Capítulo 18 "Ecos de soledad y promesas lejanas"
"Un suspiro entre dos mundos: Los espíritus del tiempo"
Dicen que el tiempo tiene sus propios espíritus guardianes, ángeles traviesos que juegan con nuestros recuerdos como niños con canicas de cristal. Fue uno de ellos quien, en aquella tarde de julio cuando el sol de Montreal se derramaba como miel antigua sobre los tejados, decidió desempolvar el libro de mis memorias. El calor se derretía sobre la ciudad como un helado abandonado, mientras el aire quieto de mi apartamento en Papineau vibraba con una nostalgia tan densa que casi podía tocarla con los dedos.
Una década había transcurrido entre estas cuatro paredes como un suspiro en el viento, fugaz e inaprensible, dejando apenas rastros de su paso. Cada estación pintando su propio matiz en el lienzo de mis días. Los inviernos habían compuesto sus sinfonías en blanco, cada copo de nieve una nota en la partitura del tiempo. Las primaveras llegaron murmurando promesas de renovación, despertando esperanzas que dormitaban bajo el hielo.
Los veranos tejieron aureolas de luz, cada amanecer bordando con hilos de oro la trama de mi historia. Y los otoños… ah, los otoños fueron quizás los más sabios, desprendiendo recuerdos como hojas cobrizas en el viento, enseñándome que toda pérdida es también una forma de renovación.
Fue entonces, cuando el crepúsculo comenzaba a formar sombras en las esquinas, que los objetos a mi alrededor despertaron de su largo letargo. Como si el tiempo, ese relojero silencioso que colecciona nuestros días con la paciencia de un antiguo artesano, hubiera decidido que era momento de que cada uno contara su historia.
Y es que cuando uno sacude el cajón de los recuerdos, son los recuerdos los que terminan sacudiéndolo a uno. No basta con abrir la tapa y revolver entre las sombras del ayer; ellos despiertan como mariposas inquietas, batiendo sus alas de polvo y nostalgia.
La primera en salir fue una carta, amarillenta y frágil, con la tinta desvaída por el tiempo. La desplegué con la delicadeza de quien acaricia una herida antigua. Sus palabras, aunque dormidas por años, aún respiraban. Decían mi nombre con la voz de quien ya no está.
Después, rodó una fotografía. En ella, un joven que una vez fui me devolvió la mirada. Tenía los ojos llenos de promesas que jamás se cumplieron y de sueños que se quebraron como vidrio bajo el peso de los años. El viento se llevó su risa, pero la imagen seguía aferrada a su instante eterno, congelada en un verano que nunca volvió.
Las fotografías, cautivas en cajas de cartón como rehenes de un pasado que prefería olvidar, comenzaron a liberarse, escabulléndose de su cautiverio. Cada imagen era una mariposa nocturna que alzaba el vuelo, atraída por la llama vacilante de la nostalgia. Al desplegar sus alas, revelaban retazos de una vida pasada, como hojas secas que susurraban secretos al viento del recuerdo.
La del 26 de julio de 1988 emergió entre las demás, un testimonio mudo de mi llegada a Canadá. Mi rostro, enmarcado por un paisaje desconocido, reflejaba la mezcla de asombro y desasosiego que sentía al desembarcar en esta nueva tierra. Era como un náufrago que, tras días a la deriva, vislumbraba una isla lejana, sin saber si encontraría refugio o nuevas tormentas.
Sostuve la imagen entre mis dedos como quien custodia una reliquia sagrada. En ella habitaba aún el joven que fui, con sus ojos brillantes de promesas y esa sonrisa que todavía no conocía el sabor agridulce del exilio. Quise dejarme llevar por las lágrimas mientras lo observaba, pero no pude llorar. Hay un tipo de tristeza que no te permite derramar lágrimas, una de esas cosas que no puedes explicar a nadie y, aunque pudieras, nadie te entendería. Y esa tristeza, sin cambiar de forma, se va acumulando en silencio en tu corazón como la nieve en una noche tranquila.
Un perfume se deslizó en el aire. Era el aroma de una estación olvidada, de una piel que ya no rozaba la mía, de una despedida sin retorno. Fue entonces cuando comprendí que el pasado no es un sitio al que se regresa, sino una marea que nos alcanza cuando menos lo esperamos.
Cada objeto guardaba en sí mismo una lección que el tiempo había estado esperando para revelar: que los finales son solo umbrales disfrazados, que la nostalgia es la forma que tiene el amor de sobrevivir al tiempo, y que cada adiós es, en realidad, un acto de fe en los nuevos comienzos.
