Capítulo 19 "El ritual de una despedida"

El ritual de una despedida

"Los recuerdos son plumas que ascienden hacia las estrellas, llevadas por un viento invisible que solo el corazón conoce". Se deslizan con una gracia etérea, como si fueran ecos de un tiempo que ya no nos pertenece, pero que insiste en habitarnos. Flotan en los rincones de la memoria, se posan sobre los objetos que han acumulado el polvo de los años, y se aferran a los últimos rayos de luz que se cuelan por la ventana, como si quisieran eternizarse en ese instante fugaz. Cada pluma es un fragmento de vida que se niega a ser olvidado, y que, al tocarnos, nos hace sentir que el pasado nunca se va del todo, sino que se transforma en algo más sutil, más íntimo, más nuestro.

Cerrar una puerta por última vez no es solo un acto, sino un ritual. Es el eco final de una historia que se desvanece, el epílogo de un capítulo que, aunque escrito, nunca termina de leerse. Aquel 30 de julio de 1998, en el apartamento de la calle Papineau, mis dedos se aferraron a la manija como si pudieran detener el tiempo. Por un instante, el mundo se detuvo, y yo me quedé suspendido en ese umbral, entre lo que fue y lo que sería. 

El aire, denso y cargado de una nostalgia que no podía nombrar, murmuraba palabras que solo las paredes entendían. Ellas, testigos mudos de risas ahogadas, de silencios elocuentes, de confesiones hechas a la luz de la luna y de insomnios que se extendían hasta el amanecer, parecían querer abrazarme una última vez. Sus sombras se acercaban, como si intentaran retenerme, como si supieran que, al cruzar esa puerta, una parte de mí quedaría atrapada para siempre en aquel lugar.

—No nos olvides —musitó el crujido del suelo bajo mis pasos.

Las ventanas, con su velo de polvo y recuerdos, filtraban la luz del atardecer, proyectando sombras que danzaban en la pared como los últimos vestigios de una historia que estaba por cerrarse. Me detuve frente a la puerta y acaricié el marco con la yema de los dedos.

—Nosotros tampoco te olvidaremos —pareció responder el lugar con un gemido de madera cansada.

Respiré hondo. Afuera, la ciudad seguía su curso indiferente, ignorando la trascendencia de aquel instante. Pero para mí, era el fin de una era. Giré la llave con la sensación de estar sellando algo más que un espacio físico. Al empujar la puerta, esta emitió un último quejido, como un adiós contenido.

Di un paso al frente. No miré atrás.

El ritual de la partida es un baile entre la nostalgia y la esperanza. Mientras la mano se posa sobre la cerradura fría, el peso de diez años se hace más evidente. Las paredes desnudas, antes adornadas con la vida misma, ahora son lienzos en blanco que guardan el eco de conversaciones pasadas, de música que ya no suena, de pasos que ya no resuenan.

En ese instante final, el silencio se vuelve ensordecedor. Es la pausa entre el pasado y el futuro, el momento en que el tiempo parece detenerse. La despedida sin palabras es quizás la más elocuente, cargada de emociones que trascienden el lenguaje.

Abandonar en solitario, para siempre un lugar que fue hogar, es cerrar un libro cuyas páginas han sido escritas con la tinta de la vida. Es llevar consigo no solo recuerdos, sino una parte del ser que se formó entre esas paredes. El giro final de la llave es el punto final de una historia, pero también el comienzo de otra, aún por escribir.

—No es tan difícil —me dije en voz baja, como si intentara convencerme. Pero la puerta respondió con un crujido lastimero, como si también ella se resistiera al adiós.

La maleta que preparé para mi viaje a Torreón pesaba exactamente lo mismo que la que traje a Montreal una década atrás. No era un peso medido en kilos, sino en sueños. Por algún extraño capricho del destino, hasta los objetos parecían conspirar en esta simetría: los mismos libros, ahora con páginas más amarillentas; la misma cantidad de ropa, aunque impregnada de historias diferentes; incluso los cassettes de la vieja Silver, que esta vez se quedaba atrás, parecían haber sido reemplazados por un walkman del mismo peso.

Del frío quebequense al calor del desierto coahuilense. Era curioso cómo Montreal había decidido despedirme con un día ardiente, como si quisiera prepararme para lo que me esperaba. El termómetro marcaba treinta y cinco grados, una temperatura que diez años atrás me hubiera parecido infernal, pero que ahora se sentía como un abrazo tibio de despedida.

