13 «El Verglas»: Un Invierno que Congeló el Tiempo

Capítulo 13

«El Verglas»: Un Invierno que Congeló el Tiempo

Era 1998, y el invierno había llegado como un invasor silencioso, con garras de cristal y un soplo capaz de congelar incluso los recuerdos más cálidos. Desde mi ventana en el quinto piso de un edificio gris en la esquina de Papineau y Rosemont, observaba cómo Montreal, aquella ciudad que había aprendido a llamar hogar, se transformaba en un glaciar dormido. El verglas —esa lluvia helada que se congela al contacto— caía sin piedad, envolviendo cada rincón en un manto brillante y traicionero.

Yo, exiliado de mi querido terruño y perseguido por las sombras de la nostalgia y melancolía, nunca imaginé que el invierno pudiera revelarse de forma tan implacable, como si quisiera mostrarme que la fragilidad no era solo mía, sino del mundo entero. Frente a mí, el parque Père-Marquette se extendía como un reino encantado, sus árboles inclinados bajo el peso de su armadura de hielo. Las ramas, transformadas en delicadas esculturas cristalinas, se curvaban y reflejaban la luz de una luna distante y fría, proyectando destellos en la noche como si cada árbol susurrara historias de resistencia y derrota.

En las noches, la ciudad parecía contener la respiración. La luna, suspendida en un cielo helado, lanzaba su pálida luz sobre el parque, iluminando un paisaje congelado que era al mismo tiempo hermoso y aterrador. La naturaleza, en su magnitud implacable, había tomado la ciudad como su lienzo, mostrándonos su capacidad de transformar lo cotidiano en algo sublime y desolador. Desde mi ventana, veía un mundo atrapado entre la belleza y la fragilidad, donde cada centímetro de hielo reflejaba no solo la luz, sino también la esencia misma de mi existencia: congelada, resistente y siempre a punto de quebrarse.

Mi condición de exiliado parecía resonar con aquella ciudad paralizada, como si la naturaleza hubiera decidido materializar el peso de mi desarraigo en cada capa de hielo que se acumulaba. Las calles, normalmente bulliciosas, se habían transformado en galerías de cristal donde los pocos transeúntes se deslizaban como espectros cautelosos, sus pasos inseguros sobre el pavimento espejado.

El silencio era absoluto, roto solo por el ocasional crujido de una rama que cedía bajo su carga helada, o el distante eco de sirenas que atravesaba la ciudad congelada. En ese momento, mientras contemplaba la metamorfosis de Montreal, comprendí que el exilio no solo era una condición geográfica, sino también un estado del alma, tan transparente y frágil como las esculturas de hielo en que se habían convertido los árboles del parque.

El milagro eléctrico de Papineau

El verglas era más que un término meteorológico: era conjuro, una memoria líquida transformada en transparencia cortante. Las ramas de los árboles se doblaban como ancianos cansados, cubiertas por un sudario brillante que parecía no pertenecer a este mundo. Mi pequeño refugio en el quinto piso, con su gran ventanal que daba al parque Père-Marquette, bastión de exiliado, parecía estar protegido por un hechizo peculiar. Mientras mis vecinos narraban historias de oscuridad y desolación, mi luz permanecía encendida como si los espíritus de mis antepasados hubieran tejido un manto invisible alrededor de mi hogar.

Mientras contemplaba el paisaje de fantasía que se desplegaba ante mis ojos, una pregunta insistente comenzó a rondar mi mente: ¿Cuánto duraría este milagro eléctrico en nuestra pequeña zona del barrio de La Petite Patrie? ¿Sería cuestión de horas antes de que la oscuridad nos alcanzara, como había ocurrido en tantos otros sectores de la ciudad?

Diez inviernos habían pasado desde mi llegada, cada uno más crudo y penetrante que el anterior. Aquí, en esta ciudad de cielos grises y muros altos, había aprendido a medir el tiempo en rutinas: el amanecer helado, los pasos hasta el banco donde trabajaba, el tintineo incesante de las teclas bajo mis dedos. Ese lugar, tan impersonal, se había convertido en mi refugio, un islote de estabilidad en un mar que amenazaba con devorarlo todo.