Las sombras se alargaban sobre el suelo como pensamientos inacabados, mientras Montreal, esta ciudad que me había adoptado y transformado, se preparaba para una nueva noche, ignorante de que pronto perdería a uno más de sus hijos prestados.
Y allí, con el cajón aún entreabierto y el corazón latiendo como un tambor lejano, supe que, aunque intentemos archivar la vida en cajas de cartón y sobres sellados, hay memorias que, cuando las tocamos, nos tocan de vuelta.
"La grabadora Silver y sus Melodías Imperfectas"
Entre las cajas que revuelvo en mi apartamento de Montreal, unos viejos cassettes aparecen como testigos traviesos de una época donde la perfección técnica era un lujo que no nos podíamos permitir. Mi mente viaja instantáneamente a ella, mi querida grabadora Silver, esa joya del contrabando que llegó a mis manos gracias a Javier, el novio de mi hermana Edilma en ese tiempo, que la trajo de uno de sus viajes de negocio a Maicao —esa tierra prometida donde los productos prohibidos fluían como agua en medio del desierto guajiro.
La Silver, mi primera adquisición importante con el sueldo del banco, fue más que un electrodoméstico: fue la arquitecta sonora de innumerables fiestas y compañera de insomnios, la guardiana de melodías imperfectas y la cómplice de mis festivales de la trova. Ahora, mientras sostengo estos cassettes gastados entre mis dedos, no puedo evitar sonreír al escuchar en mi memoria esas grabaciones legendariamente defectuosas: canciones que se interrumpen abruptamente con un "¡Son las 3:45 de la tarde en Radio Cristal!", jingles de publicidad que se colaban como invitados no deseados entre estrofa y estrofa, y esos finales de canción que quedaban truncos porque el cassette de 60 minutos resultaba siempre demasiado corto para nuestras ambiciones musicales.
Mis amigos solían bromear sobre mi colección de "obras maestras del corte y pegue radiofónico", pero ¿qué importaba la perfección cuando cada cinta era un tesoro conseguido con paciencia de cazador, esperando horas junto al radio para capturar precisamente esa canción especial? En ellas quedaron grabados no solo los acordes de los primeros festivales de la trova y las voces de los cantantes, sino también los susurros de nuestras risas, los comentarios espontáneos y hasta el ocasional "¡shhhh!" cuando alguien hablaba durante la grabación.
Y por supuesto, ¿cómo olvidar esos momentos de pánico cuando la Silver decidía que era hora de un enredo o "remix inesperado"? Con la habilidad de un mago travieso, transformaba nuestras preciadas grabaciones en espaguetis de cinta magnética, obligándonos a convertirnos en cirujanos improvisados armados con lápices y paciencia infinita. Era todo un arte desenredar aquellas serpentinas brillantes sin perder la cordura o la canción. Y si por casualidad lograbas rescatar la cinta, te encontrabas con la sorpresa de que tu cantante favorito ahora sonaba como si estuviera cantando bajo el agua o a velocidad de ardilla hiperactiva. Pero hey, ¿no era eso parte del encanto? Cada cinta era una aventura, una historia de perseverancia y, a veces, de comedia absurda que solo los verdaderos amantes de la música de los 80 podíamos apreciar.
En aquel vuelo de julio del 88, la Silver quedó atrás, prisionera de unos límites de equipaje que no entendían el peso de los recuerdos. Pero en ese momento, sin saberlo, le estaba entregando a mi madre el más precioso de los regalos: un pedacito tangible de su hijo ausente. Ella la acogió con el fervor de quien recibe una reliquia, convirtiéndola en la guardiana silenciosa de sus añoranzas. La Silver, testigo mudo de mis aventuras juveniles, se transformó en la compañera fiel de sus devociones diarias hasta su partida definitiva en 2017. Sus botones, antes cómplices de la trova y las risas de fiestas lejanas, ahora se rendían devotamente a las ondas de Radio María. Y en un ritual que entrelazaba pasado y presente, el rosario diario se mezclaba con mis viejos cassettes, como si en cada Ave María mi madre pudiera escuchar el eco de mi voz ausente.
Aquella vieja cómplice de mis años mozos encontró así una nueva misión: ser el puente entre un hijo distante y una madre que lo añoraba cada día. La Silver acompañó a mi madre en sus oraciones hasta el final, como si en cada nota que emitía llevara un mensaje de amor a través del tiempo y la distancia. Ahora, mientras acaricio estos cassettes gastados, siento que toco también las manos de mi madre, y me pregunto sobre el destino de aquella fiel compañera que unió dos corazones separados por un océano.
