No 8 "Cuando el Sueño se Desvanece"

 CAPITULO No 8 

“Réquiem por un Soñador: El Desvanecimiento de un Sueño (Montreal, 1994)”

La puerta crujió, un sonido seco que rasgó el aire como el filo de una cuchilla, arrancándome del refugio de mis pensamientos. Al levantar la cabeza, el brillo acerado de los ojos de mi supervisora me atravesó como un relámpago helado. Sus palabras, precisas y afiladas, flotaron en el aire con la levedad de una sentencia inapelable: "Necesito que pases por mi oficina antes de que termines tu turno". Nada más fue necesario. Un escalofrío, como el roce gélido de un espectro, se deslizó por mi espalda, confirmando el presentimiento que había latido en mí durante semanas como un presagio funesto.

Los minutos que restaban del turno se convirtieron en una tortura lenta, una sucesión interminable de transacciones que se dilataban, cada una de ellas un aguijón que punzaba con creciente desesperación. El zumbido incesante de las luces fluorescentes, que antes había sido un murmullo insignificante, se tornó un pulso opresivo, una cadencia que martillaba mi cabeza con un ritmo de angustia contenida.

Al fin, cuando el último cliente se desvaneció como una sombra, caminé hacia la oficina. La puerta se cerró tras de mí con un golpe sordo que resonó como el fin de algo irrevocable. Frente a mí, un sobre blanco, inofensivo en apariencia, yacía sobre el escritorio como un presagio de fatalidad. La mirada de mi supervisora, que durante días había mostrado una efímera calidez, se había convertido ahora en un páramo gélido. Las palabras que pronunciaron sus labios, carentes de todo rastro de humanidad, fueron dagas afiladas que desgarraron el silencio: "El banco ha decidido prescindir de sus servicios a partir de hoy".

En ese instante, el mundo se encogió hasta reducirse a la opresiva estrechez de esa oficina. El aire, cargado con la humedad de una amenaza largamente temida, se volvió irrespirable. Afuera, la vida continuaba, indiferente; adentro, todo parecía detenerse, suspendido en un vacío donde resonaban ecos de una pérdida aún por asimilar.

El mundo se desplomó a mi alrededor. Las palabras resonaban en mis oídos, una melodía macabra que me impedía pensar. El sobre blanco, ahora una losa pesada en mis manos, corroboraba el golpe que ya había recibido. Cada línea de la carta era un clavo que se hundía en mis sueños, un golpe a la frágil esperanza que me había mantenido a flote. Las dudas, antes fantasmas inquietos, ahora cobraban vida propia, riendo a carcajadas ante mi impotencia.
¿Era este el final, la derrota que había temido durante tanto tiempo?

Salí del edificio, mis pasos resonando en el mármol pulido por última vez, sintiéndome más extranjero que nunca en esta tierra que había prometido tanto. El sueño canadiense, que ya se tambaleaba, ahora parecía desmoronarse por completo. El cielo gris de Montreal parecía burlarse de mi desgracia mientras caminaba por las calles del barrio Hochelaga.

Al pasar frente a una tienda, (depanneur). sentí un impulso desesperado de buscar escape en el tabaco, a pesar de que hacía mucho tiempo que no fumaba. La antigua adicción murmuraba suaves promesas de consuelo pasajero, como un viejo amigo tóxico que reaparece en momentos de vulnerabilidad. Me senté en un banco del parque cercano, el viento otoñal arremolinando hojas secas a mis pies, y dejé que mis pensamientos fluyeran como un río turbulento:
¿En qué limbo acabaríamos los desechados del mundo corporativo?
Aquellos que no fuimos estrellas rutilantes y sobrevivimos día a día en cubículos prestados, vislumbrando el éxito pero conformándonos con migajas de reconocimiento.

¿Qué será de los silenciosos exiliados? De los que vaciamos nuestros escritorios en silencio, con dignidad herida pero intacta. ¿Qué será de aquellos que lloramos en el baño de la oficina?
Para el común de los mortales, esto sería solo un tropiezo más en el camino, un capítulo desafortunado que se cerraría pronto. Pero para mí, cada palabra del despido actuaba como un gatillo, liberando una avalancha de recuerdos enterrados: notas escolares insuficientes, trabajos perdidos y proyectos fracasados; cada memoria era una herida que volvía a sangrar.

