Capítulo 27 - «El Peso de las Decisiones: La Incertidumbre Silenciosa »

Escuche el audio en youtube.com

El año 2005 se filtró en nuestras vidas como una melodía que nadie solicitó, pero que al final nadie quiso detener. Siete años se habían deslizado, uno tras otro, desde que México se transformó en nuestro hogar improvisado, un lugar donde las palabras adquirieron textura, ondeando en el aire pesado con el sabor del polvo y los matices de una luz que nunca se extingue. En las tardes, el viento se volvía memoria y arrastraba consigo las tolvaneras, esas danzas de polvo errante que anunciaban el cambio sin pedir permiso, y que parecían susurrar antiguos secretos del desierto. Mauri vivía, mientras tanto, en el vasto misterio de su infancia, en ese reino mágico donde las certezas son pequeñas pero inviolables, donde cada nuevo día se abre como un libro recién encuadernado.

Las tardes parecían diluirse en su propia quietud, arrullándonos en una pausa que no era ausencia de movimiento, sino una forma distinta de eternidad, tejida con los hilos invisibles de un tiempo detenido. Las risas, sencillas pero vastas, se alzaban como ecos interminables que llenaban los vacíos del día, como si nunca hubieran existido silencios. Éramos habitantes de una existencia suspendida entre lo que fue y lo que nunca será, caminantes de un presente tan frágil como el aleteo iridiscente de los colibríes, pero tan eterno como las verdades veladas que nos envolvían al caer la noche, ligeras como un murmullo en la penumbra.

Había un rincón que parecía existir solo para nosotros, un santuario discreto donde la alegría se deslizaba como un susurro: las tardes en Carl’s Junior. Aquel reino de hamburguesas y juegos infantiles se alzaba como un universo diminuto, diseñado a la medida de nuestras risas compartidas. Las hamburguesas no eran nuevas para ella —su madre—; habían llegado a su vida mucho antes, en los viajes de trabajo a Carolina del Norte, donde las descubrió y, casi sin proponérselo, se rindió a su sabor.

Y luego, como si el destino se divirtiera bordando coincidencias, una franquicia de Carl’s Junior apareció en Torreón. No en cualquier punto de la ciudad, no perdida en alguna avenida lejana, sino justo frente a nuestra casa. Bastaban cinco minutos a pie para alcanzarla. Era como si alguien hubiera decidido acercarnos ese pequeño edén de sabores y convertirlo en parte de nuestro ritual cotidiano.

Entrar allí se sentía tan natural como abrir la puerta del patio y dejar que el aire fresco nos acariciara el rostro. Mauri se lanzaba con entusiasmo al laberinto de toboganes y túneles que lo esperaban, mientras yo me dejaba envolver por esa mezcla peculiar de bullicio y calma, como si el tiempo, por un instante, decidiera sentarse a jugar con nosotros.

El aire siempre estaba lleno de risas infantiles y del aroma cálido de la comida recién servida. Era una atmósfera sencilla, pero poderosa, que se grababa sin esfuerzo en algún rincón profundo del alma. En esas tardes, con una hamburguesa entre las manos y los ojos siguiendo a Mauri mientras desaparecía entre colores y risas, encontrábamos algo parecido a la felicidad. Una felicidad ligera, casi etérea, como la brisa que acaricia sin peso ni prisa. En esos momentos entendíamos que la vida podía reducirse a eso: un juego compartido, una risa que llenaba el espacio vacío y la certeza inquebrantable de estar juntos.

En esa época, los días tenían el sabor dulce y pleno del mango maduro, la calidez del pan recién horneado. Las cenas, a veces en restaurantes que olían a vino tinto y a la pulcritud de manteles blancos, se transformaban en pequeños rituales de intimidad. Eran celebraciones sin estridencias, momentos donde el tiempo parecía detenerse para sentarse con nosotros, sin apurarnos, sin exigirnos nada. Aún puedo evocar el aroma de aquellos días: una mezcla de risas despreocupadas, un perfume floral que flotaba en el aire y ese cansancio suave y feliz que se asentaba al final de cada jornada. Ofelia tenía un trabajo que la mantenía en constante movimiento, un ir y venir que marcaba el ritmo de su vida y, en cierta medida, el de la nuestra. Sus viajes eran una mezcla de destinos cercanos y lejanos. A menudo debía trasladarse dentro de México, recorriendo ciudades que se convertían en estaciones temporales de su rutina laboral. Pero también estaban esos otros viajes, los que la llevaban a Carolina del Norte, donde se encontraba la sede social de la empresa para la que trabajaba. Ese lugar parecía tener un peso especial en su vida, un punto fijo al que siempre volvía, como si allí estuviera el núcleo de su mundo profesional.