Desde la ventana abierta, las cigarras cantaban su última serenata en francés. Las veía en mi imaginación: pequeñas criaturas con boinas y baguettes, despidiéndose con un “adieu” entre zumbidos. El asfalto derretido de la rue Papineau dibujaba espejismos que se parecían sospechosamente a las dunas de Coahuila.

—¿Llevas todo? —me preguntó una voz interior. —Todo lo que se puede empacar —respondí, como quien entrega un inventario al final de una jornada laboral—. "Los recuerdos, esos fantasmas del pasado, viajarán por su cuenta y encontrarán su refugio en los rincones del tiempo."

El ritual de la última vuelta fue meticuloso. Cada rincón recibió su despedida, cada ventana su última mirada, cada grieta en la pared su última caricia. Ese lugar, que durante una década había sido mi refugio, ahora parecía más grande y más pequeño a la vez, como si el espacio mismo se hubiera vuelto relativo ante la inminencia del definitivo adiós.

Sobre la mesa de la entrada, una carta aguardaba con la paciencia de los enigmas. No tenía sellos ni remitente, como si hubiera llegado directamente de los susurros de un fantasma. La abrí con la prisa de quien teme perder el último tren, solo para encontrar una frase escrita con la caligrafía del viento:

  «Los verdaderos hogares son como las constelaciones: siempre están ahí para guiarnos, sin importar desde qué hemisferio los miremos».

—¿Eres tú, Montreal? —pregunté en voz alta, mientras la frase se disolvía en mi mente como un enigma sin resolver.

El clic de la cerradura al cerrarse sonó como el punto final de un capítulo que había durado diez años. En el pasillo, mi sombra se proyectaba hacia el oeste, apuntando exactamente en la dirección de Torreón, como si incluso la luz supiera hacia dónde se dirigían mis pasos.

El taxi que me esperaba abajo era del mismo amarillo que el sol de Coahuila. El conductor, un hombre de manos enormes y cabello encanecido, tarareaba una canción que parecía una improbable mezcla entre Gilles Vigneault y Juan Gabriel.

—¿Primer viaje? —preguntó con una voz que parecía tejida con hilos de añoranza. —No —dije, mirando la maleta que descansaba a mi lado—. Pero sí el primero que duele tanto.

Mientras el auto avanzaba por las calles ardientes de Montreal, me pareció que la ciudad entera me decía adiós. Las fachadas de los edificios, las esquinas donde alguna vez me detuve a soñar, los árboles que susurraban mi nombre entre sus ramas. Todo parecía confabularse para recordarme que las ciudades, como los amores, nunca nos dejan del todo.

Y así me fui, llevando conmigo los ecos de una década, el peso de los sueños empacados y la certeza de que, al igual que las constelaciones, siempre podría mirar hacia atrás para encontrar mi hogar entre las estrellas.

La Casa de los Espíritus Silenciosos

Cuando llegué a Torreón, el aire seco del desierto me recibió con un abrazo cargado de polvo y sol. Me esperaba una vieja casona, alquilada con la promesa de cobijarme durante los dos meses previos a la boda, un lugar que se convertiría en un refugio temporal de pensamientos y ansiedades. La vivienda, como una matrona anciana, mostraba los estragos del tiempo: paredes de adobe que se desmoronaban con la fragilidad de un suspiro y techos tan altos que parecían guardar secretos de otras vidas.

«Las casas viejas son libros de páginas infinitas: en sus grietas se esconden las historias de quienes las habitaron, y en sus vigas, las canciones que el tiempo no se atrevió a llevarse», pensé al cruzar el umbral.

La casa era un enigma de otros tiempos, con puertas tan macizas que parecían guardar ecos de conversaciones del siglo pasado. Sus paredes de adobe respiraban memorias ajenas, y cada rincón estaba poblado de voces invisibles, como si los antiguos habitantes se resistieran a abandonarla por completo.

El primer día, al atravesar la puerta, sentí que la casa respiraba, como si despertara tras años de letargo para darme la bienvenida. El suelo de mosaicos antiguos crujía bajo mis pasos, componiendo una sinfonía de soledad que me acompañaría en las noches más largas.

«El silencio no es vacío: es el idioma de las paredes que han aprendido a escuchar», escribí en mi cuaderno esa noche, mientras las sombras dibujaban jeroglíficos en los muros.

