No 6 "El Principio de Todo: Un Encuentro Bajo el Cielo de Montreal"

 CAPÍTULO VI

"El Principio de Todo: Un Encuentro Bajo el Cielo de Montreal"

El 4 de julio de 1992, en la ceremonia de la entrega de mi ciudadanía canadiense, solo una persona me acompañaba: mi profesora de francés y amiga, Marie-Andrée. Sus ojos claros, como dos lagos tranquilos bajo un cielo nublado, reflejaban la sabiduría de los años y una melancolía serena. En ellos, se podía vislumbrar un pasado lleno de alegrías y sombras, como un bosque donde los árboles centenarios guardan los secretos del tiempo. Su sonrisa, tenue como una brisa primaveral, se dibujaba en su rostro, revelando un alma sensible. Era una sonrisa que había aprendido a florecer entre las grietas de la vida, como una flor silvestre que resiste el invierno. Vestida con un toque de la elegancia quebequense, irradiaba la calidez de quien, a pesar de la tristeza, brillaba con una luz propia, como una joya oculta.

"Ahora eres parte de nuestra tierra", pronunció en un francés cristalino, pulido por años de enseñanza a inmigrantes como yo. Su voz, que había guiado a tantos por los laberintos del idioma, mantenía ese timbre maternal aunque teñido por una melancolía que se había vuelto parte de su esencia.

Nuestra amistad había echado raíces en las aulas donde ella desgranaba las complejidades del francés. Lo que comenzó como una relación entre maestra y alumno floreció en algo más profundo, tal vez nutrido por nuestras respectivas soledades. “El Lago de los Castores”, (lago de los castores)  en el cerro de  Monte Royal, ese bello parque se convirtió en nuestro refugio, donde las palabras fluían libres como el agua que ondulaba bajo la brisa de Montreal.

En momentos de confianza, Marie-Andrée me compartía fragmentos de su historia a través de fotografías: una mujer radiante sosteniendo a Sami y Sabri, sus pequeños; el encuentro con Sadok, su esposo, en los corredores de la École Polytechnique —ella, una quebequense llena de sueños; él, un brillante estudiante tunecino que había cruzado el océano persiguiendo el futuro. Su amor floreció entre ecuaciones y proyectos de ingeniería, en días donde el horizonte parecía infinito. Pero al graduarse, las obligaciones laborales reclamaron a Sadok en Túnez, dividiendo el camino que hasta entonces habían recorrido juntos. Esa brecha, que en su juventud parecía temporal y manejable, se profundizó con los años, especialmente tras la muerte de Sami, convirtiendo los recuerdos felices en ecos agridulces.

En nuestros recorridos por la ciudad, su auto se convertía en una pequeña Colombia rodante, inundado de melodías tropicales que contrastaban con el paisaje invernal. Para Marie-Andrée, aquella música era más que sonidos exóticos; era un portal hacia otra realidad, un espacio donde el peso de la ausencia de Sami —su hijo prodigio— se hacía más llevadero. Buscaba en el aprendizaje del español y en nuestra amistad un ancla en medio de su tormenta personal.

Las crisis emergían sin aviso, como las tormentas de nieve en primavera. En esos momentos, cuando los recuerdos de Sami la atravesaban como ráfagas heladas, mi único papel era permanecer junto a ella, testigo silencioso de un dolor que no podía —ni debía— intentar reparar. Su mirada se perdía entonces en el horizonte, como buscando respuestas en la línea donde el cielo de Montreal toca la tierra.

Su apartamento, situado en un sector privilegiado de la ciudad, era un espacio donde las tensiones familiares se acumulaban como capas de hielo. Sabri, el hijo menor, y Suzanne, la hermana psicóloga, apenas disimulaban su inquietud ante nuestra amistad. Sus miradas cargaban el peso de expectativas no pronunciadas: esperaban una reconciliación entre Marie-Andrée y Sadok, quien aparecía en Montreal con la regularidad de las estaciones, siempre con el pretexto de visitar a su hijo.