Resulta que la Silver no terminó en un mercado de antigüedades ni en un rincón olvidado, sino que encontró un nuevo hogar en las manos cariñosas de mi hermana Leticia y su esposo Enrique. Ella, como una guardiana fiel de nuestras memorias familiares, la ha conservado con el mismo fervor que nuestra madre. Me cuenta Leticia que, a pesar de algunos achaques propios de la edad, la vieja grabadora aún se mantiene funcional, resistiéndose tercamente al paso del tiempo.
Es como si la Silver, en su perseverancia mecánica, quisiera honrar la memoria de mamá y mantener vivo ese hilo invisible que nos une a través de la distancia y los años. Cada vez que Leticia presiona play, es como si nuestra madre volviera a sintonizar la frecuencia exacta de nuestros corazones, recordándonos que el amor familiar, al igual que la música de nuestra querida Silver, nunca deja de sonar, por más que pasen los años.
Estos cassettes que ahora encuentro son como pequeñas cápsulas del tiempo, cada uno con su historia imperfecta y adorablemente defectuosa. En sus cintas magnéticas no solo hay música: hay retazos de tardes enteras junto a la radio, esperando la canción correcta, hay festivales de la trova vividos desde sus primeros años, y sobre todo, hay un recordatorio de que la felicidad no necesita alta fidelidad para ser auténtica. Y aunque la Silver ya no está físicamente presente, su memoria sigue reproduciendo en mi mente una melodía infinita, una que ni el tiempo ni la distancia han logrado silenciar.
*
En el silencio de la habitación, el pasado contado con la voz de los recuerdos. Abrí el viejo armario, y allí, en una esquina olvidada, descansaba la caja de cartas familiares. Los papeles, ahora frágiles como alas de libélula, temblaban entre mis dedos, liberando multiples aromas: café de las montañas antioqueñas, arepas recién horneadas, y el perfume de flores que solo crecen en los jardines de la memoria.
Las palabras de mi madre, trazadas con pulso vacilante y delicado, flotaban como luciérnagas melancólicas: "Querido hijo, te extrañamos". Cada letra era un puente tendido sobre el abismo de los años, cada frase un abrazo que se negaba a disolverse en el olvido. Su caligrafía, imperfecta pero llena de amor, hablaba de un esfuerzo por comunicar lo que las palabras apenas podían contener.
En un rincón, el viejo reloj permanecía inmóvil, sus manecillas congeladas en un tiempo que ya no existía. Me gusta pensar que se detuvo justo cuando mi vida cambió para siempre, como si hubiera querido capturar ese momento crucial. Sus agujas, testigos mudos de mi historia, parecen guardar el secreto de aquel instante. Nunca he tenido el corazón para deshacerme de él; sería como renunciar a una parte de mí mismo, a ese fragmento de tiempo que el reloj decidió atesorar por mí.
Las fotografías familiares, esas ventanas a un pasado que se desvanece, permanecían ocultas. La mirada de mi madre, suave y eterna, parecía observarme desde un tiempo inaccesible. Nunca las coloqué en un lugar visible, no por falta de amor, sino porque su presencia constante sería como un recordatorio doloroso de la ausencia, una herida que se niega a cicatrizar.
La soledad, esa compañera fiel, había aprendido a habitar conmigo cada centímetro de aquel espacio. Sin embargo, en ese momento, rodeado de los ecos del pasado, sentí que no estaba solo. Las cartas, el reloj, las fotos escondidas... todos eran testigos silenciosos de una historia que, aunque dolorosa, era mía. Y en esa melancolía, encontré una extraña paz, como si el acto de recordar fuera, en sí mismo, una forma de amor.
*En medio de ese torbellino de memorias y presagios, mientras el viejo reproductor seguía girando y las sombras danzaban en las paredes como personajes de un teatro de siluetas, comprendí que los verdaderos viajes no son los que emprendemos a través del espacio, sino aquellos que nos llevan a recorrer los pasajes del tiempo. Son trayectos invisibles que, sin previo aviso, nos conducen de regreso a nosotros mismos por senderos que jamás imaginamos que existían.