El hielo no era solo agua congelada; era la metáfora perfecta de mi existencia: transparente, frágil pero resistente, capaz de reflejar la luz con una belleza que lastimaba. Cada centímetro de superficie cristalizada contaba una historia de transformación, igual que mi propia vida, marcada por ese constante ir y venir entre la fragilidad y la fortaleza.

La tormenta se extendió por cinco días, del 5 al 9 de enero de 1998, transformando el Quebec en un reino de hielo. En la región de Montérégie, la situación fue aún más crítica, con algunos lugares experimentando apagones que duraron varias semanas. Mientras más de un millón de personas quedaban sin electricidad en la región de Montreal —un apagón considerado el mayor de la historia moderna de Norteamérica—, mi calle Papineau permanecía luminosa, desafiando todas las leyes de la probabilidad.

Hydro-Québec reportaría posteriormente que cerca de 1,4 millones de personas quedaron sin electricidad, con algunas comunidades permaneciendo a oscuras hasta 33 días. Pero mi pequeño refugio en La Petite-Patrie era una isla de normalidad, un microclima eléctrico que desafiaba la estadística. El fenómeno depositó entre 70 y 100 milímetros de hielo en algunas zonas, un manto cristalino que pesaba toneladas sobre la infraestructura. Las torres de transmisión eléctrica colapsaban como soldados derrotados, y sin embargo, mi barrio permanecía intacto, con la electricidad fluyendo como si nada extraordinario estuviera sucediendo.

La geografía específica jugaba su papel: la cercanía a la subestación, la configuración particular de las líneas eléctricas, tal vez un detalle de ingeniería que nadie había previsto. Pero para mí, que había aprendido a sobrevivir en tierras extrañas, aquello era más que una coincidencia: era otro capítulo de mi historia de resistencia. Mi trabajo en el banco me había enseñado a valorar la estabilidad, y ahora la ciudad misma parecía rendirme un extraño homenaje, manteniéndome conectado mientras el resto del mundo se sumía en la oscuridad invernal.

Un refugio en la tormenta

Mi apartamento se convirtió en algo más que un refugio personal; era un faro de esperanza en medio de una ciudad congelada. La luz que emanaba de nuestras ventanas en la calle Papineau dibujaba sombras doradas sobre el hielo del parque Père-Marquette, creando un espectáculo que parecía salido de los cuentos de las mil y una noches.

Los vecinos comenzaron a llegar, primero tímidamente, luego en oleadas, buscando calor, electricidad para cargar sus teléfonos, un lugar donde calentar sus alimentos. El portal de mi edificio se convirtió en una plaza pública improvisada, donde se intercambiaban historias de supervivencia junto con tazas de sopa caliente. Los números se volvían rostros, las estadísticas se transformaban en abrazos compartidos.

Fue en una de esas noches cuando Pierre Tremblay llegó a nuestro edificio. Su cabello blanco estaba cubierto de escarcha y sus ojos sabios brillaban con una mezcla de cansancio y curiosidad. Se presentó como un ingeniero jubilado de Hydro-Québec, y pronto descubrimos que era una fuente inagotable de conocimientos sobre la red eléctrica de Montreal.

Mientras compartíamos una taza de café caliente en mi pequeño apartamento, Pierre desentrañaba el misterio de nuestra isla de electricidad. Hablaba de transformadores especiales, de circuitos auxiliares y de una red subterránea que pocos conocían. Sus manos, arrugadas pero firmes, dibujaban diagramas imaginarios en el aire, trazando el camino de la electricidad como si fuera un río secreto bajo nuestros pies.

«Sabes», me dijo una noche, mientras el resto de la ciudad permanecía sumida en la oscuridad, «cuando era joven, pensaba que entender cómo funcionaban las cosas les quitaría su magia. Pero cuanto más aprendía sobre la electricidad, más milagrosa me parecía. Es como si hubiéramos domesticado un rayo, ¿no crees?»

Su presencia en nuestro refugio iluminado me recordó que cada uno de nosotros llevaba consigo una historia, un conocimiento único que podía iluminar el camino de los demás. En ese momento, comprendí que el verdadero milagro no era solo la persistencia de la electricidad en nuestra calle, sino la forma en que las circunstancias nos habían unido, permitiéndonos compartir nuestras luces interiores en medio de la tormenta.