En la penumbra de aquellas madrugadas interminables, mientras la ciudad dormía y el silencio se volvía un compañero incómodo, una pregunta me atravesaba como un relámpago: ¿Qué haría si a tan corta edad le faltara su madre? La sombra de esa posibilidad se colaba entre los pliegues de mi mente, mezclándose con el olor a leche tibia y pañales recién cambiados. Ofelia, ausente en cuerpo pero presente en cada objeto que dejaba tras de sí —una bufanda olvidada, un lápiz labial medio gastado—, era un fantasma necesario que habitaba nuestros rituales.

Descubrí que la paternidad no es un destino, sino un viaje que se construye cada segundo, con la misma intensidad con que se escribe una novela: renglón a renglón, con amor, con la certeza de que cada palabra importa. Aprendí a descifrar los murmullos de su cuerpo, a distinguir el llanto del hambre del llanto del sueño, a convertir mis brazos en una cuna móvil que replicaba el vaivén del útero perdido. El miedo a fallar se transformó en una brújula: cada error, una lección tallada en la piel.

En aquellos días de incertidumbre, comprendí que ser padre es un acto de fe más que de biología. Es arriesgarse a amar más allá de cualquier medida, es dejarse atravesar por una vulnerabilidad que no conocías y que, sin embargo, te hace más fuerte que nunca. Mauri, con sus ojos recién estrenados, me enseñó que el amor no se mide en años, sino en latidos compartidos, en miradas que sostienen mundos enteros, en promesas susurradas al oído de un bebé que, sin saberlo, ya era el centro de mi universo.

Un Momento Suspendido

En el umbral de la memoria, guardo un instante quebrado, un fragmento de tiempo donde el mundo se detuvo y el aliento se congeló como una lágrima suspendida. El año 2001, con Mauri apenas un suspiro de vida en mis brazos, fue cuando la realidad se transformó en un lienzo de pesadumbre y asombro.

Las Torres Gemelas de New York ardían en la pantalla, sus siluetas desmoronándose como los últimos vestigios de una ilusión rota. Yo, con el biberón entre mis manos y mi hijo pegado a mi pecho, sentí que el universo se contraía en un solo punto de dolor inconmensurable. Ofelia viajaba en vuelo de trabajo en algún lugar de ese cielo americano convertido de pronto en un escenario de pesadilla, y mi corazón latía entre la esperanza y el miedo.

Mauri, ajeno al dolor, seguía alimentándose con la inocencia de quien desconoce el sufrimiento. Sus ojos, grandes y luminosos, me miraban como si yo fuera el único continente seguro en medio de un mar de incertidumbre. Cada segundo se dilataba, cada respiración era un acto de resistencia.

En ese momento comprendí que proteger era mi único verbo, mi única verdad. La vida no es más que una serie de instantes frágiles, un delicado equilibrio entre la calma y la tormenta, entre lo que se mantiene y lo que se desmorona. Y en medio de ese caos, Mauri era mi ancla, mi promesa de que aún era posible construir paz.

El mundo seguía ardiendo afuera, pero entre mis brazos, la vida continuaba su danza serena, imparable, resiliente. Cuando la fragilidad se anidaba en el cuerpo pequeño de Mauri, la casa se transformaba en un ecosistema de sombras y susurros. Su risa, antes como un manantial cristalino, se convertía en un hilo apenas audible, una melodía interrumpida que hacía temblar las paredes de nuestra intimidad.

Noches interminables se deslizaban como sombras lentas. Yo, guardian inmóvil junto a su cuna, cada movimiento de su pecho era un poema, cada respiración un verso de esperanza y fragilidad. Mis manos, antes seguras, ahora temblaban con la incertidumbre de quien navega un mar desconocido sin brújula.

