Capítulo 22 «El día en que el tiempo se detuvo»

 3 de octubre de 1998

Torreón despertó vestida de novia aquella mañana. Las buganvillas trepaban por los postes como testigos impacientes, y el viento —ese viejo tejedor de destinos— hilaba canciones con el rumor de los vestidos de seda. En la iglesia de San José, donde los santos de madera inclinaban sus cabezas en actitud de rezo, las gardenias susurraban secretos que solo los enamorados podían oír.

«¿Será este el último día en que nos reconozcamos como dos?», pensé al verla avanzar entre velos de luz dorada. Las campanas no repicaban: cantaban en un lenguaje olvidado, mientras el sol filtraba su bendición a través de los vitrales, pintando promesas efímeras sobre nuestras manos entrelazadas. La ciudad entera respiraba una fragancia de azahar y esperanza, mientras el sol, cual Cupido travieso, lanzaba flechas doradas sobre los invitados.

Nuestra boda fue más que una ceremonia; fue un momento mágico y único, un conjuro de amor que resonó en cada rincón de la comarca. Las flores, confidentes silenciosas de nuestros secretos, derramaban su perfume en el aire, y la música, cual río cristalino, fluía acariciando cada corazón. Y ahora, mirando hacia atrás, me pregunto: ¿sabíamos realmente lo que nos esperaba?
Al día siguiente, dejamos atrás Torreón, llevando con nosotros no solo los recuerdos de una boda de ensueño, sino también la promesa de un futuro juntos.

"Xcaret: un paraíso entre el cielo y el mar"

Cancún nos abrazó con sus olas de turquesa y su arena de terciopelo. La isla maya de Xcaret, un edén suspendido entre el cielo y el mar, nos reveló sus antiguos misterios. Los ríos subterráneos, venas palpitantes de la tierra, nos condujeron a través de cavernas iluminadas por la luz espectral de los ancestros. Allí, entre el canto de los pájaros exóticos y el susurro del viento, descubrí que ser amado no es nada, que amar, sin embargo, lo es todo.

—Mira a tu alrededor, ¿no sientes la magia en el aire? Este lugar está lleno de historias.

Y entonces comprendí: lo que hace valiosa y placentera la existencia no es el destino, sino la sensibilidad con la que la recorremos. Donde quiera que mirara, la felicidad se componía de instantes, de emociones suspendidas en el aire como la brisa tibia del Caribe.

Pero, ¿podríamos mantener esa felicidad intacta al regresar a la rutina?

El tiempo, aquel día, hizo una reverencia y se detuvo. Pero solo por un instante.

"Unos meses después..."

De regreso a Monterrey, la ciudad nos recibió con su bullicio y su energía inagotable. Sus montañas, imponentes centinelas, nos recordaron la importancia de la perseverancia y la valentía. Escogimos Monterrey por la cercanía al trabajo de mi esposa, faro que iluminaba nuestro camino, nos brindó la estabilidad económica necesaria para construir nuestro hogar. Pero en este nuevo capítulo, alguien se convirtió en un faro aún más brillante: la abuelita Bella.

Bella, con su sabiduría profunda y su corazón generoso, era un manantial de amor y esperanza. Una tarde, mientras tomábamos un café en su jardín, nos compartió una reflexión que quedó grabada en mi memoria.

—"Un matrimonio feliz—dijo con una sonrisa— es la unión de dos buenos perdonadores.".
"El secreto de un buen matrimonio no es encontrar a la persona correcta, sino aprender a amar a la persona que encontraste."

Sus consejos, sus palabras de aliento y su mirada cálida se convirtieron en nuestra guía en momentos de duda.

—Nunca olvides que el amor es el ingrediente más importante —añadió con una mirada penetrante.

Ella, que había vivido tantas vidas en una sola, nos enseñó que la verdadera felicidad residía en los pequeños detalles, en la capacidad de amar sin reservas y en la sensibilidad para apreciar la belleza que nos rodeaba. Pero, ¿qué secretos escondía Bella detrás de su sonrisa serena?

Así, con la bendición de Bella y la magia de Xcaret resonando en nuestros corazones, nos aventuramos a escribir este nuevo capítulo.

—Que nuestras palabras sean un reflejo del amor que nos une —dije, tomando su mano—, que nuestros actos sean un testimonio de nuestro amor y que nuestra sensibilidad nos permita crear un mundo más justo y hermoso.

