Capítulo 20 "El Umbral del amor"
"El Umbral del amor"
En la penumbra de la noche, cuando el silencio se cierne sobre el mundo como un manto de terciopelo negro, una certeza me asalta: la de haber olvidado algo esencial. Es una sensación fantasmal, como si una parte de mi ser hubiera quedado rezagada en una casa de la que partí apresuradamente, dejando tras de mí puertas entreabiertas y luces parpadeantes. El aire nocturno, denso y cargado de secretos, parece susurrar con voces apenas audibles, recordándome esa pieza faltante de mi existencia.
Miro mis manos bajo la luz ambarina del atardecer, estas manos que guardan la memoria de todos los caminos recorridos. En sus líneas leo la historia de los sueños que han florecido y marchitado entre mis dedos, de las promesas que se han deslizado como agua entre las grietas del tiempo. Cada marca es un mapa de batallas libradas, cada cicatriz una historia de amor o pérdida que el tiempo no ha logrado borrar. Me pregunto si estas manos, que han aprendido el arte de soltar, serán ahora capaces de sostener el peso de una vida compartida.
La soledad, ese desierto interior que nos habita, nos empuja a buscar desesperadamente un oasis en el corazón de otro. Anhelamos un espejo donde reflejar nuestra propia imagen, un complemento que nos complete, que nos haga sentir enteros. Pero, ¿cómo podemos amar verdaderamente a otro si aún no hemos aprendido a amar nuestra propia soledad?
— El amor —me digo a mí mismo, en la quietud de la noche— comienza con uno mismo.
Y entonces, como respuesta a este entendimiento, el amor, cual intrépido capitán, toma el timón de mi destino. La veo llegar cada tarde, su vestido danzando al compás del viento, una mariposa de seda que revolotea entre las flores del jardín. Me pregunto si habito sus pensamientos con la misma intensidad con la que ella ocupa los míos. A veces, cuando recoge su cabello con una mirada distraída, me parece una mujer que ha transitado por múltiples vidas, que ha amado y perdido en noches de lluvia y nostalgia, y que, a pesar de todo, ha elegido quedarse a mi lado.
— ¿En qué piensas? —me pregunta ella, sus ojos brillando como luciérnagas en la oscuridad.
— En ti —respondo, y es verdad, pero también una mentira piadosa, porque pienso en ella y en mí, en nosotros y en el abismo que se abre ante nuestros pies.
Cada día, mis manos aprenden nuevas formas de amar: el roce casual mientras preparamos el desayuno, el entrelazamiento de dedos durante un paseo, la caricia silenciosa que consuela sin necesidad de palabras. Y en este aprendizaje, descubro que quizás no se trata de ser capaz de sostener todo el peso de una vida compartida, sino de aprender a tejer juntos una red lo suficientemente fuerte para sostenernos mutuamente cuando las mareas suban y las tormentas amenacen con desviarnos de nuestro curso.
— ¿Tienes miedo? —me pregunta una noche, mientras contemplamos las estrellas desde el balcón.
— Sí —admito, porque con ella no puedo mentir—. Pero también tengo esperanza.
Como un antiguo marinero que abandona la seguridad de su puerto conocido, me aventuro hacia un horizonte que se pinta con la paleta imposible del amanecer: rosados que sangran en naranjas, violetas que se funden en azules profundos, y ese dorado efímero que corona el momento exacto en que la noche cede su reino al día.
— Ya no busco mitades perdidas —le confieso, mientras el sol se asoma tímidamente por el horizonte—. Busco un alma que resuene en la misma frecuencia que la mía, un corazón que lata al unísono con el mío.
Sé que cuando llegue el momento, cuando la vea aparecer con su luz de aurora, no habrá preguntas que valgan, porque en su mirada estarán todas las respuestas que jamás supe formular. Me encuentro en el umbral de una nueva vida, con el corazón debatiéndose entre la incertidumbre y la esperanza.
— Juntos —me dice ella, entrelazando sus dedos con los míos—, podemos enfrentar cualquier tormenta.
Y yo le creo, porque en su voz escucho el eco de todas las promesas que el universo me ha susurrado desde que nací. Porque para amar de a dos, primero hay que ser uno. Uno consigo mismo, uno con su propia esencia, uno con su propia soledad. Y así, en la víspera de nuestra boda, me encuentro listo para dar el salto, para embarcarme en esta nueva aventura, con el corazón lleno de amor propio y el alma abierta para recibir el amor del otro.
— Estamos listos —susurro, y el universo entero parece asentir en silencio.
"Sombras que caminan conmigo"
El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado. Es una criatura que respira en la penumbra, que se esconde en los dobleces del alma y asoma la cabeza cuando menos lo espero. No importa cuánto me haya alejado, cuántas estaciones hayan transcurrido ni cuántas capas de polvo cubran los recuerdos. Sigue ahí, susurrando en los rincones de mi memoria, como un amante obstinado que se niega a desvanecerse con la luz del alba.