Un simple resfriado podía convertirse en un motivo de angustia, un paisaje montañoso de dudas donde cada síntoma era un acantilado y cada latido una pregunta sin respuesta. La paternidad revelaba su verdad más profunda: no existe manual, no hay mapa preciso. Solo existe la intuición, ese instinto ancestral que vibra más allá de la razón, más acá del miedo.

En esos momentos, Mauri y yo nos fundíamos en una sola respiración. Éramos dos seres conectados por un hilo invisible de amor, resistiendo juntos las pequeñas tormentas que amenazaban con desdibujarnos.

--- Durante aquellos años, mi existencia transcurría entre la ternura y el vértigo, como un malabarista que sostiene en el aire dos esferas preciosas: la devoción a mi hijo Mauri, ese pequeño universo que le daba sentido a todo, y mi oficio de diseñador y administrador de sitios web, un trabajo que era a la vez sustento y pasión. Los días se entrelazaban con la fuerza de la rutina, pero en sus pliegues encontraba siempre la promesa de algo luminoso: la risa de Mauri, su abrazo cálido o las horas silenciosas frente a la pantalla, dando forma a proyectos que me conectaban con el mundo.

Entre todos ellos, LoPaisa.com era mi obra más entrañable. Lo había concebido en 1996, casi como un susurro de nostalgia, un rincón dedicado a honrar nuestras raíces paisas y celebrar aquello que nos une en la distancia. En el año 2000, adquirí el nombre de dominio, y desde entonces, el proyecto creció como un árbol robusto en medio de la tierra movediza de la internet. LoPaisa.com no solo me llenó de satisfacción personal, sino que se convirtió en una ventana al mundo, llevándome a rincones inesperados y dándome un reconocimiento que jamás habría imaginado. Era, y sigue siendo, un testimonio de orgullo, una cuerda invisible que conecta las tradiciones con aquellos que buscan un pedacito de su tierra desde lejos.

Esos años estaban impregnados de retos y alegrías. En medio del esfuerzo diario por compaginar mis responsabilidades como padre y profesional, había algo profundamente gratificante en saber que, con cada diseño y con cada línea de código, estaba construyendo un puente entre lo que amaba y lo que podía ofrecer al mundo. Mientras tanto, Mauri, con su energía inagotable, llenaba de luz cada rincón de mi vida, recordándome que incluso en las jornadas más arduas, siempre había un resquicio de felicidad que podía florecer.


En aquellos años, la vida se desplegaba como un tapiz multicolor, tejido con hilos de desafíos y triunfos. LoPaisa.com se convirtió en un portal mágico, no solo una simple página web, sino un puente que unía mundos: el del arte, las tradiciones y las costumbres, especialmente en el vibrante corazón de las comunidades latinas de Nueva York y Miami. Era como si cada clic en el teclado abriera puertas a nuevas dimensiones, donde las relaciones florecían cual jardines encantados en medio del concreto urbano.

Hay algo curioso y satisfactorio en devolverle a alguien lo que nunca debió perder, sobre todo si ese alguien hace reír a miles de personas. A principios de los años 2000, Saulo García, mejor conocido como El Marinillo, se había ganado el cariño del público con su stand-up El insomnio americano. Su escenario era un rincón amable en medio del caos, y la risa, su herramienta favorita. Pero detrás del telón, Saulo tenía un pequeño problema: su sitio web, saulogarcia.com, había caído en manos de un oportunista digital — un antiguo asesore “experto” que enredan más de lo que ayudan. No se trataba solo de una página web. Era su nombre, su cara en internet, su punto de encuentro con el mundo. Para recuperarlo, le exigían una suma absurda, como si estuviera comprando un penthouse en Miami y no el derecho a su propio nombre. Naturalmente, la situación no le hacía ni cinco de gracia. Ahí fue cuando nuestras vidas se cruzaron. Recuerdo su llamada como si hubiera sido ayer: un tipo carismático, amable… y claramente frustrado. Me propuse ayudarlo, más por convicción que por heroísmo. Lo justo es lo justo, y el humor también merece su propio dominio. Lo que siguió fue más largo de lo previsto —dos años de espera, trámites técnicos y más de un dolor de cabeza virtual. Pero con cada paso que dábamos, más claro tenía que no se trataba solo de una dirección en internet. Era una causa personal. Un buen día —de esos que empiezan como cualquier otro y terminan con una buena noticia— logramos recuperar saulogarcia.com. Le devolvimos su nombre digital, su identidad creativa y ese canal directo con su público que nunca debió perder.