Había jurado no rendirme; Canadá debía ser mi nuevo comienzo, la tierra donde finalmente probaría mi valor. Pero ahora, sentado bajo un cielo indiferente, sentía el peso aplastante de una verdad innegable: eran demasiados fracasos y promesas rotas para mí mismo.

Mientras el sol se ponía, tiñendo el cielo de un naranja melancólico, sentí que algo dentro de mí se quebraba definitivamente. Ya no era solo el peso del despido; era la suma de todos los momentos en que había intentado levantarme solo para caer nuevamente. La fatiga existencial de quien ha luchado demasiado tiempo contra sus propios demonios.

Caminé hacia mi apartamento, cada paso recordándome todos los caminos intentados antes. La ciudad fría y hostil reflejaba el vacío que sentía dentro. Mientras las luces comenzaban a encenderse en las ventanas, me pregunté si alguna vez encontraría mi lugar en este mundo diseñado para otros.

Sentado frente a la ventana de mi pequeño apartamento, observo cómo la luz del atardecer tiñe de naranja los edificios de Montreal. El reflejo en el cristal me devuelve una imagen que apenas reconozco: soy yo, pero al mismo tiempo, un extraño. Me pregunto en qué momento comencé a perderme a mí mismo, en qué instante preciso empecé a desdibujarme entre las sombras de esta ciudad que prometía tanto.

Recuerdo la primera vez que pisé estas calles, con el corazón rebosante de sueños y los ojos brillantes de ambición. ¿Dónde quedó ese joven que cruzó un océano en busca de su destino? Se ha ido diluyendo, gota a gota, en el mar de compromisos y concesiones que he hecho a lo largo de los años.

"Solo por ahora", me dije cuando acepté aquel primer trabajo que no me gustaba. "Es temporal", me repetí mientras postergaba mis proyectos personales. "Ya habrá tiempo", me convencía cada vez que renunciaba a una parte de mí mismo para encajar en este molde que la sociedad había preparado para mí. Es extraño cómo estos compromisos con la vida erosionan lentamente quienes somos. Pequeñas concesiones que parecían razonables se convirtieron en patrones de comportamiento y, con el tiempo, en resignación.

Ahora, sentado en la penumbra de mi habitación en la calle Papineau, siento el peso de todas esas promesas rotas que me hice a mí mismo. Cada una de ellas es como una hoja seca que cae de un árbol marchito, un árbol que alguna vez fui yo, lleno de vida y posibilidades. Miro mi reflejo fragmentado en el cristal y veo todas las versiones de mí mismo que he dejado atrás: el estudiante soñador, el joven profesional lleno de ambiciones y el inmigrante cargado de esperanzas.

La ciudad continúa su ritmo implacable fuera de mi ventana, ajena a mi crisis existencial. Las luces se encienden una a una, como estrellas en un cielo urbano, y me pregunto cuántas almas, detrás de esas ventanas iluminadas, estarán luchando con sus propios fantasmas, con sus propias versiones perdidas de sí mismos.

Me levanto y camino hacia el espejo del baño. Miro fijamente a los ojos del hombre que me devuelve la mirada. ¿Cuándo fue la última vez que vi un destello de pasión en esos ojos? ¿Cuándo fue la última vez que sentí que estaba viviendo, y no solo sobreviviendo?

El silencio de la noche se cierne sobre mí como un manto pesado. En la quietud, puedo escuchar el eco de mis sueños olvidados, susurrando desde los rincones más oscuros de mi mente. Me doy cuenta de que no hay un momento preciso en el que decidimos conformarnos; es un proceso gradual, tan sutil como la erosión del viento sobre la roca, hasta despertar y apenas reconocer al soñador que fuiste.

Así, guardo luto no solo por el trabajo perdido o los fracasos acumulados, sino por todas las versiones mías que nunca llegaron a existir: el escritor sin novela y el empresario sin negocio. Hay una soledad especial en este duelo; es la soledad de quien ha perdido algo nunca realmente tenido: todas esas vidas potenciales y futuros alternativos que parecieron posibles.

Pero en este momento de claridad, también entiendo que aún no es demasiado tarde. Quizás, en el acto mismo de reconocer lo que he perdido, estoy dando el primer paso para recuperarlo. Que tal vez, en el fondo de este pozo de resignación, aún queda una chispa de aquel joven soñador que cruzó el Atlántico en busca de una vida mejor.

Mañana, cuando el sol vuelva a salir sobre Montreal, tal vez encuentre el coraje para empezar a reconstruirme. Para desenterrar esos sueños que enterré bajo capas y capas de compromisos. Para recordar quién era y quién quiero ser.