El aroma dulce y penetrante de los guayabos me golpeó como una ola de recuerdos. Cerré los ojos y, por un instante, volví a ser aquel niño que corría descalzo por los campos de la hacienda Dinamarca, con el sol abrazando mi piel y el viento susurrándome secretos incomprensibles. Mis pies conocían cada rincón de esa tierra como si estuviera tatuada en mi alma: las piedras que marcaban los senderos, los arroyos que cantaban con el correr del agua y los árboles que parecían inclinarse para darme la bienvenida.
Frente a mí danzaban mariposas, sus alas un caleidoscopio de colores que reflejaban los cielos de mi infancia. Su vuelo era un llamado a perseguirlas, un juego eterno que no tenía final, donde la risa era el único premio y la libertad se respiraba con cada bocanada de aire.
—¿Cuándo fue la última vez que me sentí tan libre? —murmuré, casi sin darme cuenta, mientras sostenía entre mis manos una vieja fotografía descolorida.
El contraste con mi vida actual era abrumador. Las paredes de mi apartamento en la ciudad se sentían como un eco opresivo, una jaula invisible que atrapaba esa parte de mí que aún anhelaba la inmensidad de los campos. Cada rincón estrecho parecía susurrar que ese niño había quedado atrás, prisionero de los días que nunca volverían.
Mis dedos, como guiados por una fuerza más allá de mi voluntad, rozaron otra imagen: una fiesta del barrio, congelada en el tiempo. Las caras de mis amigos, sus sonrisas amplias y sinceras, parecían reírme desde el papel. Por un momento, juré que podía escuchar sus voces, el bullicio de la música y el crujir de las botellas al chocar en un brindis eterno.
El sabor del aguardiente volvió a mi memoria, trayendo consigo la calidez de los abrazos y esa certeza de pertenencia que solo se encuentra en los días de juventud. En aquellos instantes, el futuro era una promesa tan luminosa que su resplandor cegaba cualquier sombra de duda. Pero ahora, desde este rincón solitario del presente, esa promesa parecía desvanecerse como el humo de una vela que ha perdido su llama.
Con cada imagen que pasaba por mis manos, las emociones se agolpaban en mi pecho: nostalgia, añoranza, gratitud y, por supuesto, esa tristeza que acompaña a quienes saben que el tiempo nunca concede treguas.
*—María Eneida —susurré, acariciando con ternura su rostro inmortalizado en una fotografía arrugada.
Mi primer amor. Su sonrisa aún tenía el poder de encender un fuego en mi pecho, de transportarme a aquellas tardes de confidencias y besos robados bajo la sombra cómplice de los guayacanes. La nostalgia de lo que pudo ser se entrelazaba con la gratitud por lo que fue, dejando tras de sí una dulce melancolía, como la estela de un perfume que nunca se desvanece por completo.
Otra imagen atrapó mi atención: mis compañeros del banco, vestidos de traje y con sonrisas amplias, posando para la cámara en una cena de empresa. Recordé la emoción de mi primer día de trabajo, esa mezcla de orgullo y nerviosismo que me invadió al ponerme por primera vez el traje que simbolizaba el inicio de mi vida adulta. ¿En qué momento esa chispa inicial se había apagado, convirtiéndose en la rutina de los días grises?
—El tiempo pasa tan rápido —reflexioné, mientras una sensación de vértigo me recorría el alma, como si el peso de los años cayera de golpe sobre mis hombros.
Cada fotografía, cada objeto disperso por la habitación vacía, era un hilo en el tapiz de mi vida. Juntos tejían un mosaico de historias, de aprendizajes y emociones que me habían moldeado hasta convertirme en quien era. La nostalgia no era simplemente una sombra que acechaba desde el pasado, sino un recordatorio vibrante de las lecciones aprendidas, de los momentos que me habían fortalecido y de las risas compartidas que todavía resonaban en algún rincón de mi memoria.
Mientras empacaba estos vestigios del tiempo en cajas gastadas por los años, entendí que no estaba dejando atrás mi pasado. Lo llevaba conmigo, incrustado en cada decisión, en cada sonrisa, en cada lágrima. La esencia del niño que corría descalzo tras las mariposas, del joven que se enamoró por primera vez, del profesional que perseguía sueños con fervor, todos convivían dentro de mí, como piezas inseparables de un rompecabezas infinito.
—Quizás —pensé, cerrando con cuidado la última caja—, este nuevo comienzo sea la oportunidad para reencontrarme con todas esas versiones de mí mismo.