Había pocos muebles, pero cada uno parecía poseer vida propia: una cama austera cuyos crujidos narraban sueños olvidados; dos sillas que, bajo la mirada cómplice de la luna, parecían contarse secretos en el silencio de la noche; y una mesa que cojeaba al ritmo de la nostalgia, tambaleante como mis emociones, como si hubiera sido testigo de innumerables confidencias, plegarias y silencios.

"La madera guarda más que polvo: atesora la huella de las manos que la tallaron, el eco de las risas que acunó, la tristeza de las lágrimas que absorbieron sus vetas", reflexioné al pasar los dedos por la superficie agrietada de la mesa.

Los rayos del sol atravesaban las ventanas como arpas de luz, componiendo melodías visuales que solo la casa y yo podíamos escuchar. El polvo suspendido en el aire danzaba al compás de esas notas etéreas, mientras las sombras jugaban a tejer historias en las esquinas. Por las noches, la luz lunar proyectaba siluetas que danzaban en las paredes, sumiendo la casa en un sinfín de murmullos y anhelos de relatos pasados.

«La luz no ilumina: revela. Cada rayo es un hilo que une lo que somos con lo que fuimos, tejiendo un puente entre el presente y las vidas que ya no están», anoté al ver cómo el atardecer doraba los rincones más oscuros.

Había algo vivo en aquel espacio: quizá un recuerdo, quizá un alma que nunca se había marchado. La madera del piso crujía como si quisiera advertirme de secretos enterrados o invitarme a descifrar los enigmas que habitaban en sus entrañas.

«Las casas no se abandonan: se transforman en cápsulas del tiempo, donde hasta el aire guarda el latido de los corazones que un día latieron bajo su techo», susurré una madrugada, mientras el viento jugaba con las cortinas rasgadas.

Y sin embargo, en esa soledad no había miedo. La casa me abrazaba con una calidez que trascendía el tiempo, como si entendiera que ahora también yo era parte de su memoria. Comprendí que no solo habitaría este lugar, sino que me convertiría en su confidente, un guardián temporal de sus silencios, entrelazando mi presente con los ecos de su historia interminable.

«Habitar un espacio es firmar un pacto con sus fantasmas: prometerles que, aunque nos vayamos, llevaremos algo de ellos en nuestros huesos», concluí al cerrar los ojos, mientras la casa seguía respirando a mi lado.

"Muros Desgastados y Almas Curtidas: Un Relato de Restauración Mutua"

En las horas más oscuras, cuando la luna apenas alcanza a dibujar tenues sombras en el techo, siento el peso del tiempo suspendido. Pero no es un peso que abruma; es uno que invita a reflexionar, a aceptar. Esas marcas imborrables en mi memoria se convierten en mapas de un territorio que he cruzado y del que he salido, a veces con más heridas que triunfos, pero siempre con el aprendizaje necesario para dar el siguiente paso.

La casa y yo compartimos ese silencio introspectivo. Es un diálogo sin palabras en el que ambos parecemos reconocernos: dos supervivientes de historias pasadas, buscando un respiro, un lugar donde redescubrirnos. Afuera, el mundo sigue su curso indiferente, pero aquí, en este rincón apartado del tiempo, el ayer y el hoy se entrelazan para darme algo que nunca busqué, pero que ahora no puedo ignorar: reconciliación.

A veces, las noches se alargan mientras esas huellas resurgen como ecos insomnes. En la quietud de la casa, susurran en mi oído, hablándome de todo lo que fue y de aquello que nunca pudo ser. Me pregunto si esas sombras pertenecen únicamente a mi historia o si, de algún modo, son también parte del espíritu de este lugar, que se entrelaza conmigo en un pacto silencioso de recuerdos compartidos.

Cada crujido en el suelo, cada ráfaga de aire que atraviesa las ventanas, parecen responder a preguntas que nunca me atrevo a formular. ¿Por qué siento que este espacio, tan ajeno y a la vez tan mío, está sanando algo en mí? Es como si quisiera ayudarme a reconciliarme con mis propias cicatrices, como si cada grieta en sus paredes fuera un espejo de las fisuras de mi alma.

En esos momentos de introspección, cuando el peso del pasado amenaza con abrumarme, encuentro consuelo en los detalles más sutiles de mi entorno. El suave roce de las cortinas movidas por la brisa nocturna se convierte en una caricia reconfortante. El tic-tac constante del viejo reloj de pared marca un ritmo que me ancla al presente, recordándome que el tiempo sigue su curso inexorable, llevándose consigo tanto las alegrías como las penas.