A veces, me visita en los silencios, en el eco de una risa que ya no me pertenece, en la brisa tibia de una tarde que alguna vez fue mía. Otras veces, se cuela en mis sueños, con rostros desdibujados y voces que creía olvidadas, recordándome que todo lo que fui sigue latiendo en lo que soy. Y aunque intento escribir nuevas historias sobre las páginas amarillentas de mi vida, el pasado persiste como una filigrana en el papel, visible solo cuando se mira a contraluz.
Hay noches en las que se desliza entre las sombras y se sienta a los pies de mi cama, observándome con ojos que ya no existen y llamándome con voces que creí olvidadas. Me devuelve los aromas de otros tiempos: la humedad de la tierra recién llovida, la fragancia amarga del café en las madrugadas de insomnio, el perfume agrio de la despedida. Me asalta en las esquinas de la vida cotidiana, en un acorde de guitarra que se desliza por la radio, en una ráfaga de viento que huele a una ciudad que ya no me pertenece.
Es un manuscrito de emociones y experiencias que se niega a ser borrado, que resurge en los momentos más inesperados como esas flores silvestres que brotan entre las grietas del pavimento, recordándome que la vida, al igual que la memoria, encuentra siempre un camino para manifestarse.
Intento encerrarlo, domarlo, fingir que lo he convertido en un álbum de recuerdos prolijamente ordenado en estantes polvorientos, pero el pasado no es un libro que pueda cerrarse. Es un río subterráneo que fluye en lo más hondo de la existencia, arrastrando lo vivido con la misma fuerza con la que arrastra lo que nunca llegó a ser.
Y aunque a veces lo maldigo, aunque en ciertos amaneceres me descubro suplicándole que me suelte, sé que también es un refugio. Porque hay días en que me aferro a él como quien se abraza a un viejo abrigo en pleno invierno. Hay días en los que el presente se desmorona y el futuro es una bruma espesa, y entonces el pasado se convierte en un ancla, en la única certeza en medio de la incertidumbre.
Tal vez, al final, el pasado no es una cadena que nos ata ni un espectro que nos persigue. Tal vez es solo la raíz de lo que somos, la brújula que nos recuerda de dónde venimos y hacia dónde nos atrevemos a ir. Porque aunque nos empeñemos en enterrarlo, él sigue ahí, latiendo en nuestra sangre, escribiendo con nosotros cada página del presente, sosteniéndonos en este constante vaivén entre lo que fuimos y lo que intentamos ser.
*La ciudad de Torreón se extendía ante mí como un tapiz de colores y sonidos, un lienzo vivo que parecía dar la bienvenida a mi corazón inquieto. La arquitectura colonial, los mercados bulliciosos, la gente amable... todo conspiraba para hacerme sentir que había llegado a un lugar especial, un oasis en medio del desierto de mis dudas.
Caminaba por sus calles, mis pasos resonando en el empedrado como el tic-tac de un reloj que marcaba el tiempo hacia mi destino incierto. El aroma a café recién tostado se mezclaba con el perfume de las flores que adornaban los balcones, creando una sinfonía olfativa que despertaba mis sentidos.
— ¿Te gusta la ciudad? —me preguntó ella, su voz suave como la brisa que acariciaba las hojas de los árboles en la plaza.
— Es hermosa —respondí, pero mis ojos estaban fijos en ella, en la forma en que el sol jugaba con su cabello, en la curva de su sonrisa que prometía un mundo de posibilidades.
Y sin embargo, era la incertidumbre lo que me hacía sentir más vivo. ¿Qué me deparaba el futuro con esta persona que apenas conocía? ¿Seríamos felices juntos? ¿O seríamos extraños que se habían unido por casualidad? La tecnología nos había permitido conocernos, pero ¿sería suficiente para mantenernos unidos?
La nostalgia del pasado me golpeaba como una ola, recordándome todo lo que había dejado atrás. Mis raíces, mi hogar, la vida que conocía. Pero era el amor lo que me hacía seguir adelante, a pesar de la incertidumbre. Un amor que había nacido en la distancia, nutrido por palabras en una pantalla y voces a través de un teléfono.
— A veces pienso —dije, mientras nos sentábamos en un banco de la plaza—, ¿qué es el amor, después de todo? ¿Es una emoción, una decisión, un acto de fe?
Ella me miró, sus ojos reflejando la misma mezcla de emoción y temor que yo sentía.
— Creo que es todo eso —respondió—. Y algo más. Algo que nos conecta con algo más grande que nosotros mismos.
Sus palabras resonaron en mí, mezclándose con el murmullo de la fuente cercana y el canto de los pájaros. En ese momento, sentí que Torreón, esta ciudad que apenas comenzaba a conocer, era el escenario perfecto para nuestra historia de amor.