La sinfonía del caos

Los noticieros hablaban de números y estadísticas, pero yo veía historias humanas desarrollarse en cada esquina congelada. Las torres de alta tensión, esos gigantes modernos que creíamos invencibles, se doblaban como tallos de flores marchitas bajo el peso de un hielo que parecía tener voluntad propia. Los transformadores explotaban en la noche como fuegos artificiales trágicos, iluminando brevemente el cielo antes de sumir a otro barrio en la oscuridad.

El sonido... ah, el sonido era algo que jamás olvidaré. No era el silencio que uno espera de la nieve, sino una sinfonía macabra de crujidos y explosiones. Los árboles centenarios del parque Père-Marquette gemían bajo el peso del hielo, y cuando sus ramas finalmente cedían, el estruendo era como un disparo en la noche. Cada mañana descubríamos nuevas bajas en esta guerra contra la naturaleza: otro árbol caído, otro cable destrozado, otro automóvil aplastado.

El ejército llegó como en las películas de guerra, pero esta vez no venían a combatir enemigos humanos sino a luchar contra los elementos. Sus uniformes verdes contrastaban con el blanco inmaculado del hielo que lo cubría todo. Los soldados, esos jóvenes que parecían salidos de otro mundo, repartían mantas y esperanza a partes iguales.

La parálisis del transporte transformó a Montreal en un laberinto de hielo donde cada movimiento requería una estrategia de supervivencia. Los autobuses de la STM, esos mastodontes azules que normalmente dominaban las calles, ahora parecían bailarines torpes en una pista de hielo. Los conductores, verdaderos héroes urbanos, maniobraban entre obstáculos que parecían sacados de una película post-apocalíptica: árboles caídos como gigantes dormidos, cables eléctricos que serpenteaban por las calles como víboras plateadas.

Las cifras eran demoledoras: 700,000 almas sin electricidad solo en Montreal, daños por 1.5 mil millones de dólares, comunidades rurales resistiendo hasta 33 días en la oscuridad. Pero los números no contaban las historias completas, las pequeñas tragedias y milagros que se desenvolvían en cada rincón de la ciudad.

El banco como santuario

En el banco donde trabajaba, las conversaciones ya no eran sobre números y transacciones, sino sobre supervivencia y solidaridad. Los ejecutivos de traje y corbata se convertían en narradores de historias de resistencia, cada uno con su propia odisea para llegar al trabajo a través de calles convertidas en pistas de patinaje traicioneras.

Las vacaciones de emergencia decretadas por la institución se convirtieron en un período de reflexión profunda. Los almuerzos calientes que la administración proporcionaba sin escatimar recursos se transformaron en ceremonias de gratitud colectiva. Mientras saboreaba cada bocado, guardaba silencio sobre mi situación privilegiada —era un gesto de solidaridad que no exigía explicaciones, un bálsamo que aliviaba, al menos por unas horas, las tensiones que cargábamos todos a cuestas.

Mi privilegiada ubicación cerca del banco se convirtió en otro regalo inesperado. Mientras mis colegas enfrentaban odiseas épicas para llegar al trabajo, yo podía realizar el trayecto a pie, aunque cada paso requería la concentración de un equilibrista. Las aceras, cubiertas por esos diez centímetros de hielo implacable, se habían transformado en trampas brillantes que reflejaban el cielo gris de Montreal.

Mi condición de inmigrante, que normalmente me habría hecho más vulnerable —sin familia extensa, sin redes de apoyo profundas—, se había transformado inexplicablemente en una suerte de bendición gracias a mi ubicación en Papineau. Era como si el destino hubiera decidido compensar años de incertidumbre con este regalo inesperado: luz y calor cuando la ciudad más los necesitaba.

El deshielo del alma

Paradójicamente, mientras más se congelaba la ciudad, más se derretían las barreras entre las personas. Vi personas adineradas compartiendo generadores con familias de inmigrantes, a ancianos quebequenses enseñando a jóvenes recién llegados cómo mantener una casa caliente sin electricidad. El hielo, en su cruel belleza, nos había igualado a todos.

Los centros de emergencia se multiplicaban como faros de esperanza: escuelas, gimnasios, centros comunitarios transformados en refugios. La Cruz Roja trabajaba incansablemente, pero era la solidaridad espontánea la que verdaderamente calentaba el alma de la ciudad. Vecinos rescatando ancianos, familias compartiendo generadores, extraños convertidos en salvadores.