Estas visitas imprevistas de Sadok transformaban el ambiente del apartamento. Las paredes parecían contener el aliento, cargadas de esperanzas silenciosas y palabras no dichas. Me encontraba atrapado en aquella red de emociones contenidas, consciente de que mi presencia representaba, para algunos, un obstáculo en el camino hacia la reunificación familiar que anhelaban. Era como ser un intruso en una obra de teatro donde todos los actores conocen el final deseado, excepto uno.

La presencia de Sami flotaba en cada rincón del apartamento como un fantasma luminoso. Las fotografías del niño prodigio adornaban las paredes: Sami al piano, Sami con su primer premio de matemáticas, Sami sonriendo a la cámara con esa mirada intensa que había heredado de su padre. Marie-Andrée mantenía su habitación intacta, como un santuario donde el tiempo se había detenido, preservando cada detalle de su ausencia.

Sabri vivía en la sombra de su hermano, cargando el peso imposible de no ser Sami. Lo observaba moverse por el apartamento con la cautela de quien camina sobre hielo fino, siempre midiendo sus palabras, sus gestos, como si temiera perturbar el delicado equilibrio de la memoria de su hermano. Su mirada, cuando se cruzaba con la mía, era una mezcla de resentimiento y súplica silenciosa.

Suzanne, la hermana psicóloga, intentaba mantener unidas las piezas de este rompecabezas familiar. Sus visitas semanales seguían un ritual preciso: café, conversaciones medidas, y sutiles intentos de guiar a Marie-Andrée hacia lo que ella consideraba una "normalidad" aceptable. Me observaba con la precisión clínica de quien evalúa un elemento potencialmente perturbador en la ecuación de la recuperación de su hermana.

Las tardes de domingo, cuando Sadok aparecía con su elegancia tunecina y su francés perfectamente modulado, el apartamento se transformaba en un escenario de esperanzas contenidas. Él traía consigo el aroma de especias exóticas y una determinación que el tiempo no había logrado erosionar. Sus ojos seguían buscando en Marie-Andrée rastros de la mujer que había conocido en los pasillos de la universidad, mientras ella parecía fluctuar entre el presente y los recuerdos de una felicidad que se había escurrido como agua entre sus dedos.

Las cenas familiares se convertían en ejercicios de diplomacia tácita. Alrededor de la mesa, Suzanne y Sabri mantenían conversaciones medidas, mientras Marie-Andrée actuaba como anfitriona, intentando suavizar las tensiones evidentes. Yo permanecía como observador silencioso, consciente de las dinámicas familiares que se desarrollaban ante mí.

Sadok, aunque ausente físicamente, mantenía una presencia constante a través de sus comunicaciones y apoyo económico a Sabri. Sin embargo, el distanciamiento con Marie-Andrée era total; era como si hubieran trazado una línea invisible que ninguno se atrevía a cruzar. Las noticias de Sadok llegaban a Marie-Andrée solo a través de su hijo, fragmentos de una vida que alguna vez compartieron y que ahora se desenvolvía en paralelo a la suya.

Las visitas esporádicas de Sadok a Montreal eran acontecimientos que alteraban el delicado equilibrio establecido. Aunque nunca coincidí con él, podía sentir el impacto de sus breves estancias en el comportamiento de todos. Sabri se transformaba durante estos períodos, alternando entre la alegría de ver a su padre y la tensión de mantener separados los mundos de sus padres. Suzanne intensificaba sus visitas, como si quisiera asegurarse de que su hermana mantuviera la compostura durante estos momentos de particular vulnerabilidad.

Marie-Andrée enfrentaba estas situaciones con una mezcla de dignidad y resignación. Durante los días que Sadok estaba en la ciudad, nuestros encuentros se teñían de una melancolía particular. Era como si su presencia, aunque distante, hiciera más tangible la realidad de todo lo que se había perdido.