Porque al final, en esta ciudad de inviernos eternos y veranos fugaces, en este lugar donde vine a buscarme y terminé perdiéndome, quizás aún haya una oportunidad de renacer. De ser fiel a esa voz interior que he silenciado durante tanto tiempo. De volver a ser yo mismo, no el yo que el mundo espera que sea, sino el yo que siempre he sido en lo más profundo de mi ser.

Mientras la noche abraza a Montreal, me prometo a mí mismo que esta vez será diferente. Que esta vez, la promesa no se marchitará. Que esta vez, encontraré el camino de regreso a mí mismo, recordando que el verdadero fracaso no es perder el trabajo ni la suma de tropiezos anteriores, sino permitir que cada golpe me aleje más del ser que deseo ser hasta convertirme en un extraño para mí mismo.

"Tres Pisos Bajo Tierra: Donde Renacen las Esperanzas"

Ha pasado una semana desde aquel día en que mi mundo se desmoronó en la oficina de “La Banque Nationale” en el barrio Hochelaga. Siete días vagando por las calles de Montreal como un fantasma, tratando de encontrar sentido en medio del caos de mi mente. Las tardes en el apartamento se han convertido en un ejercicio de supervivencia, cada hora un recordatorio de los caminos que he intentado recorrer sin éxito.

Esta mañana, me senté frente a la ventana, observando cómo la ciudad despertaba bajo un cielo gris típico de Montreal. La taza de café, ya fría entre mis manos, era mi única compañía mientras repasaba mentalmente las ofertas de trabajo disponibles, ninguna realmente prometedora. La ironía de ser un banquero desempleado en una ciudad llena de bancos no se me escapaba.

El silencio matutino fue interrumpido por el sonido estridente de mi teléfono. Eran las 11:03 AM. El número en la pantalla me hizo contener la respiración: La Banque Nationale, sucursal principal. El mismo banco que una semana atrás había decidido prescindir de mis servicios.

"Buenos días, ¿hablo con el señor...?" La voz al otro lado de la línea era cálida y profesional. "Nos preguntábamos si estaría disponible para una entrevista hoy a las 2 PM."

Sentí cómo mi corazón daba un vuelco. La esperanza, esa vieja conocida que tantas veces me había traicionado, comenzaba a susurrar nuevamente en mis oídos. Pero esta vez venía acompañada de un séquito de dudas: ¿Por qué me llamaban de la sede principal?
¿Qué había cambiado en una semana?
¿Era esto una cruel broma del destino o realmente...?

Me encontré asintiendo al teléfono, mi voz más firme de lo que me sentía:
"Sí, por supuesto, estaré allí."

Colgué y volví a mirar por la ventana. Las nubes se movían lentamente sobre los edificios del centro; la ciudad parecía diferente ahora, como si hubiera recuperado algo de su color. Sin embargo, el peso de mis experiencias pasadas me mantenía anclado a la realidad. ¿Cuántas veces había sentido esta misma esperanza? ¿Cuántas veces me había preparado para una entrevista pensando "esta vez será diferente"?

Me levanté para preparar mi traje, el mismo que había usado en tantas otras entrevistas. Mientras me afeitaba, mi reflejo en el espejo me devolvía una mirada cautelosa. Ya no era el optimista ingenuo de antes; los golpes me habían enseñado a protegerme. Y sin embargo... ¿Y si esta vez realmente fuera diferente? La sede principal del banco no era cualquier sucursal. Quizás alguien había visto algo en mi expediente que mi anterior supervisor no había notado.

No obstante, me dije a mí mismo que no construyera castillos en el aire. No otra vez. Pero mientras preparaba mi camisa y revisaba mi currículum por enésima vez, no pude evitar sentir ese familiar cosquilleo de posibilidad. Era como un bailarín que, después de múltiples caídas, escucha los primeros acordes de una nueva melodía y siente el impulso de intentarlo una vez más.

El reloj marcaba las 12:30. En menos de dos horas estaría sentado frente a alguien que podría cambiar el curso de mi historia en esta ciudad. La pregunta que flotaba en el aire, pesada como el húmedo clima montrealés, era si esta vez el final sería diferente.

Tomé mi portafolio y me dirigí a la puerta. En el espejo del recibidor, ajusté mi corbata una última vez. El hombre que me devolvía la mirada era una curiosa mezcla de esperanza y recelo, deseo y miedo, experiencia y ese incorregible optimismo que se niega a morir del todo.