Con un suspiro profundo, dejé que mis ojos recorrieran por última vez el apartamento vacío. Las paredes, ahora mudas, guardaban ecos de risas, llantos y sueños compartidos. El futuro que me aguardaba era un misterio, pero estaba lleno de posibilidades. Y mientras me dirigía hacia lo desconocido, llevaba conmigo no solo la carga de los recuerdos, sino también la fuerza de todo lo vivido, la sabiduría que solo el tiempo concede y la esperanza renovada de que lo mejor estaba aún por escribirse.
*El tiempo, ese artesano minucioso de destinos, había elegido julio nuevamente para tejer otro giro en la rueda de mi vida. Diez años y dos días después de aquel 28 de julio de 1988 cuando pisé por primera vez el suelo canadiense, el calendario marcaba una nueva partida: 30 de julio de 1998. La simetría de las fechas parecía una broma del destino, como si julio fuera el mes designado para mis metamorfosis personales.
Mientras el sol de la tarde se filtraba por las cortinas del apartamento en Papineau, convirtiendo el polvo flotante en una danza de partículas doradas, contemplaba las cajas a medio llenar que contenían una década de vida montrealesa. Los cassettes de la vieja Silver, las cartas amarillentas de mi familia, y ese reloj detenido que nunca tuve corazón para desechar, todos parecían observarme con la complicidad de quien ha sido testigo de una larga soledad.
El espejo del pasillo —ese juez implacable del tiempo— me devolvía una imagen transformada por diez inviernos canadienses. Ya no era el mismo joven que llegó con una maleta llena de sueños y el corazón palpitante de incertidumbre. La ciudad me había moldeado a su imagen: mi piel había adoptado la palidez de sus inviernos, mis silencios la profundidad de sus noches nevadas.
Y ahora, suspendido en ese espacio frágil entre lo conocido y lo soñado, me preparaba para cruzar otro umbral del destino. México se dibujaba en el horizonte como un lienzo de promesas multicolores, donde un amor inesperado había comenzado a tejer su propio idioma de esperanzas. Sus palabras llegaban como aves migratorias, atravesando distancias y fronteras, construyendo nidos de ilusiones en los espacios vacíos que ni la seguridad del banco ni el confort de las rutinas habían logrado habitar. Era un amor que había nacido en el crepúsculo de un siglo y se desplegaba como una flor nocturna, sus pétalos abriéndose uno a uno, revelando gradualmente la promesa de un amanecer diferente.
Las cartas familiares, que por años habían sido mi único vínculo con el calor del hogar, ahora compartían espacio en las cajas con las impresiones de nuestros correos electrónicos, cada mensaje una promesa de que quizás la soledad no era mi único destino posible. El contraste entre ambas formas de correspondencia me hacía sonreír: de la caligrafía cuidadosa de mi madre a los pixeles de una pantalla, el amor seguía encontrando formas de atravesar distancias.
En la quietud del apartamento, mientras la luz del atardecer pintaba sombras alargadas en las paredes desnudas, me preguntaba si este nuevo comienzo sería una redención o simplemente otro ciclo en esta danza continua de partidas y llegadas. El temor y la esperanza se entrelazaban en mi pecho como bailarines eternos, cada uno liderando por turnos esta coreografía de emociones.
La Silver, mi fiel compañera de soledades y celebraciones, había quedado atrás en Colombia, guardiana de memorias en el cuarto de mi madre. Ahora, frente a otra mudanza, frente a otro julio decisivo, me preguntaba qué nuevas melodías aguardaban en el horizonte mexicano. Las fotografías familiares, que nunca me atreví a colgar en estas paredes por temor a que la nostalgia me consumiera, esperaban en sus cajas, testigos silenciosos de una década de transformaciones.
El reloj marcaba las horas de este presente que se desvanecía, mientras en algún lugar de México, una mujer de risa como campanas esperaba mi llegada. Diez años. Diez julios. Y ahora, un vestido blanco, una promesa, un futuro que se dibujaba en el horizonte como un amanecer incierto pero lleno de posibilidades.
*El Precio de los Sueños
El edificio del banco se alzaba imponente en el centro financiero de Montreal, sus ventanas reflejando el último resplandor del día como ojos brillantes que guardaban historias de ambiciones y renuncias. Diez años construyendo una carrera que para muchos inmigrantes era el sueño dorado: la seguridad de un puesto de trabajo estable, un salario confiable, el respeto que viene con un traje y una credencial bancaria. Lo había logrado a base de determinación y noches interminables estudiando un idioma que al principio sonaba como música incomprensible en mis oídos.