Nueva York, esa babel de sueños y realidades, se convirtió en el lienzo donde se pintaban oportunidades únicas. La familia Alarcón, con don Jorge, su hijo Jean-Pierre y su hermano Héctor a la cabeza, era como los patriarcas de una saga familiar digna de una novela. Sus restaurantes, El Chibcha y Añoranzas, no eran simples locales de comida; eran santuarios de la nostalgia, donde los aromas y sabores transportaban a los comensales a tierras lejanas y tiempos pasados. Pero más que eso, eran el epicentro de la vida social y cultural de la comunidad latina.

En sus salones, las mesas se llenaban de conversaciones animadas, brindis que resonaban como cantos y risas que parecían grabarse en las paredes. Eran sitios de moda, mucho más que restaurantes: eran puntos de encuentro donde la música tropical marcaba el ritmo de la noche, y los artistas más destacados del momento desfilaban entre luces y aplausos. Allí se vivía la esencia misma de la alegría caribeña, con canciones que evocaban islas lejanas, montañas y mares, mientras la gente bailaba al compás de orquestas que mantenían vivo el espíritu de la nostalgia y el gozo.

Añoranzas y El Chibcha no solo ofrecían comida; eran un viaje multisensorial, una experiencia que conectaba a los comensales con su identidad y raíces, mientras los artistas —cantantes, músicos, y folcloristas— convertían cada noche en un espectáculo vibrante. En esos espacios, la tradición se mezclaba con la modernidad, los sueños con la memoria, y cada encuentro era una oportunidad para celebrar, incluso en la distancia, lo que nos hace sentir en casa.

La colaboración con RCN Nueva York, bajo la batuta de don Jorge, era como ser parte de una orquesta que tocaba la melodía de la identidad latina en el corazón de la Gran Manzana. Cada nota, cada palabra transmitida, era un hilo más en el tejido de una comunidad que luchaba por mantener vivas sus raíces en tierra extranjera.

Y en medio de todo este torbellino de creatividad y conexiones, estaba él, mi hijo, ancla y faro en este mar de experiencias. Su presencia era el recordatorio constante de que, más allá de los logros profesionales, existía un amor infinito que daba sentido a cada esfuerzo, a cada noche en vela frente a la pantalla del computador.

Aquella época dorada fue como un cuento mágico donde la pasión y el propósito se entrelazaban en una danza perfecta, y donde cada día traía consigo la promesa de nuevas aventuras y descubrimientos. Era un tiempo en el que los sueños no solo se soñaban, sino que se vivían, se respiraban, se construían con cada enlace creado, con cada sonrisa compartida, con cada historia contada.

Para ese año 2005, el aire comenzó a cambiar —no en temperatura ni en olor, sino en esa sustancia invisible que envuelve los días cuando algo se aproxima. Una inquietud callada se instaló en las esquinas, como una bruma que no se ve, pero se intuye. No era temor todavía, pero sí advertencia. Una advertencia que no hablaba en voz alta, sino que susurraba por dentro.

Yo, que había aprendido a leer los signos del destino como se lee una carta desgastada por el tiempo, sentí cómo mi malicia premonitoria, esa facultad aguda que uno desarrolla luego de haber sobrevivido a suficientes heridas, comenzó a latir con fuerza. No era paranoia ni melancolía. Era un sexto sentido cultivado en los años más duros de Medellín, cuando el peligro se disfrazaba de vecino y el horror venía en paquetes envueltos con rutina.

Dos hechos, en particular, se levantaron como estandartes sombríos, marcando el inicio de una nueva etapa —una etapa que aún no tenía nombre, pero ya anunciaba su llegada con dedos fríos. El primero fue la inseguridad creciente en Torreón, una sombra que se deslizaba sin prisa, pero sin pausa, como una víbora vieja que conoce todos los caminos.

Los noticieros comenzaron a hablar con una voz distinta —más tensa, más críptica. Las calles, que durante años habían sido testigos de nuestras risas, nuestras compras de domingo y los juegos de Mauri bajo el sol lagunero, empezaron a cambiar su expresión. Los parques ya no reían, los vecinos bajaban el tono al hablar y los perros ladraban más, como si también ellos supieran lo que se avecinaba.