La soledad que había sido mi compañera constante durante tanto tiempo comenzaba a disolverse, como la niebla matutina bajo el sol del desierto. Ya no buscaba llenar un vacío, sino compartir la plenitud de mi ser con alguien que me aceptaba tal como era.
— Sabes —le dije, tomando su mano—, ya no busco mitades perdidas. Creo que somos dos seres completos que han decidido caminar juntos.
Ella sonrió, y en esa sonrisa vi reflejado todo el futuro que nos esperaba.
— Estamos listos —susurró, y el universo entero pareció asentir en silencio.
La ciudad de Torreón, con su mezcla de tradición y modernidad, se convirtió en el telón de fondo de nuestra historia de amor. Cada calle, cada plaza, cada rincón se impregnó de nuestros recuerdos, de nuestras risas y de nuestros sueños compartidos.
Y así, en vísperas de nuestra boda, me encontré listo para dar el salto, para embarcarme en esta nueva aventura. Con el corazón lleno de amor propio y el alma abierta para recibir el amor del otro, me preparé para escribir el siguiente capítulo de nuestra vida juntos, en esta ciudad que nos había acogido y que ahora llamábamos hogar.
El futuro se extendía ante nosotros, tan vasto y misterioso como el desierto que rodeaba Torreón. Pero ya no tenía miedo. Porque sabía que, pasara lo que pasara, lo enfrentaríamos juntos. Y eso, más que cualquier certeza, era todo lo que necesitaba saber.
El tiempo parecía deslizarse entre mis dedos como arena fina, cada grano un recordatorio de la vida que dejaba atrás y la nueva que estaba a punto de comenzar. El 3 de agosto de 1998 se acercaba con la inexorabilidad de las mareas, trayendo consigo promesas de un futuro que jamás imaginé para mí.
Los anillos de compromiso, esos círculos perfectos de metal precioso, descansaban en su estuche aterciopelado, testigos silenciosos de una decisión que aún me parecía irreal. Yo, que había descartado la posibilidad del matrimonio como quien renuncia a un sueño imposible, me encontraba ahora en la víspera de mi propia boda. Y no solo eso, sino que la idea de un hijo, antes tan remota como las estrellas, comenzaba a brillar en el horizonte de mis pensamientos.
A mis casi 48 años, la vida me sorprendía con una segunda oportunidad, un renacimiento que no había pedido pero que abrazaba con una mezcla de temor y entusiasmo. Mi prometida, con su juventud y su deseo ferviente de formar una familia, era el contrapunto perfecto a mis años y mis dudas.
— ¿Alguna vez pensaste que estarías aquí? —me preguntó una tarde, mientras paseábamos por el Bosque Venustiano Carranza, el verde oasis en medio del desierto lagunero.
— Nunca —respondí con honestidad—. Pero ahora no puedo imaginarme en ningún otro lugar.
Los meses que precedieron a la boda fueron un torbellino de felicidad. Recorríamos Torreón como si fuera una ciudad nueva cada día, descubriendo rincones encantadores y sabores inolvidables. Los mejores restaurantes se convirtieron en el escenario de nuestras conversaciones interminables, donde planeábamos un futuro que parecía tan brillante como el sol del desierto.
Los centros comerciales, con su bullicio y su modernidad, eran el telón de fondo para nuestras compras de último minuto, buscando los detalles perfectos para hacer de nuestra boda un día inolvidable. Todo parecía teñido de un color rosa, como si el mundo entero celebrara con nosotros esta unión inesperada.
Sin embargo, en la quietud de la noche, cuando el silencio se apoderaba de la ciudad y solo se escuchaba el lejano ladrido de un perro o el susurro del viento entre las hojas, una voz en mi interior me recordaba que la vida tiene sus propios planes.
— Una cosa son los planes —me dije a mí mismo, mirando por la ventana hacia la ciudad dormida—, y otra muy distinta es el rumbo que la vida decide tomar.
No podía saberlo entonces, pero esas palabras resultarían proféticas. La vida, con su sabiduría insondable y su sentido del humor a veces cruel, nos llevaría por caminos que ni en nuestros sueños más locos habríamos imaginado.
El día de la boda se acercaba, y con él, un futuro tan incierto como emocionante. Yo, que había vivido casi medio siglo creyendo conocer todas las respuestas, me encontraba ahora frente a un libro cuyas páginas estaban en blanco, esperando ser escritas.
— Estamos listos para lo que venga, ¿verdad? —me preguntó ella una noche, sus ojos brillando con una mezcla de amor y anticipación.
— Juntos —respondí, apretando su mano—, estamos listos para todo.