A medida que transcurren los días, comienzo a percibir un cambio sutil pero significativo. Las sombras que antes me atormentaban empiezan a perder su nitidez, como si la luz que se filtra por las ventanas las fuera diluyendo gradualmente. No es que desaparezcan por completo, sino que se transforman en algo más llevadero, en lecciones que puedo aceptar sin que me consuman.

La casa, en su silenciosa sabiduría, parece ofrecerme un nuevo comienzo. Sus paredes, testigos mudos de tantas historias, me invitan a escribir la mía con renovada esperanza. Cada amanecer que contemplo desde estas ventanas se convierte en una promesa, un recordatorio de que, al igual que este hogar ha resistido el paso del tiempo, yo también puedo emerger fortalecido de mis propias batallas internas.

Poco a poco, aprendo a abrazar tanto la luz como la oscuridad que habitan en mí. Las cicatrices, tanto las mías como las de la casa, dejan de ser motivo de vergüenza para convertirse en marcas de resiliencia. En este diálogo silencioso entre el espacio y mi ser, descubro que la verdadera sanación no consiste en borrar el pasado, sino en integrarlo como parte fundamental de quién soy y quién puedo llegar a ser.

Y así, en la quietud de las noches y en la luz de los nuevos días, continúo mi viaje de autodescubrimiento y reconciliación. La casa, mi confidente muda, sigue siendo el escenario de esta transformación, un testigo fiel de cómo, paso a paso, voy reconstruyendo mi interior, al igual que sus antiguos muros se mantienen en pie, orgullosos y llenos de historias por contar.

El sol, siempre generoso, invadía cada rincón con sus rayos dorados que atravesaban las ventanas, formando haces de luz que jugaban a ser cuerdas de un instrumento celestial. Me sentaba junto a la ventana, mirando cómo las sombras de los transeúntes se deslizaban por las paredes como personajes de un teatro efímero. A veces creía reconocer siluetas familiares: un amigo de Montreal con su abrigo gris, o incluso la figura etérea de mi madre paseando por una calle inexistente. ¡Cómo engaña la mente cuando se viste de nostalgia!

El patio interior, presidido por un naranjo solitario que se negaba a dar frutos, se convirtió en mi santuario. Bajo su sombra, retomé el gusto de pintar a la acuarela, un amor antiguo que había dejado sepultado bajo los deberes de otra vida. Los pigmentos danzaban sobre el papel con la complicidad del viento seco y las tardes ardientes. Cada pincelada era un ejercicio de paciencia y fe, una forma de medir el tiempo mientras esperaba tu llegada.

Las noches tenían un silencio denso, casi palpable. La casa, como si compartiera mi insomnio, parecía murmurar historias a través del crujir de sus maderas. En ocasiones, el viento que se colaba por las rendijas traía aromas imposibles: el perfume de los jazmines de Montreal en primavera o el pan recién horneado de una pequeña panaderia en mi natal San Carlos. En esas horas mágicas, la distancia entre el pasado y el futuro se desdibujaba.

Cada rincón de la casa se transformó en un escenario para mis pensamientos. El calendario en la pared, con sus días marcados en rojo, era un testimonio silencioso de mi espera. Cada fecha tachada era una pequeña victoria sobre la incertidumbre, un paso más cerca del momento en que la casa dejaría de ser solo un espacio y se convertiría en el preludio de una nueva vida junto a ti.

Cuando la luna llena se asomaba por las ventanas, su luz transformaba los mosaicos del suelo en constelaciones. Me gustaba pensar que esas estrellas improvisadas trazaban un mapa entre mi vida pasada y el porvenir que nos esperaba. En esos instantes, la espera dejaba de ser una carga y se transformaba en un tiempo sagrado, un interludio donde los sueños y los miedos podían bailar sin prisa.

En la penumbra, mientras el silencio pesado se extendía por la casa, me daba cuenta de que este tiempo, tan lleno de incertidumbre, era también una oportunidad para reconciliarme conmigo mismo. Y así, en la soledad compartida con esta vieja casa, comprendí que el amor y la espera son también un arte: el de aprender a habitar el presente mientras se sueña con el futuro.