Cada rumor, cada historia que se repetía en la fila del supermercado o en la conversación casual con un taxista, me devolvía —sin permiso— a los años ochenta de mi juventud, cuando Medellín era un tablero de ajedrez jugado por manos siniestras. Pero esta vez no se trataba del recuerdo. Esta vez, lo sentía en el presente.
Y lo que presentía no era solo un repunte de violencia. Era algo más hondo, más vasto. Como si una tormenta de otro orden estuviera fermentando bajo la tierra, esperando el momento justo para estallar.

Torreón, siempre orgullosa de haber “vencido al desierto”, empezaba a mirar por encima del hombro. La ciudad, que había sido refugio y testigo de mi reconstrucción, ya no respiraba con la misma confianza. Algo en ella se encogía, como si los edificios se inclinaran levemente, no por el viento, sino por un pudor antiguo.

Y yo —como tantos otros— empecé a caminar distinto. A mirar dos veces antes de cruzar la calle. A cerrar la puerta con una vuelta más de llave. Porque cuando el miedo vuelve a instalarse, no golpea la puerta. Entra en silencio y se sienta en la sala, esperando a que lo reconozcas.

El segundo hecho, aunque distinto en forma, tenía ese mismo sabor amargo que dejan las cosas que cambian sin pedir permiso. Era un movimiento sutil, casi imperceptible, que comenzó a gestarse en los pasillos de Sara Lee, la empresa donde Ofelia había construido su mundo profesional con pulcritud y constancia. Al principio eran apenas rumores, susurros que flotaban entre tazas de café y carpetas llenas de cifras, noticias que nacían en la lengua de los jefes y morían, como ecos, en los oídos de los empleados.

Pero yo la conocía demasiado bien. Sabía leerla más allá de sus silencios educados y de su manera precisa de no alarmar a nadie. Su mirada se endurecía levemente al hablar del tema, como si una parte de ella ya estuviera haciendo las maletas, preparándose para un destino aún no confirmado.
—Son solo ajustes —decía con voz pausada—, cosas normales en una empresa grande.

Pero las palabras de Ofelia, incluso cuando eran suaves, podían llevar debajo una piedra pesada.
Y yo sabía —como se sabe la lluvia antes de que caiga— que aquello no era menor.
Los cambios, al igual que la tristeza, no siempre llegan con estruendo. A veces se deslizan como un perfume nuevo en una habitación cerrada. No los ves, pero una vez que entran, lo impregnan todo.

Así, mientras las calles de Torreón se llenaban de sombras largas y pasos más cautelosos, en nuestro pequeño universo familiar comenzaban a abrirse grietas invisibles, delgadas como las que surgen en los muros después de un temblor leve —esas que no se ven a simple vista, pero que anuncian que algo se ha movido en los cimientos.

Estos dos hechos —la inseguridad afuera y la inestabilidad adentro— no parecían tener conexión lógica, pero en mi interior resonaban como notas del mismo acorde, como si el universo me hablara en lenguajes distintos para decirme lo mismo: prepárate.

El equilibrio que habíamos sostenido con tanto esmero, entre el trabajo de Ofelia, la crianza de Mauri y esa dicha sencilla que cultivábamos a diario como si fuera un jardín secreto, empezaba a tambalearse, no por negligencia, sino por las inevitables mareas de la vida.

Aún reíamos.
Aún hacíamos planes para los fines de semana.
Aún nos permitíamos soñar con un futuro sin sobresaltos.
Pero yo —padre tardío, emigrante dos veces, centinela por oficio— sabía que algo se aproximaba.
Algo que aún no tenía rostro ni fecha, pero que aguardaba, paciente, detrás de alguna esquina del tiempo, su oportunidad para irrumpir.

Y en medio de todo, Mauri seguía siendo nuestra luz.
Su risa tenía el don de despejar las nubes por instantes. Sus juegos eran un conjuro diario contra la inquietud.
Pero ni siquiera la magia infantil puede detener el curso de lo inevitable.

Las decisiones importantes —esas que cambian la dirección de una vida entera— ya habían comenzado a nacer, aunque aún no lo supiéramos.