Las calles de Montreal me esperaban. En algún lugar entre aquí y la sede principal del banco, tal vez, solo tal vez, me esperaba también un nuevo comienzo.

A medida que caminaba hacia la estación de metro, cada paso se sentía cargado de posibilidades y peligros por igual. La ciudad vibraba con una energía renovada; quizás era solo mi percepción alterada por esta inesperada vuelta de los acontecimientos. Mientras esperaba el metro, permití que mis pensamientos fluyeran libremente: ¿Era esta la oportunidad que había estado esperando o solo otro capítulo en mi historia de decepciones?

El vagón avanzaba y con él crecía mi ansiedad. ¿Funcionará esta vez? ¿O estaba destinado a ser otro capítulo en mi larga historia de casi éxitos y fracasos definitivos? La incertidumbre era casi insoportable, pero había algo más: una chispa tenue pero persistente que se parecía a la determinación.

Mientras salía de la estación metro “Square Victoria” con el imponente edificio del banco que quedaba exactamente a la salida de la estación, a la vista, me encontré en una encrucijada emocional. Parte de mí quería creer que esta era la oportunidad que cambiaría todo; otra parte, curtida por la experiencia, me advertía que no me ilusionara demasiado.

Con cada paso hacia la entrada del banco sentía cómo crecía la tensión. ¿Sería este el momento en que mi vida daría un giro positivo? ¿O estaba a punto de enfrentar otra decepción? La respuesta aguardaba detrás de esas puertas de cristal; solo el tiempo dirá si esta vez finalmente las cosas funcionarían a mi favor.

Mientras esperaba frente al edificio, recordé todos los momentos difíciles que había atravesado y cuántas veces había sentido esa misma mezcla de esperanza y miedo antes. Pero hoy era diferente; hoy tenía la oportunidad no solo de recuperar lo perdido sino también de redescubrirme a mí mismo.

Con ese pensamiento resonando en mi mente y un leve destello de optimismo iluminando mis pasos vacilantes, crucé las puertas del banco dispuesto a enfrentar lo que viniera con valentía renovada y un corazón abierto a nuevas posibilidades.

En la penumbra de mi apartamento, donde la ciudad dibuja sombras inquietas en las paredes como presagios nocturnos, dos promesas selladas con sangre laten bajo mi pecho: jamás abandonar este sueño que me trajo hasta aquí, y nunca volver con la cabeza gacha al punto de partida. Son juramentos que pesan como anclas en el alma pero también sostienen como pilares en la tormenta, mi brújula personal en este exilio voluntario.

Era uno de esos edificios bancarios que parecían tocar el cielo con sus dedos de cristal y acero, pero mi destino no estaba en las alturas donde los ejecutivos jugaban a ser dioses, sino tres niveles bajo tierra, en un búnker que parecía diseñado por un arquitecto obsesionado con el futuro. Corría el año de mil novecientos noventa y cuatro, después de haber limpiado tantos pisos y restregado tantos inodoros que mis manos habían olvidado que alguna vez fueron las de un aspirante a banquero.

El descenso hacia las entrañas del banco tenía algo de ritual iniciático, cada piso susurrándome fragmentos de mi pasado: los trabajos de limpieza, las noches de insomnio, las tentaciones de rendición. Los controles de seguridad se sucedían uno tras otro con la precisión de un reloj suizo, custodiados por guardias que parecían tallados en la misma piedra del subsuelo. El salón que se abrió ante mis ojos estaba iluminado por fluorescentes que zumbaban como insectos metálicos, creando un mundo donde el sol era un recuerdo lejano y el tiempo se medía en dígitos verdes que parpadeaban en las pantallas.

Éramos veinte candidatos los elegidos para aquel descenso, cada uno con cicatrices invisibles dejadas por la modernidad, todos veteranos de una guerra silenciosa contra la automatización. "La banca está cambiando", anunció una voz que resonaba como un oráculo moderno, y en ese momento supe que no estábamos allí para competir por un empleo, sino para ser parte de una metamorfosis que nos convertiría en criaturas digitales.

Todos habíamos pasado por lo mismo: los bancos estaban cambiando la forma de trabajar, y los cajeros en sucursales iban desapareciendo. Yo lo había tomado personal, pero ahí, con las explicaciones del empleado que nos recibió, comprobé la realidad. No éramos los únicos, sino veinte personas que compartían la misma experiencia, todos enfrentando la misma transformación inevitable.