Memorias de Arena y Tiempo

El desierto me acogió en su abrazo cálido, mientras el sol danzaba con destellos luminosos sobre las dunas doradas. Torreón, con su extraña mezcla de modernidad y tradición, me recibió como un viejo amigo que, aunque distante en la memoria, conserva la familiaridad del corazón. Sus calles anchas y soleadas contrastaban con los estrechos callejones de mi infancia, como si dos mundos se fundieran en una sola realidad.

Caminando por las calles empedradas del centro histórico, me encontré frente a la parroquia donde se celebraría la ceremonia. Fue ahí, bajo la mirada atemporal de su fachada antigua, donde entendí que había encontrado mi lugar en el mundo. No solo un espacio físico, sino un rincón emocional, un refugio donde los recuerdos y los sueños coexistían. Y no solo eso: también a la persona con quien quería compartirlo.

El tiempo, caprichoso, se deslizaba como arena entre mis dedos, dejando en su estela memorias que desafiaban la lógica de lo real. El calor de Torreón era un abrazo y una bofetada a la vez, un refugio extraño que me envolvía mientras los relojes de la ciudad giraban en sentido contrario, como si quisieran recordarme que aquí las leyes de la física eran meros rumores susurrados al viento.

Todo era nuevo, pero inexplicablemente familiar: el polvo en el aire se mezclaba con el aroma de jazmines que florecían milagrosamente en medio del desierto, sus pétalos brillando como pequeñas estrellas caídas bajo un sol implacable. Las voces desconocidas de los transeúntes se entretejían con susurros de antepasados que parecían seguir caminando estas calles, dejando huellas invisibles que solo los gatos callejeros podían ver con sus ojos color ámbar, centinelas de secretos centenarios.

En el horizonte, el sol se posaba como un testigo eterno de mis decisiones. A veces, cuando el crepúsculo teñía el cielo de púrpura y oro, creía distinguir figuras danzando entre las nubes: novias vestidas de blanco que esperaban durante décadas para celebrar bodas celestiales. Aquí, el amor era como el aire caliente que ondulaba sobre el asfalto, visible solo en ciertos momentos, cuando la luz quebraba la realidad en mil fragmentos de esperanza.

Las noches en Torreón tenían algo de mágico. Al amanecer, encontraba en las paredes de mi habitación mensajes escritos con la caligrafía del viento: "El amor espera", "La paciencia es un río que fluye hacia atrás", "Los sueños son mapas dibujados por pájaros". Me acostumbré a esas manifestaciones de un tiempo inquieto, como quien se habitúa al sonido constante del mar hasta que lo deja de escuchar.

El bullicio del mercado local era un festín para los sentidos. Puestos rebosantes de frutas exóticas y especias aromáticas se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Entre el gentío, las vendedoras murmuraban sus predicciones del tiempo, sus ojos fijos en las semillas de granada que rodaban entre sus dedos curtidos. Sus pronósticos, sorprendentemente precisos, eran tan naturales para los lugareños como el regateo por el precio de las verduras.

Me detuve frente al puesto de una anciana cuya mirada parecía contener el misterio de las profundidades marinas. Sus ojos, de un tono aguamarina imposible de definir, parecían cambiar sutilmente con cada parpadeo. "Este té es para ti", me dijo con voz suave pero firme, ofreciéndome una taza humeante. El aroma que emanaba era complejo, como si cada sorbo contuviera la esencia de cien primaveras. "Ha estado esperándote", añadió con una sonrisa enigmática, "desde antes de que nacieras".

Tomé la taza, sintiendo el calor reconfortante entre mis manos. Por un instante, me pareció que el bullicio del mercado se desvanecía, y que el tiempo se detenía en ese momento perfecto, como si el universo hubiera conspirado durante décadas para que yo estuviera allí, en ese preciso instante, sosteniendo esa taza de té.

«Los recuerdos son semillas que germinan en el desierto de la memoria», me susurró una vecina mientras regaba unas plantas cuyas flores, de pétalos de cristal, reflejaban la luz como espejos diminutos. Sus palabras resonaron en las noches solitarias, cuando el insomnio traía consigo preguntas que pesaban como piedras de río.

Dos meses me separaban de un momento que cambiaría mi vida para siempre, pero en Torreón el tiempo era un concepto maleable, como el agua que brotaba de la fuente en la plaza central. Decían los ancianos que si bebías en el momento preciso del atardecer, podías saborear los recuerdos de personas que aún no habías conocido.