"El peso de otra pérdida"

El otoño se había asentado en Montreal, y con él, los días del padre de Marie-Andrée parecían contados. André Lefort, un hombre que en sus años mozos había llenado de vigor las tierras que trabajaba, se desvanecía bajo el peso de una enfermedad que atacaba con una precisión implacable. El diagnóstico había sido el primero de varios golpes: un cáncer silencioso que, para cuando se detectó, ya había dejado su huella mortal en cada rincón de su cuerpo. Cada visita al hospital era un recordatorio de lo efímero de la vida, una cuenta regresiva hacia una despedida inevitable.

Para Marie-Andrée, el deterioro de su padre era una herida abierta que resonaba con la pérdida aún reciente de Sami, su hijo. André había sido un pilar en su vida, un hombre que, aunque austero en sus emociones, siempre había estado presente. Ahora, ver cómo su fortaleza se desmoronaba, día tras día, la dejaba luchando entre la nostalgia de lo que fue y el miedo de lo que estaba por venir.

La enfermedad avanzaba de manera cruel, casi premeditada, como si hubiera sido diseñada por un artesano que disfrutaba de su obra, alargando la agonía de su creación. No solo desintegraba el cuerpo de André, sino también la resistencia emocional de Marie-Andrée, que se encontraba atrapada en un duelo interminable. Era como si la vida, en su despiadada cadencia, le hubiese robado la capacidad de cerrar las cicatrices anteriores antes de infligirle nuevas

La vida del padre de Marie-Andrée, André Lefort se extinguía como una vela en una catedral vacía: lenta, inexorable, sagrada en su partir. Cada visita al hospital desgarraba un nuevo jirón de la ya frágil serenidad de Marie-Andrée. En sus ojos claros —herencia viva de su padre— podía ver cómo esta nueva prueba se entrelazaba con el duelo aún palpitante por Sami, como si el destino, artesano cruel, tejiera una red cada vez más estrecha de pérdidas.

La encontraba a menudo en la cafetería del hospital, figura solitaria en un mar de batas blancas y rostros ansiosos. Sus manos, temblorosas como hojas de otoño, rodeaban una taza de café que nunca llegaba a sus labios. Su rostro, pálido como las paredes que nos rodeaban, revelaba el agotamiento de quien libra batallas en múltiples frentes: el presente con sus exigencias implacables, el pasado con sus fantasmas persistentes, el futuro con sus sombras amenazantes. Era una equilibrista suspendida sobre un abismo de recuerdos y obligaciones, cada paso un acto de fe sobre una cuerda cada vez más tensa.

Sin embargo, en ciertos momentos —breves oasis en ese desierto de preocupaciones—, Marie-Andrée se permitía soñar. Su voz cobraba vida al hablar de viajes imaginarios, de callejuelas mediterráneas bañadas por un sol que nunca se ponía, de brisas marinas cargadas de promesas. Dibujaba con palabras lugares donde el dolor no pudiera alcanzarla, donde los recuerdos de Sami fueran mariposas y no puñales, donde la enfermedad de su padre se diluyera como niebla bajo el sol del mediodía. En esos instantes fugaces, vislumbraba a la mujer que había sido: una joven cuyo corazón latía al ritmo de aventuras aún no vividas.

Pero estos destellos de esperanza eran efímeros como el rocío matinal. La realidad, con su peso de plomo, siempre regresaba. Habíamos construido entre nosotros un refugio de comprensión mutua, un espacio donde nuestras heridas podían respirar sin el vendaje de las apariencias. Nos convertimos en muletas el uno para el otro, unidos por esa extraña intimidad que solo nace cuando dos almas reconocen en la otra un dolor gemelo. Nuestra amistad florecía en un terreno que otros no podían —o no querían— cultivar.

El parque de Mont-Royal se convirtió en nuestro santuario. Allí, donde el viento de Montreal tejía sinfonías con las hojas doradas, encontrábamos momentos de tregua. El tiempo se detenía, o al menos aminoraba su paso implacable. El dolor, aunque presente, se diluía en la vastedad del paisaje otoñal. Nuestras conversaciones fluían como el agua del lago, a veces profundas, a veces superficiales, siempre buscando en las palabras un bálsamo temporal. Sabíamos que no podíamos huir de nuestras historias, pero juntos encontrábamos la fuerza para cargar con ellas un día más.