Los horarios eran como una broma del destino: turnos que comenzaban cuando las estrellas aún reinaban en el cielo, noches que se confunden con los días bajo la luz perpetua de los fluorescentes. Pero había algo hipnótico en aquella rutina subterránea, una especie de paz que nunca encontré en los mostradores de arriba, donde los clientes desfilaban con sus urgencias y sus acentos imposibles.

En las noches más solitarias, cuando el fracaso susurraba tentaciones de retorno, mis dos promesas brillaban como faros en la oscuridad. Eran mi ancla y mi vela, mi prisión y mi libertad. Las semanas comenzaron a fluir como un río subterráneo, cada día idéntico al anterior y al siguiente, pero cada uno llevándome un poco más lejos de aquellos tiempos en que mis manos olían a productos de limpieza y mi dignidad se medía en pisos fregados.

Y así, mientras la ciudad dormía sobre nuestras cabezas como una bestia agotada, nosotros, los desterrados de la modernidad, seguíamos tecleando en nuestro búnker, convirtiendo números en destinos, transformando datos en futuros posibles. No estaba allí porque hubiera fallado, sino porque me negaba a fallar. Porque al final, el destino tiene un sentido del humor peculiar: me trajo exactamente donde necesitaba estar, aunque fuera tres pisos bajo tierra, donde la dignidad brilla con la luz de los monitores y la esperanza suena como el tecleo incesante de dos docenas de redimidos digitales.

En la penumbra de mi apartamento, con el aroma del café impregnando el aire, me encontré reflexionando sobre los avatares que la vida me había presentado. Las paredes, testigos silenciosos de mis batallas internas, parecían susurrar secretos de resiliencia que solo ahora comenzaba a comprender.

Fue en ese momento, entre el crepitar de papeles y el zumbido distante de la ciudad, que una verdad se abrió paso en mi corazón como un rayo de sol entre nubes tormentosas. Comprendí que el control que tanto anhelaba sobre mi destino era tan ilusorio como intentar atrapar el viento con las manos. La vida, caprichosa y sabia a la vez, me había enseñado que mi verdadero poder residía no en dominar las circunstancias, sino en la forma en que decidía enfrentarlas.

Con cada desaire, con cada proyecto rechazado, con cada mirada de incomprensión, se forjaba en mí una certeza: no todos serían capaces de ver el fuego que ardía en mi interior. Y eso, lejos de ser una derrota, era una liberación. Ya no necesitaba la aprobación de aquellos que no podían ver más allá de sus propias expectativas. Mi valor, como las raíces de un árbol centenario, se hundía profundo en la tierra de mi ser, inquebrantable ante las tormentas de la opinión ajena.

En el tapiz de mi vida, los hilos que se habían deshilachado no eran pérdidas, sino espacios para tejer nuevas oportunidades. Cada persona que se alejaba, cada idea que se desvanecía, eran en realidad fardos que dejaba atrás, aligerando mi carga para el camino que se extendía ante mí. La nostalgia, dulce y amarga, se transformaba en el combustible para avanzar hacia horizontes inexplorados.

Las caídas, en otro tiempo temidas como abismos de fracaso, se revelaron como escalones en la escalera de mi crecimiento. Cada tropiezo era una lección grabada a fuego en mi alma, cada error una piedra en la construcción de mi fortaleza interior. La verdadera derrota, comprendí, no estaba en caer, sino en negarse a levantarse.

Y así, en la soledad de mi cuarto, con la ciudad palpitando al otro lado de la ventana, sentí que renacía. La fuerza que brotaba de mi interior no era frágil como el cristal, sino flexible como el bambú, capaz de doblarse ante las tempestades sin quebrarse. Cada desafío, cada obstáculo, cada desilusión, se transformaban en el crisol donde se forjaba mi verdadero yo.

Con la pluma en la mano y el corazón abierto, me dispuse a escribir el siguiente capítulo de mi historia. Ya no era la misma persona que había entrado por esa puerta meses atrás, cargada de expectativas y temores. Ahora era un guerrero, templado por las pruebas, listo para enfrentar lo que el destino tuviera reservado. Porque al final, comprendí, que la vida no se trata de evitar las tormentas, sino de aprender a bailar bajo la lluvia.
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Capitulo No.1 del libro "Pinceladas de vida"
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