«El Peso de las Decisiones: La Incertidumbre Silenciosa »
El amanecer se insinuaba tímidamente, apenas un destello de ámbar que se filtraba entre las cortinas, un susurro contenido que recorría los muros con una delicadeza que parecía buscar sanar heridas invisibles. La habitación respiraba al ritmo sereno de Mauri, cuya paz dictaba el compás invisible de ese espacio íntimo que parecía contenernos en un abrazo etéreo. Desde la ventana entreabierta, el perfume del café recién hecho se mezclaba con el aliento dulce de los jacarandás, una fragancia suspendida en el aire que desdibujaba la línea entre lo que quedaba y lo que el tiempo, con su sigilo, empezaba a desvanecer. En esa penumbra cargada de ternura, el mundo parecía detenerse, compartiendo con Mauri el vaivén pausado de su respiración. Desde donde lo observaba, su sueño se revelaba como una tregua sagrada, un paréntesis en el tiempo donde el futuro, aún sin rostro, desplegaba sus secretos en forma de susurros. La brisa, cómplice juguetona, acariciaba las cortinas, que respondían con un suave baile de ritmos pausados, como si intentaran descifrar el lenguaje inaudible de los presagios. La aurora, silenciosa y audaz, se deslizaba lentamente por la habitación, envolviéndolo todo con su abrazo de oro pálido. Los rayos, delgados como filamentos, tocaban cada rincón con una delicadeza que exploraba los recovecos del día naciente. Era un instante frágil, donde el aire parecía sostenerse sobre un hilo de serenidad antigua, casi sagrada. En la distancia, las sombras, derrotadas, se apresuraban a retirarse, como si la promesa del día las obligara a huir con sigilo. Poco a poco, entre luces y penumbras, el mundo recuperaba su forma, como si la claridad misma actuara como un bálsamo, curando las grietas que la noche había dejado. Todo en ese momento parecía estar suspendido, flotando en un latido lento del tiempo. La vida, descalza y audaz, trazaba con el amanecer sus primeras pinceladas, y el universo entero contenía la respiración, entregándose por completo al milagro de un nuevo comienzo.


Para marzo de 2006 a mis cincuenta y cuatro años, sentía a la vida acechándome como un ave de rapiña que dibujaba círculos invisibles sobre la piel, con una mirada impasible que desnudaba cada grieta, cada resquicio oculto. Sus alas—extendidas, eternas—rozaban apenas mis pensamientos, calculando mis movimientos como si fuera un duelo silencioso del que dependiera algo más grande que mi existencia.


En mi interior se desplegaba una danza sutil, tejida entre dos universos que parecían respirar en paralelo. Uno, delicado y quebradizo, reflejaba la transparencia del cristal soplado, efímero en su hermosura; el otro, envolvente y eterno, anudaba en silencio los hilos invisibles que sostienen la paternidad, ese amor que desafía el tiempo y se aferra incluso a lo inaprensible. Ambos mundos convivían dentro de mí, en un equilibrio frágil que la vida misma observaba con su implacable juicio.


El aroma de Mauri flotaba como un vestigio de su niñez, una fragancia etérea que parecía danzar por los rincones de la casa, susurrando memorias y envolviendo cada objeto con un calor inexplicable. Los días avanzaban con la lentitud propia de un sueño, como si el tiempo temiera alterar la armonía que habitaba en nuestra pequeña rutina. En el mundo exterior, entretanto, los correos electrónicos y las llamadas de los clientes de Miami y Nueva York me alcanzaban como ecos de otra vida, exigentes y llenos de prisa, celebrando los frutos de mi trabajo pero reclamando siempre más de lo que podía ofrecer.


En casa, en cambio, todo era serenidad. Las horas compartidas con Mauri eran más que fragmentos de tiempo; eran ofrendas. Cada sonrisa suya iluminaba los días, cada risa era un recordatorio de la pureza que la vida aún guardaba para mí. La cotidianidad, lejos de tornarse monótona, era un espacio sagrado donde se orquestaban los gestos simples y honestos, esos que resonaban con la profundidad de lo eterno. Aferrado a esos momentos, percibía cómo el mundo que había creado con él seguía sosteniéndose como un refugio, mientras el futuro aguardaba, paciente, al otro lado de nuestra burbuja.