Algunas mañanas despertaba con un optimismo febril, convencido de que el amor podía conquistar cualquier duda, mientras mariposas de papel revoloteaban en mi habitación llevando fragmentos de cartas de amor escritas en lenguas olvidadas. Otras veces, la melancolía tomaba la forma de una lluvia que caía hacia arriba, sus gotas murmurando historias de otros viajeros que, como yo, habían llegado a esta ciudad buscando un nuevo comienzo.

"Los recuerdos son como dunas del desierto: cambian, pero nunca desaparecen, moldeados por los vientos del tiempo que soplan en todas direcciones". Mientras contaba los días que me separaban de la boda, comprendí que el tiempo en Torreón no se medía en horas, sino en pequeños milagros cotidianos: el café que nunca se enfriaba en las cafeterías locales, las conversaciones con desconocidos que conocían mi vida mejor que yo mismo, los relojes de arena que marcaban diferentes ritmos según el estado de ánimo de quien los miraba.

Aquí, donde la realidad y la magia se entrelazaban como amantes eternos, aprendí que la espera no era un paréntesis, sino una danza con el tiempo mismo. Torreón, con su calor que curvaba las esquinas y sus noches donde las estrellas bajaban a conversar con los insomnes, me enseñó que los mejores sueños son aquellos tejidos en la frontera entre lo posible y lo imposible, donde la memoria y la esperanza se encuentran para inventar nuevas realidades.

"Atardeceres de cobre: El último verano en La Laguna"

Los atardeceres en La Laguna tenían el color del cobre fundido cuando llegamos a aquella ciudad que emergía del desierto como un espejismo obstinado. El letrero a la entrada proclamaba con orgullo: «Vencimos el desierto», palabras que el viento había intentado borrar durante décadas, pero que permanecían tan arraigadas como las raíces de los mezquites centenarios. Serían solo dos meses allí, antes de que Monterrey nos reclamara con sus montañas de acero y cristal, donde Ofelia, mi futura señora, tejería su destino en una multinacional americana.

El aire estaba impregnado no solo del aroma a metal y tinta de la imprenta, sino también de la dulce expectativa por el momento en que Ofelia, la última pieza del rompecabezas familiar, completara aquel círculo de amor que había comenzado con las bodas de sus hermanos. Su futura unión sería el bucle final, la nota perfecta que completaría la melodía que don Alfonso había comenzado a tocar en su acordeón tantos años atrás, una melodía que seguía sonando en el corazón de cada miembro de aquella próspera familia lagunera.

La última noche en La Laguna, Ofelia y yo nos sentamos en el patio trasero de la casa familiar. El cielo del desierto se desplegaba sobre nosotros como un manto de terciopelo negro salpicado de estrellas que parecían guiñarnos, cómplices de nuestros secretos. El aire estaba cargado de nostalgia y anticipación, una mezcla embriagadora de pasado y futuro que casi podíamos saborear.

"¿Crees que estaremos a la altura?" preguntó Ofelia, su voz apenas un susurro en la quietud de la noche. Sus ojos reflejaban las estrellas, como si en ellos se pudiera leer nuestro destino.

Tomé su mano, sintiendo el peso de las expectativas familiares y nuestros propios sueños. La piel de Ofelia parecía brillar con una luz propia, como si hubiera absorbido toda la luminosidad del desierto. "Juntos, mi amor. Como siempre lo hemos estado."

En ese momento, una brisa cálida trajo consigo el eco lejano de un acordeón. Las notas danzaban en el aire, tan reales que por un instante creímos que don Alfonso estaba allí, enviándonos su bendición desde el más allá. Ofelia cerró los ojos, una lágrima solitaria brillando en su mejilla como una estrella caída.

"La Laguna siempre será nuestro hogar", murmuré, aunque una parte de mí se preguntaba si Monterrey algún día se sentiría igual. Las palabras quedaron suspendidas en el aire, como si el desierto mismo las hubiera atrapado para guardarlas en su memoria milenaria.

Mientras el reloj avanzaba inexorablemente hacia nuestro nuevo comienzo, las sombras del patio parecían cobrar vida, danzando al ritmo de una música que solo nosotros podíamos escuchar. No pude evitar preguntarme: ¿Cómo cambiaría nuestra vida en la gran ciudad? ¿Lograríamos mantener vivas las tradiciones familiares lejos de este oasis en el desierto? Y, quizás lo más importante, ¿estaríamos a la altura del legado de los Arias Gallegos?

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