comprendo que cada error, cada tropiezo, cada decisión equivocada ha sido un paso necesario en el camino que me ha traído hasta aquí.
La vida, al igual que este vuelo, nos lleva por rutas insospechadas. A veces atravesamos turbulencias que sacuden nuestras certezas, y otras planeamos serenamente sobre mares de nubes. He aprendido a dejar de buscar respuestas en las estrellas que ahora veo más de cerca; la verdad, he descubierto, late en la sangre, susurra en los latidos y se esconde en el caos ordenado de nuestras decisiones.
Mi historia, como este viaje, no sigue la ruta directa de los cuentos inventados. Tiene desvíos y escalas imprevistas, turbulencias y cielos despejados, momentos de pánico e intervalos de serenidad sublime. Es una historia de búsqueda constante, de preguntas que engendran más preguntas, de respuestas que se transforman en nuevos misterios.
Mientras el avión atraviesa diferentes husos horarios, me encuentro en este espacio limítrofe entre el ayer y el mañana, entre quien fui y quien seré cuando aterrice. A treinta mil pies de altura soy simplemente un viajero más, un buscador eterno navegando no solo a través del espacio, sino también a través de las capas de mi propia existencia.
El destino es Monterrey, pero el verdadero viaje —comprendo ahora— es este descenso hacia las profundidades de mi ser, esta exploración de alturas interiores que ningún avión podría alcanzar. Una exploración que está a punto de sufrir su primer desvío.
El Primer Desvío del Destino
La noche del 30 de julio de 1998 despliega su manto sobre Montreal como un presagio. El avión emerge de la bruma, mientras el cerro de Mont Royal —ese gigante pétreo que ha sido testigo de tantas partidas— se desvanece entre nubes como un guardián que nos despide con un último suspiro helado. Cada luz de la ciudad que se apaga bajo las alas parece llevarse consigo una certeza, dejando solo el cosquilleo de la anticipación en mi estómago y la sombra alargada de la inquietud sobre mi reloj.
A esta altura, donde el aire se adelgaza y los pensamientos se agudizan, las preguntas revolotean como pájaros nocturnos alrededor de la luz tenue de la cabina. ¿Es el destino, en su infinita astucia, intentando enviarme una última advertencia? El zumbido monótono de los motores marca el ritmo de mis dudas, mientras observo el reloj digital parpadear con la implacable precisión de un cronómetro que mide el tiempo que se escapa.
Cada anuncio del capitán sobre nuevos retrasos cae como una piedra en el pozo de mi ansiedad. En la pantalla oscura de la ventanilla —como en un espejo negro— veo reflejados todos los mensajes intercambiados con ella: promesas virtuales tejidas en la urdimbre invisible de cables transoceánicos, sueños codificados en unos y ceros que ahora parecen tan frágiles como las nubes que atravesamos.
Los Ángeles nos recibe con un sol burlón que parece reírse de mi urgencia. Los pasillos del aeropuerto se estiran como en un sueño kafkiano mientras corro persiguiendo la sombra de una conexión que, según los oráculos electrónicos de las pantallas de información, ya se ha desvanecido en el horizonte sin esperarme.
En este limbo de anuncios multilingües y viajeros apresurados, la terminal internacional se convierte en un purgatorio de reflexión forzada. Las advertencias de mis amigos en Montreal resuenan ahora con una claridad cristalina: «Es una locura», «No la conoces realmente», «¿Y si no es quien dice ser?». Pero hay una voz más profunda, más antigua, que susurra que los desvíos más inesperados suelen ser los más necesarios.
Desde la fila para reprogramar mi vuelo, observo el ballet interminable de viajeros, cada uno cargando su propia historia de demoras y destinos alterados. El amor virtual —esa paradoja contemporánea— me ha traído hasta aquí, suspendido entre el frío boreal de Montreal y el calor prometido de Monterrey. ¿Cómo explicar que los jardines digitales pueden producir flores tan reales como cualquier otra?
La tarde se derrama sobre Los Ángeles como miel dorada, tiñendo el cielo de tonalidades que ninguna pantalla podría reproducir. En esta pausa forzada, comprendo que no soy un jovencito impulsivo persiguiendo una quimera digital; soy un navegante en un océano nuevo donde los faros son píxeles y las estrellas guía son mensajes en una pantalla. El amor —ese alquimista eterno— ha encontrado nuevas formas de manifestarse en esta era de conexiones invisibles.