Los días fluían con una cadencia que oscilaba entre el vértigo y la quietud, como dos ritmos opuestos compitiendo por apropiarse de mi existencia. En aquel primer universo, las palabras de aprobación llegaban impersonales, desprovistas de rostro y llenas de una fugacidad casi desesperante; eran como hojas que el viento arrastraba, perdiéndose antes de tocar el suelo. Pero en el otro, todo se llenaba de peso y significado. El refugio de nuestro hogar, con Mauri en el centro, parecía conspirar con el tiempo para detenerlo, creando un espacio donde lo eterno era tangible, donde cada risa suya se extendía como círculos sobre un lago inmóvil.


La casa respiraba con una quietud cómplice, cargada de un lenguaje secreto que solo nosotros entendíamos. Era como si en los muros susurraran historias de todo lo que habíamos sido, mientras que el aire mismo, impregnado de risas y recuerdos, se volvía un guardián invisible de esos momentos. Entre aquellas murallas, lo efímero se transformaba, y lo ordinario adquiría la textura profunda de lo sagrado. Me parecía entonces que el mundo exterior, con todo su bullicio y urgencias, quedaba reducido a un murmullo lejano, incapaz de penetrar en este lugar donde el amor silencioso hacía temblar hasta a la propia vida.

La ciudad, con su aire cansado y áspero, parecía haber perdido el brillo generoso que alguna vez la hizo hogar. Como un rostro que revela cicatrices antes ocultas, dejaba entrever un agotamiento que se infiltraba en las calles, en los gestos de su gente, en los ecos que resonaban al caer la tarde. La inseguridad, antigua compañera que había logrado silenciar en otros tiempos, regresaba sigilosa, sus pasos apenas audibles pero inevitables, como sombras que se aferran a las esquinas. Traía consigo murmullos de un pasado que aún dolía, recuerdos de la violencia áspera que marcó los años en Medellín.

Y sin embargo, algo más profundo se movía en esas sombras. No era miedo lo que sentía, sino ese temblor premonitorio que precede a los grandes cambios. La ciudad, en su mutismo cada vez más elocuente, parecía susurrarme secretos que aún no podía descifrar. Las paredes de mi casa, testigos silenciosos y leales, guardaban un aliento contenido, como si ellas mismas presintieran que algo estaba por desmoronarse… o por construirse.

Mauri, mi hijo, era mi ancla y mi vela en un mar de incertidumbre. Como ancla, me sujetaba a la vida cuando todo en mí quería soltarse, bastando mirarlo dormir para recordar mi existencia más allá de mí mismo. Su mirada, aún sin juzgar, me retenía a tierra firme sin ataduras. Como vela, su risa me impulsaba hacia adelante, incluso contra el viento, y su voz, torpe y desordenada, prometía una dirección. Gracias a él, mis días no se hundieron en la deriva ni dejé de avanzar.

Mauri dormía, ajeno a la geografía de incertidumbres que se dibujaba. Pero yo sabía que los sueños de un niño son más resilientes que cualquier mapa de desventuras. Sus respiraciones, esas olas que regresaban a la costa de mi existencia, me recordaban que aún había un horizonte por descubrir.

La noche se extendía, elástica y enigmática. Y en su centro, yo me mantenía despierto, esperando. No sabía qué, pero algo me decía que esta no era una espera cualquiera. Era el prólogo de una historia que aún no tenía nombre.

"Cada capítulo trae consigo una pieza de este rompecabezas. ¿Qué significado tendrá el próximo fragmento? Gracias por acompañarme en este viaje."

"Pinceladas de Vida" 
Abelardo Salazar

Escuche el audio en youtube.com


Comentarios

Entradas populares de este blog

Inicio «Prólogo: Pinceladas de Vida: Un Relato de Memorias y Sueños de un exiliado en Canadá»

Capítulo 25 "Mapas de Ausencia y Esperanza"

Capítulo 26 «Donde crecen los sueños: Semillas del destino»

No 10 "Cartas Sin Remitente: Ecos de una Victoria Silenciosa"

Capítulo 16 "El Viaje de las Promesas: "La Travesía del Encuentro"

Capítulo 15 "Entre la Locura y el Amor Digital"

Capítulo 24 "Nuevos Horizontes: La Reinvención"

No 7 "Caminos sin Huellas: Ausencias Compartidas"

No 2 "El ocaso del arquitecto: Cuando los sueños se desvanecen"

Capítulo 23 «El Jardín de los Tiempos Prestados»