En ese momento, comprendí que mi verdadero hogar no era un lugar, sino la capacidad de permanecer en pie ante cualquier tormenta. Los vecinos, antes desconocidos, se convirtieron en una red de solidaridad. Compartimos más que calor y alimentos: compartimos la intemperie de la vida, ese lugar donde los extraños se reconocen como hermanos.

Desde mi ventana iluminada, observaba las ambulancias navegando cautelosamente entre las trampas de hielo que antes eran calles. Sus sirenas cortaban el silencio como lamentos, buscando a quienes el frío amenazaba con vencer. Los -20°C no perdonaban: tres horas sin calefacción podían significar la diferencia entre la vida y la muerte.

Las noches eran especialmente surreales. Mientras tecleaba en mi computadora, conectado a ese internet primitivo que entonces parecía una maravilla del futuro, podía escuchar el silencio de la ciudad congelada, interrumpido ocasionalmente por el crujido de alguna rama cediendo bajo el peso del hielo. Era como si el tiempo se hubiera detenido en todas partes excepto en nuestro pequeño enclave iluminado.

La primavera del alma

Cuando el hielo comenzó a derretirse y los árboles del parque Père-Marquette volvieron a balancearse con libertad en el viento, sentí que algo en mí también se liberaba. El verglas no solo había congelado la ciudad; había puesto a prueba nuestra humanidad, recordándonos que incluso en los momentos más oscuros siempre hay un destello de luz.

La sinfonía del deshielo —el crujir del hielo cayendo en fragmentos y el susurro del agua volviendo a fluir— marcaba un renacimiento. Las ramas de los árboles, antes dobladas bajo el peso del cristal, se estiraban hacia el cielo como brazos agradecidos. En el banco, las conversaciones dejaron de girar en torno a la supervivencia y comenzaron a celebrar las historias de solidaridad que, como leyendas, circulaban entre los pasillos y los almuerzos.

Mi apartamento en la calle Papineau, que había sido un refugio de esperanza, volvió a su normalidad. Sin embargo, algo había cambiado. Los vecinos que antes eran extraños ahora se saludaban por sus nombres, y las puertas que permanecían cerradas ahora se abrían con facilidad. La luz que proyectábamos en las noches más frías seguía iluminando nuestras conexiones, incluso bajo el sol de primavera.

Una tarde, mientras caminaba por una ciudad que recobraba su vitalidad, me encontré con Pierre, el ingeniero jubilado. «A veces necesitamos que todo se congele para apreciar el calor que llevamos dentro», dijo con una sonrisa. Sus palabras resonaron en mí con una verdad profunda. El verglas no había sido solo una tormenta, sino un espejo que reflejaba nuestras fragilidades y nuestra fuerza.

Diez años en esta tierra que una vez me pareció extraña, y ahora, después de sobrevivir juntos a este invierno feroz, sentía que finalmente pertenecía. El hielo había forjado lazos más fuertes que cualquier documento de inmigración. Como los brotes verdes que asomaban tímidamente en el parque, yo también había encontrado la forma de florecer en un suelo que antes me parecía inhóspito.

Mientras narraba esta historia años más tarde, entendí que el verglas no solo había congelado el tiempo; también había derretido las barreras que me separaban de esta comunidad. En los momentos más fríos y oscuros, descubrí que la luz y el calor que necesitamos suelen encontrarse en los lugares más inesperados y, sobre todo, en las conexiones que forjamos con los demás.

El verglas había sido más que una tormenta de hielo. Fue una revelación cristalizada, un espejo donde vi reflejada mi propia condición: congelado en el tiempo, transformado por capas de incertidumbre, vulnerable pero resistente, esperando un deshielo que me devolviera a la vida. Y cuando llegó esa primavera del alma, comprendí que bajo el hielo más implacable late siempre la promesa del renacer.
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Video La Tormenta de Hielo: Cuando Montreal se Detuvo

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Queridos amigos:

Al llegar al final de este capítulo, quiero expresar mi más sincero agradecimiento por formar parte de mi vida y acompañarme en este viaje literario. Los invito a sumergirse en estas páginas con el mismo cariño con el que las escribí y a compartir sus pensamientos, anécdotas y reflexiones con sus seres queridos. Sus historias son un valioso complemento a las mías, y nada me alegraría más que saber que estas memorias han tocado su corazón de alguna manera.

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Con todo mi afecto y gratitud,
Abelardo Salazar

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