21 «El Día que el Viento Danzó» (34)

Capítulo 21

«El Día que el Viento Danzó»

Torreón amaneció con un cielo teñido de dorados antiguos, como si el desierto mismo hubiera vestido sus nubes para honrar nuestra boda. En la casona de la abuela Bella, donde cada grieta de los muros de adobe exhalaba memorias, el tiempo parecía danzar entre los limoneros que inclinaban sus ramas como ancianos bendiciendo el día.

La encontré en su patio —ese santuario donde había cultivado no solo árboles frutales, sino el amor de generaciones enteras. Sentada en su trono de cedro, sus manos —mapas de nuez surcados por ríos de tiempo— acariciaban un rosario de ébano. Desde que la conocí, su presencia había sido un faro, el corazón palpitante de una familia que se reunía cada fin de semana bajo la sombra de sus cerezos en flor.

—Hoy no te casas solo con Ofelita —dijo al levantarse, ajustándome la solapa del frac con dedos que olían a tierra y albahaca—. Te casas con los fantasmas de esta casa.

Entre el movimiento de las buganvillas, creí ver pasar a sus fantasmas felices: niños descalzos persiguiendo mariposas, novias de otra época riendo con lágrimas en los ojos. Las paredes de la casona parecían latir con vida propia.

El Camino Sagrado

El trayecto hacia la iglesia fue una ceremonia ancestral. Las campanas de la catedral derramaban lágrimas de bronce sobre nuestro camino. La abuela caminaba a mi lado, su bastón de mezquite marcando el compás de un vals que solo los corazones viejos saben bailar.

Al cruzar el umbral del templo, con sus ochenta y tantos años —o tal vez noventa, nunca supe con certeza— guiando mis pasos, di un paso acelerado por los nervios. Sentí ese tirón gentil en mi brazo.

—Tranquilo, mijito —murmuró—. Un buen amor tiene raíces más profundas que los nopales.

Sus pasos medidos me obligaron a moderar mi andar ansioso. Mientras avanzábamos por el pasillo central, entre el caleidoscopio de luz que los vitrales derramaban, su voz susurrante tejía un manto de sabiduría:

—Cuando vengan las tormentas —y vendrán—, recuerden que incluso en la tierra más árida, una pequeña semilla puede echar raíces.

Los muros centenarios respiraban al unísono con nuestro avance pausado. Al llegar al presbiterio, tomó mi rostro entre sus manos que habían acunado cuatro generaciones. En sus ojos color avellana vi desfilar a todas las mujeres de su tiempo: las que bordaron esperanzas en pañuelos ajados, las que bailaron descalzas sobre la tierra seca.

Cuando el órgano entonó las primeras notas anunciando la entrada de Ofelia, la abuelita Bella apretó mi mano con la fuerza acumulada de todas las generaciones que nos precedieron:

—El amor se riega con tiempo y se abraza con memoria.

No sé si dijo exactamente eso, o si esas palabras son las que ahora mi memoria ha elegido conservar. Pero sé que en ese instante comprendí: ella no solo me entregaba a su nieta —me legaba la custodia de un amor tejido con paciencia de telaraña, donde cada hilo era un legado de los que vinieron antes.

Mientras Ofelia avanzaba hacia mí con su vestido tejido de auroras, comprendí que éramos las flores más preciadas de su jardín invisible.

Cuando el Tiempo se Detuvo

Llegamos al altar como llega la primavera al desierto: sin prisa pero con la certeza de que todo florecería. Nuestros pasos resonaban sobre el mármol mientras el eco devolvía no solo el sonido de nuestros pies, sino también el murmullo de todos los «sí, acepto» que se habían pronunciado entre esas paredes.

En el salón de la recepción, nos sentamos en dos sillas que parecían haber estado esperándonos desde siempre. Desde allí contemplamos el desfile de rostros queridos que se acercaban con abrazos —cada felicitación tejía hilos invisibles de afecto que poco a poco crearon un dosel de bendiciones sobre nuestras cabezas.

La música se deslizaba entre los invitados como serpentina de notas cristalinas. El vals principal lo bailamos sobre un piso que parecía respirar bajo nuestros pies.

Los aromas de la cocina se entrelazaban: el mole desprendía volutas de chocolate y especias que dibujaban espirales en el aire, los postres exhalaban dulzura que se condensaba en pequeñas gotas sobre los manteles. Cada platillo era un tributo a la memoria.

Las conversaciones confluían como ríos. Los invitados traían en sus voces ecos de costas, montañas, valles que se fundían con nuestro desierto.

El atardecer se coló por los ventanales como un invitado más, vistiendo de oro y púrpura las paredes. Las sombras comenzaron su propia danza silenciosa. Mientras el sol se despedía, notamos que los relojes parecían haberse olvidado de su deber —algunos momentos se estiraban como caramelo tibio, mientras otros se escurrían entre nuestros dedos.

Los abrazos de despedida guardaban en su calidez promesas de reencuentros. Cuando el último invitado se marchó, el salón suspiró satisfecho.

Esa noche, al cerrar los ojos, sentimos que no solo habíamos celebrado una boda, sino que habíamos sido parte de un momento donde el tiempo, el espacio y el amor se habían fundido en una danza perfecta —

El Vuelo de las Memorias

Las gaviotas de papel que decoraban nuestras mesas comenzaron a despertar con el roce del aire nocturno. Sus alas, antes inmóviles, se estremecieron como si recordaran un antiguo instinto de vuelo.

La ciudad nos esperaba afuera con su abrazo de asfalto y sus luces titilantes. El viento del desierto se coló por las ventanas llevándose los últimos acordes de nuestra fiesta. Pero no se llevó las memorias; esas se quedaron flotando en cada rincón donde habíamos bailado.

Caminamos entre las mesas vacías, nuestros pasos resonando en el silencio como gotas de lluvia en un estanque dormido. Las sombras de los ausentes aún bailaban en las paredes. Cada copa vacía guardaba en su cristal el reflejo de un brindis, cada silla abandonada sostenía el peso invisible de la felicidad compartida.

—¿Cómo hemos llegado hasta aquí? —nos preguntamos.

Y el eco del salón nos respondió con la voz de todas las parejas que habían celebrado su amor entre estas paredes.

Las gaviotas de papel emprendieron entonces un último vuelo. Se elevaron suavemente, como pétalos llevados por una brisa invisible, y dibujaron en el aire la forma de nuestros sueños compartidos. Sus alas —frágiles pero decididas— nos recordaron que el amor, como ellas, puede hacer posible lo imposible.

Salimos al encuentro de la noche. La luna había esperado paciente para bañar nuestro camino con su luz de plata. El aire del desierto nos envolvió en su abrazo mientras caminábamos hacia nuestro futuro, llevando en los bolsillos gaviotas de papel y en el corazón la certeza de que algunos momentos nacen para ser eternos.

Las luces de Torreón parpadeaban a lo lejos como luciérnagas gigantes. El viento seguía jugando con nuestros recuerdos, trenzándolos en el aire como hilos invisibles que nos unirían para siempre a esta noche, a esta danza de gaviotas que nos enseñaron que el amor está hecho para volar.

Suspiro nocturno, alas que rozan el cielo, el amor asciende.

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Comentarios

  1. Esta muy bonito. A mi abuelita le hubiera encantado leerlo. Gracias!

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