—Que la abuelita Bella sea siempre nuestra guía y que el amor, cual llama eterna, ilumine nuestro camino.

Pero, ¿seremos capaces de cumplir todas nuestras promesas? Solo el tiempo lo dirá...

 «El Tiempo y sus Espejismos»

El Sueño Imposible
En nuestra casa, donde el tiempo se colaba por las rendijas como un gato sigiloso, ella danzaba entre sueños maternales que flotaban como motas de polvo en la luz del atardecer. A sus treinta y cuatro primaveras, cada mes su esperanza renacía como un ave fénix de cenizas invisibles. La encontraba en el baño, contando días en un calendario donde los números bailaban una danza macabra de ilusiones y decepciones. Sus ojos brillaban con un destello que hacía palidecer a las estrellas cuando se detenía frente a los escaparates de ropa infantil.

En las noches silenciosas, cuando el mundo se desvanecía tras las cortinas de encaje, nuestras conversaciones adquirían la densidad del terciopelo antiguo. El aire mismo parecía contener el aliento, esperando que nuestras palabras dieran forma a un futuro incierto.

—¿Te imaginas si tuviéramos un hijo? —murmuró una noche, su voz apenas un roce en la penumbra de nuestro cuarto.

—Sería hermoso —respondí, acariciando su mano, mientras mi corazón guardaba celosamente secretos que pesaban como plomo.

El Peso del Pasado y los Secretos No Dichos

Mis cuarenta y ocho inviernos susurraban advertencias que no me atrevía a pronunciar. Yo ya había sepultado la idea de tener hijos mucho antes de conocerla. Tres intensos deseos habían gobernado los rumbos de mi vida como timones invisibles: el amor, que me había llevado hasta ella; la búsqueda del conocimiento, que me había mostrado las crueles verdades del mundo; y una profunda compasión que me encadenaba a este valle de lágrimas.

Estos secretos, que no compartía con nadie pero que siempre estaban presentes en mí, moldeaban mi visión del mundo y de la paternidad. Los ecos desgarradores de la vida resonaban incesantes en mis oídos —niños hambrientos, víctimas de la injusticia, ancianos abandonados— convirtiendo en grotesco lo que debería ser venturoso. ¿Cómo traer una criatura a este escenario de ruinas y tempestades?

La vida, con sus giros crueles y su incertidumbre eterna, me había enseñado a no hacer planes a largo plazo. Criarse entre el caos, viendo cómo el mundo se devoraba a sí mismo, me convirtió en un hombre pragmático, acaso cínico. Estas verdades, guardadas en lo más profundo de mi ser, pesaban sobre mí cada vez que ella hablaba de nuestro futuro hijo.

La Danza de la Esperanza

—¿No sería hermoso? —susurraba ella mientras sus dedos dibujaban círculos invisibles sobre la mesa de roble heredada de su abuela, testigo de tres generaciones de primeros pasos.

En sus ojos podía ver reflejado un mundo completo: cuartos pintados de colores suaves, pequeños zapatos alineados junto a la puerta, risas infantiles rebotando en las paredes como burbujas de jabón. Sus sueños —mariposas de alas doradas— revoloteaban en el aire denso de las tardes, mientras yo los observaba desde la orilla de mi propia nostalgia, sabiendo que en lo profundo de mi ser había enterrado la idea de la paternidad como quien entierra un tesoro que nunca debió encontrar.

La Verdad Inevitable

El sobre del especialista llegó en una tarde de otoño, cuando las hojas de los árboles caían como lágrimas doradas. La naturaleza, en su infinita sabiduría —o quizás en su cruel ironía—, había decidido por nosotros. Ella sostuvo el papel como si fuera una mariposa herida. Sus lágrimas, al caer sobre el documento, parecían cristalizar en diminutos diamantes que refractaban la luz del atardecer.

El silencio que siguió fue tan denso que casi podía tocarse. Las paredes de nuestra casa parecían encogerse, como si quisieran abrazarnos en nuestro dolor compartido. Afuera, el viento susurraba secretos indescifrables entre las ramas desnudas de los árboles.

Reflexiones en el Silencio

En el espacio tibio que quedaba en las sábanas cuando ella se levantaba al alba, en el vapor de las tazas de café compartidas, persistía la pregunta sin respuesta: ¿Era el destino, un giro inevitable de los acontecimientos, o simplemente la vida respondiendo a mi antiguo y oculto deseo?