Ahora, sentado en mi puesto de trabajo mientras las sombras del crepúsculo se deslizaban por las paredes, contemplaba la carta de renuncia sobre mi escritorio. El trabajo en el banco, ese ancla de estabilidad que tanto me había costado conseguir, ya no lograba llenar los vacíos que se hacían más profundos cuando la ciudad se sumergía en su silencio nocturno. La seguridad financiera, ese puerto seguro que todo inmigrante anhela, se había convertido en una jaula dorada que contenía mis latidos pero no mi corazón.
Las noches eran especialmente reveladoras. Mientras observaba las sombras de la luna proyectarse sobre mi habitación en Papineau, escuchaba el eco de mis propios suspiros mezclarse con el tictac del reloj. Mi corazón, quebradizo pero decidido, parecía marcar un ritmo diferente al de las manecillas del tiempo, como si supiera que bajo la bóveda celeste me aguardaba un destino que no se medía en depósitos bancarios ni en términos fijos.
Cada golpe del reloj era ahora un recordatorio: el tiempo avanzaba inexorable hacia ese 30 de julio, fecha en que cambiaría la certeza de mi rutina bancaria por un destino que me aterraba e ilusionaba a partes iguales. México se dibujaba en mi horizonte como una acuarela de posibilidades, sus colores mezclándose con los grises corporativos que había conocido durante una década. La decisión de renunciar a esta seguridad tan duramente conquistada pesaba como una piedra en mi consciencia, pero también liberaba en mi pecho una bandada de pájaros que llevaban demasiado tiempo enjaulados.
"A veces hay que perder un sueño para despertar a uno nuevo", me había dicho un viejo colega cuando le anuncié mi partida. Y quizás tenía razón. El banco había sido mi fortaleza, el logro que validaba todos mis sacrificios como inmigrante, pero también se había convertido en el recordatorio constante de que la vida es más que una suma de números negros en una cuenta bancaria.
El Círculo del Tiempo
*El tiempo, ese relojero silencioso que había marcado el ritmo de mis días en Montreal, parecía ahora girar sobre sí mismo, completando un círculo perfecto. Diez años atrás, un julio igual de luminoso me había traído a estas tierras con poco más que una maleta de sueños y el eco de la música de mi Silver resonando en la memoria. Ahora, otro julio me invitaba a partir, pero esta vez las cajas contenían más que objetos: guardaban una década de transformaciones, de batallas ganadas y soledades vencidas.
Entre mis manos sostenía la última carta que escribiría desde mi puesto en el banco, esa fortaleza de cristal y acero que durante años había sido mi refugio y mi prisión. Las paredes que me habían visto crecer profesionalmente ahora eran testigos de mi despedida, como lo fueron de aquel primer día cuando, con el idioma tropezando en mi lengua, inicié el camino hacia el sueño inmigrante de la estabilidad.
Mientras guardaba la credencial bancaria en el último cajón, los cassettes de la vieja Silver parecían susurrar desde el fondo de una caja: aquellas grabaciones imperfectas, con sus canciones interrumpidas y sus jingles infiltrados, eran el testimonio de una época donde la felicidad no necesitaba ser perfecta para ser auténtica. Mi madre había custodiado aquella grabadora hasta su partida, como si hubiera sabido que cada melodía grabada en ella era un hilo en el tejido de mi historia.
Las cartas familiares, con sus papeles ahora frágiles como alas de mariposa, descansaban junto a las nuevas impresiones de correos electrónicos que me hablaban de México, de amor y de promesas. Era como si el tiempo hubiera decidido que mi vida debía escribirse en el lenguaje de las partidas y los reencuentros, siempre en julio, siempre con el corazón dividido entre el miedo y la esperanza.
El reloj que nunca tuve el valor de desechar marcaba ahora un tiempo nuevo, un futuro que se dibujaba en el horizonte con los colores de un amanecer mexicano. Las fotografías familiares, esas que nunca me atreví a colgar por temor a que la nostalgia me consumiera, ahora me observaban desde sus cajas con una sabiduría silenciosa, como si siempre hubieran sabido que este momento llegaría.
Y así, mientras el sol de julio pintaba sombras doradas sobre las últimas cajas de mi vida montrealesa, entendí que partir no es solo dejar atrás, sino llevar con uno la suma de todos los momentos vividos: las melodías de la Silver, el eco de las cartas familiares, la dignidad ganada en el banco, y esa certeza de que, a veces, el verdadero valor no está en mantener lo conquistado, sino en atreverse a comenzar de nuevo.
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