Mientras el sol se hunde en el Pacífico, acepto que este retraso es más que un contratiempo logístico: es un capítulo necesario en nuestra historia, un recordatorio de que el camino hacia el amor rara vez sigue la ruta más directa. En esta terminal donde todas las historias se cruzan sin tocarse, la mía está apenas comenzando a escribirse entre conexiones perdidas y encuentros por venir.
Un encuentro que tendrá que esperar una noche más.
La Noche de los Ángeles
El reloj marca las once de la noche cuando el aeropuerto de Los Ángeles comienza a devorar sus propias luces, como un gigante de cristal y acero que se alimenta de la luminiscencia que él mismo genera. Los pasillos —antes bulliciosos— se van vaciando como arterias después de una hemorragia, dejando solo el eco de mis pasos y el zumbido distante de las máquinas expendedoras que susurran promesas de consuelo embotellado.
En la taquilla de la aerolínea, una voz mecánica —tan fría como el aire que se cuela por las rendijas— me informa sobre una camioneta y un hotel, palabras que flotan como espejismos en esta noche de limbo. La angustia se materializa en mi garganta mientras pienso en ella esperando en Monterrey sin noticias, el tiempo extendiéndose como una mancha de tinta en agua clara. Los teléfonos públicos —centinelas obsoletos de metal y plástico— se yerguen como monumentos a la incomunicación en esta era pre-digital de 1998, cuando los celulares son todavía quimeras del futuro y el internet una fantasía en estos espacios de tránsito.
Al regresar al punto donde supuestamente espera la camioneta, encuentro solo el vacío nocturno y el aliento gélido de California abrazando mi soledad. La desesperación —esa alquimista del tiempo— transforma cada segundo en gotas de plomo que caen pesadamente en mi estómago. Mis pasos resuenan en los pasillos cada vez más desiertos, un réquiem solitario que me acompaña de vuelta al mostrador, donde las luces apagadas y las ventanillas cerradas me reciben como párpados sellados por el sueño eterno.
El aeropuerto —ese limbo donde todas las historias se entrelazan como hilos de una telaraña invisible— se ha transformado en un laberinto borgiano de puertas cerradas y promesas rotas. Las pantallas de información parpadean con datos que danzan entre lo real y lo absurdo, mientras las sillas de plástico —diseñadas por algún discípulo de Torquemada— ofrecen su abrazo helado para la noche que se avecina.
En algún rincón de Monterrey, ella habita la misma incertidumbre que yo, separados por miles de kilómetros pero unidos por un hilo invisible de preocupación. Los anuncios pregrabados flotan como espíritus en el vacío, voces espectrales que advierten sobre cigarrillos prohibidos y equipajes abandonados, mientras el nivel de amenaza terrorista permanece en un naranja tan artificial como las luces fluorescentes que zumban sobre mi cabeza.
Me rindo ante una de aquellas sillas torturadoras, con mi maleta como único testigo de mi destierro temporal, observando las luces de los aviones que parpadean en la distancia como luciérnagas mecánicas, cada una portando sueños y destinos ajenos. La noche se despliega ante mí cual pergamino infinito, poblada solo por guardias que patrullan con la indiferencia de autómatas y personal de limpieza que empuja sus carritos con la cadencia de un ritual ancestral.
En ese momento de soledad cristalizada, comprendo que este viaje —nacido como una odisea romántica— se ha metamorfoseado en un peregrinaje por los territorios del desamparo. El amor —ese arquitecto de quimeras y laberintos— me ha depositado en este purgatorio de neón y silencio institucional, suspendido entre el origen y el destino como un cometa que ha perdido su órbita.
Las horas se deslizan como serpientes de mercurio mientras intento encontrar una posición tolerable en aquella silla inquisidora. El frío artificial se filtra hasta la médula, y el jet lag comienza a difuminar los bordes de la realidad. En este espacio transitorio entre ciudades y tiempos, donde los relojes marcan horas que ya no significan nada, otros viajeros varados forman constelaciones de soledad, cada uno en su propio universo de espera y resignación. Nos miramos ocasionalmente, reconociendo en el otro el mismo destino, pero mantenemos esa distancia que imponen los espacios transitorios en la madrugada —unidos en la soledad, separados por el miedo a romper el hechizo del silencio.
Pero hay silencios que están destinados a romperse.
El Ángel de Quebec
Fue entonces —en ese momento cuando la desesperanza comienza a tejer su red en los rincones del aeropuerto nocturno— cuando aparece él, como una aparición que desafía las leyes de la probabilidad. Su voz, envuelta en la melodía distintiva del francés quebequense, corta el silencio como un rayo de luz en la oscuridad: «Vous êtes aussi de Québec?»