Y así, con el corazón lleno de amor y la mente abierta a todas las posibilidades, nos preparamos para dar el salto hacia lo desconocido. La vida, esa gran maestra, nos esperaba con lecciones que aún no podíamos imaginar, desafíos que pondría a prueba nuestra unión y alegrías que superarían nuestros sueños más salvajes.
Torreón, nuestra ciudad adoptiva, sería el escenario de esta nueva aventura. Sus calles, sus plazas, su gente, serían testigos silenciosos de nuestra historia de amor, una historia que apenas comenzaba a escribirse en el gran libro de la vida.
"Bajo el Sol de Torreón"
*El Siglo de Torreón, ese venerable periódico que había sido testigo de tantas historias de la ciudad, ahora anunciaba nuestra boda con gran pompa. Ver nuestros nombres impresos en sus páginas me producía una mezcla de orgullo y vértigo, como si de repente nuestra historia personal se hubiera convertido en parte de la narrativa de la ciudad.
— Mira —me dijo ella una mañana, extendiendo el periódico sobre la mesa del desayuno—, somos noticia.
Leí el anuncio, sintiendo cómo cada palabra hacía más real lo que estaba por venir. Nuestras familias, nuestros amigos, incluso desconocidos, todos serían testigos de nuestra unión. Era emocionante y aterrador a partes iguales.
En esos momentos de duda, cuando el peso de la responsabilidad amenazaba con abrumarme, ella me tomaba de las manos y me recordaba con suavidad: "Roma no se construyó en un día. Pero colocaban ladrillos cada hora. No tienes que lograr todo lo que quieres hoy mismo. Solo no dejes de poner ladrillos y así, día a día, es como construyes tu imperio."
Esas palabras se convirtieron en mi mantra, un recordatorio constante de que nuestro amor, nuestra vida juntos, se construiría paso a paso, ladrillo a ladrillo.
Cada fin de semana se convertía en una celebración anticipada de nuestra boda. Las reuniones familiares, animadas y bulliciosas, eran un contraste marcado con la vida que había llevado hasta entonces. La casa se llenaba de risas, de conversaciones en español que aún luchaba por seguir, de aromas que despertaban mis sentidos y me hacían agua la boca.
— Prueba esto —me decía mi futura suegra, ofreciéndome un plato humeante de enchiladas suizas—. Es la receta de mi abuela.
Y yo, fascinado, me sumergía en ese mundo de sabores que era la cocina mexicana. Cada bocado era un descubrimiento, una explosión de sabores que me transportaba a lugares que solo había imaginado. Los chiles en nogada, con sus colores que evocaban la bandera mexicana, se convirtieron en mi plato favorito, una metáfora comestible de mi propia transformación.
La música, oh, la música. Esa pasión que había llevado en la sangre desde niño encontraba ahora su expresión más plena. Los mariachis, con sus trajes de charro y sus voces potentes, me transportaban a un México que solo había conocido en películas y libros. Las rancheras, con su mezcla de dolor y alegría, resonaban en mi alma como si hubieran estado allí siempre, esperando ser descubiertas.
Una noche, en una de esas reuniones familiares, me encontré cantando "Paloma Querida" a todo pulmón, mi acento extranjero mezclándose con las voces de mi nueva familia. Fue un momento de pura alegría, de conexión profunda con esta cultura que me había acogido con los brazos abiertos.
Cada día era un sueño hecho realidad, un descubrimiento tras otro. La riqueza de la cultura mexicana, su historia, sus tradiciones, todo se desplegaba ante mí como un regalo inesperado. Me sentía como un explorador en tierras desconocidas, cada experiencia nueva alimentando mi fascinación y mi amor por este país que estaba a punto de convertirse en mi hogar.
Y en medio de todo esto, ella. Mi prometida, mi guía, mi compañera en esta aventura. Verla en su elemento, rodeada de su familia y sus tradiciones, me hacía amarla aún más. Era como si, al conocer sus raíces, estuviera descubriendo nuevas facetas de ella que me enamoraban cada día.
— ¿Eres feliz? —me preguntó una noche, mientras bailábamos un vals en el patio de su casa, bajo un cielo estrellado que parecía extenderse hasta el infinito.
— Más de lo que jamás imaginé posible —respondí, y era la verdad más pura que había pronunciado en mi vida.
Así, entre sabores, música y amor, los días se deslizaban hacia ese 3 de agosto que marcaría el inicio de nuestra vida juntos. Yo, que había llegado a México como un extraño, me preparaba para convertirme en parte de esta tierra, de esta familia, de esta vida que me había sido regalada cuando menos lo esperaba.
El futuro se extendía ante nosotros, tan vasto y prometedor como el desierto que rodeaba Torreón. Y yo estaba listo para vivirlo, con el corazón abierto y el alma llena de música mexicana, colocando cada día un ladrillo más en la construcción de nuestro imperio de amor.
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