La respuesta se mecía como una hoja en el viento, tan cerca y tan inalcanzable como las estrellas que observábamos desde nuestra ventana en las noches de insomnio compartido. El tiempo, ese viejo sastre, cosía nuestros días con hilos de plata, uniendo los retazos de nuestras vidas en un tapiz de amor y pérdida.

Un Nuevo Amanecer

Y sin embargo, en ese mismo instante, descubro una verdad que duele y consuela a partes iguales: que el amor, como las flores silvestres, encuentra formas de crecer incluso en los jardines más inesperados. Porque a veces, cuando menos lo esperamos, el destino deja caer una semilla en la grieta más insospechada, y algo nuevo —algo hermoso— comienza a florecer.

Mientras el sol se asomaba tímidamente por el horizonte, pintando el cielo de tonos rosados y dorados, sentí su mano entrelazarse con la mía. En ese gesto simple pero profundo, encontré una promesa silenciosa de que, juntos, podríamos enfrentar cualquier tormenta que la vida nos deparara. Y por primera vez en mucho tiempo, me permití soñar con un futuro que, aunque diferente al que habíamos imaginado, podría ser igualmente hermoso y lleno de amor

"Óscar, el de la renta (y otras trampas del destino)"

La primera vez que visité Monterrey, hubo algo que me dejó intrigado. Desde la ventana del hotel, vi a lo lejos un conjunto de edificios blancos que parecían flotar en la ladera de una montaña. No había forma de que esas construcciones resistieran en semejante pendiente sin desafiar todas las leyes de la física. Ahí estaban, desafiantes, como si un mago hubiera decidido colocar sus piezas de ajedrez en el aire, a medio camino entre la realidad y el absurdo.

El destino, que tiene una extraña fijación por las ironías, quiso que cuando nos establecimos en Monterrey, termináramos viviendo precisamente en uno de esos edificios flotantes. Sí, ahí, en la montaña desafiante, en ese cúmulo de departamentos que parecían sostenerse más por el deseo de sus habitantes que por la ingeniería civil.

El propietario de nuestro apartamento era un mexicano joven, recién casado, el más simpático que conocí en mi estancia en la ciudad. Desde el primer momento se presentó con una sonrisa de complicidad y una frase que jamás olvidaré:

—Me llamo Óscar, para que se acuerde fácil… Óscar, el de la renta.

Así quedó bautizado en nuestra memoria y, sin saberlo, en nuestra historia. Óscar no solo era nuestro casero; con el tiempo se convirtió en un amigo, un confidente, un personaje entrañable de nuestra vida recién casados.

Vivía justo al lado, pues era dueño de varios departamentos, lo que le permitía visitarnos con cualquier excusa: que si la tubería, que si el contrato, que si la presión del agua. Pero había algo que siempre traía consigo: su bebé. Un niño precioso, de cachetes redondos y ojos grandes, que se reía con el descaro de quien sabe que todos lo encuentran irresistible.

Óscar no era tonto. Sabía exactamente el efecto que causaba en nosotros. Aún sin hijos, recién casados, en esa etapa en la que uno se siente adulto pero todavía no sabe si quiere asumir todas las responsabilidades que vienen con el paquete matrimonial, la presencia de aquel bebé era una especie de recordatorio constante. Una tortura dulce, casi calculada.

—Téngalo tantito —nos decía, con esa voz de vendedor que convence sin que te des cuenta.

Y claro, caíamos en la trampa. Lo cargábamos, lo mirábamos embobados, nos derretíamos ante sus risitas y balbuceos. Y cuando Óscar se lo llevaba de vuelta, se iba dejándonos en un mar de pensamientos.

No lo decía abiertamente, pero estaba claro que disfrutaba sembrar la duda. Como si cada visita no fuera solo para hablar de la renta, sino para preguntarnos con su mirada: “¿Y ustedes para cuándo?”

Cada noche, después de una de sus visitas, nos quedábamos en silencio unos segundos. Luego, uno de los dos lanzaba la pregunta que flotaba en el aire como los edificios en la montaña:

—¿Y si tuviéramos un bebé?

El otro, dependiendo del estado de ánimo y la cantidad de cuentas por pagar, respondía con un encogimiento de hombros o un cambio de tema urgente.

Así pasó el tiempo, entre pagos de alquiler, conversaciones en el pasillo y visitas inesperadas de Óscar con su bebé. Hasta que un día, sin previo aviso, nos dimos cuenta de que algo había cambiado.

Pero eso… ya es otra historia.



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