Aquel hombre, que parece haberse materializado de la misma bruma de mi desesperación, emerge como uno de esos ángeles que visitan a los viajeros perdidos en las historias ancestrales. Se presenta como un navegante experimentado de estos mares de concreto y fluorescentes, un conocedor de las corrientes invisibles que fluyen entre las terminales. Sus palabras en québécois resuenan como una melodía familiar en este desierto de inglés y español, un eco lejano del Mont Royal que ha encontrado su camino hasta el corazón de Los Ángeles.
«Je connais l'hôtel», pronuncia con la seguridad de quien ha recorrido este camino mil veces antes, y sus palabras son bálsamo para mis nervios exhaustos. En sus ojos brilla el reconocimiento de quien ha vivido la misma odisea, de quien conoce íntimamente la desorientación de estas noches de tránsito y la angustia de los planes interrumpidos.
El destino —ese dramaturgo caprichoso que tanto gusta de escribir coincidencias imposibles— ha puesto en mi camino no solo a otro viajero varado, sino a un guía, un Virgilio moderno para este infierno de pasillos infinitos y luces artificiales. Es como si el mismo Mont Royal hubiera enviado a uno de sus guardianes para asegurar que su hijo perdido encontrara refugio en esta noche californiana.
La mañana llega envuelta en el aroma del café del hotel y la voz amable de mi ángel quebequense llamando a la puerta. En el desayunador, mientras observo el ir y venir de viajeros de todas partes del mundo como hormigas en un laberinto de cristal, la realidad de mi inglés limitado me golpea como una ola invernal. Cada palabra en inglés que flota a mi alrededor parece un jeroglífico indescifrable, y los fantasmas de viejas inseguridades comenzan su danza macabra en los bordes de mi consciencia.
Mi compañero providencial —percibiendo mi lucha silenciosa con el idioma— se transforma en mi intérprete improvisado, tendiendo puentes invisibles entre mi mundo y este laberinto lingüístico americano. Sus gestos y traducciones son como pequeñas barcas salvavidas en este mar embravecido de palabras extranjeras, recordándome que a veces la providencia nos envía ayuda en los momentos y formas más inesperadas.
Y ahora, mientras espero mi segundo intento de alcanzar Monterrey, comprendo que incluso los desvíos del destino tienen su propia geometría sagrada.
Último Vuelo hacia el Encuentro
En la sala de embarque, observo la danza interminable de los aviones que parecen pájaros metálicos realizando una coreografía misteriosa. El sol californiano inunda la terminal con una luz dorada que parece presagiar algo trascendental. Mi ángel quebequense se despide con un abrazo fraternal y unas palabras de aliento en francés, llevándose consigo ese pedazo de Montreal que, por una noche, me ha servido de ancla en este océano de incertidumbre.
Las preguntas revolotean en mi mente como mariposas nocturnas atraídas por la luz: ¿Cómo será el momento de vernos por primera vez? ¿Se parecerá su voz a la que he escuchado tantas veces a través del teléfono? ¿Reconoceré en sus ojos la misma luz que he imaginado durante tantas noches de conversaciones digitales?
El altavoz anuncia mi vuelo a Monterrey con una voz que parece venir de otro mundo, y mientras me dirijo a la puerta de embarque, siento que estoy caminando hacia algo más grande que un simple encuentro. Cada paso me acerca no solo a ella, sino a una versión de mí mismo que aún no conozco, a un capítulo de mi vida que está a punto de comenzar o —quizás— a desvanecerse antes de materializarse.
El Cerro de la Silla me espera en la distancia, guardián silencioso de secretos que aún no me pertenecen, mientras el destino teje sus últimos hilos en este tapiz de coincidencias y decisiones. En pocas horas, el amor digital se enfrentará a la prueba definitiva de la realidad, y yo —viajero entre mundos— me preparo para el momento en que los píxeles se transformen en piel y los mensajes en miradas, en ese instante mágico donde lo virtual y lo real se funden en un solo universo de posibilidades infinitas.
El avión despega, y con él, todas mis certezas y todos mis miedos. A treinta mil pies de altura nuevamente, pero esta vez el viaje es distinto: ya no hay marcha atrás, ya no hay desvíos posibles.
Solo el encuentro que me espera al otro lado de las nubes, donde ella aguarda —tan llena de preguntas y esperanzas como yo— en el umbral donde lo imaginado se hace carne y el amor encuentra, por fin, su geografía real.
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