Mientras la enfermedad de su padre André Lefort avanzaba con la precisión de un reloj suizo, observaba a Marie-Andrée prepararse, inconscientemente, para otra despedida. El destino, como un dramaturgo insatisfecho con su tragedia, parecía empeñado en probar los límites de su resistencia. Primero Sami, ahora su padre: cada pérdida era un nuevo peso sobre unos hombros que, aunque cansados, se negaban a doblegarse.
"El día del adiós"

La muerte del padre André Lefort cayó sobre Marie-Andrée como la última pieza en un mosaico de pérdidas, un eslabón más en una cadena que parecía interminable. El día del funeral quedó cristalizado en mi memoria, cada detalle conservado como un insecto en ámbar, especialmente los momentos previos a nuestra partida hacia la iglesia.

El apartamento estaba sumido en esa penumbra peculiar que solo conocen los lugares donde el duelo ha tendido su manto. A través de la puerta entreabierta del baño, se filtraban sus sollozos contenidos, como olas rompiendo contra un dique invisible de dignidad. Cuando por fin salió, sus ojos claros —ahora turbios por el llanto— me atravesaron como dardos de hielo. Esa mirada, antes tan luminosa como un amanecer de verano, se había transformado en un paisaje de noviembre, cubierto por una tormenta que parecía no tener fin. Eran los ojos de alguien que había visto demasiado partir en un lapso demasiado corto.

La ceremonia en la iglesia fue como una fotografía en sepia: íntima, contenida, con apenas una docena de siluetas congregadas alrededor del féretro. El aire, denso por el incienso y los murmullos de consuelo, se volvió plomo cuando llegó el momento de formar el círculo de oración. Vi cómo la mano de Suzanne, la hermana de Marie-Andrée, se retrajo ante la mía, como si evitara una llama, en un gesto tan sutil como una puñalada. Mi mano quedó suspendida en el aire, un péndulo oscilando entre el rechazo y la vergüenza. Aunque terminé entre Marie-Andrée y Pierre, la sensación de ser un intruso se adhirió a mí como una segunda sombra.

En la sala de velación, el aire se espesó aún más. Suzanne apareció acompañada por un hombre que navegaba entre los presentes con la familiaridad de quien pertenece a ese entorno. Lo presentaba a cada familiar como quien despliega un abanico, movimiento tras movimiento, hasta llegar a nosotros. Al llegar, su cortesía se convirtió en un bisturí preciso que me eliminó de la escena, haciendo la presentación únicamente a Marie-Andrée. Fue un desaire cuidadosamente orquestado, que me transformaba en un fantasma entre los vivos.

Pero Marie-Andrée, con la dignidad que siempre portaba como una corona invisible, reescribió el momento. Con voz clara como el cristal de Bohemia, llamó al hombre y me presentó ella misma, sus ojos fijos en los de él como dos faros en la niebla. No era una simple presentación social; era una declaración de principios, un manifiesto silencioso que proclamaba mi lugar en su vida como algo innegociable.

En medio de ese ambiente saturado de dolor y tensiones subterráneas, la complejidad de mi relación con Marie-Andrée se reveló como un viejo manuscrito. Para su familia, yo no era simplemente un amigo; era la encarnación visible de una elección divergente, una nota discordante en la partitura que habían compuesto para ella. Especialmente ahora que Sadok, como un personaje de una obra inconclusa, mostraba señales de querer reescribir el final. Mi presencia en el funeral era un recordatorio tangible de que Marie-Andrée había elegido ser la autora de su propia historia, no una simple personaje en la narrativa de otros.

A medida que el crepúsculo teñía la sala de velación y los dolientes se desvanecían como sombras al atardecer, comprendí que estaba presenciando un duelo caleidoscópico: no solo por André Lefort, sino por toda una constelación de pérdidas —relaciones fracturadas, caminos no recorridos, sueños que nunca llegaron a florecer. Y en medio de esta sinfonía de dolor, mi presencia resonaba como una nota sostenida, un testimonio silencioso de que el consuelo, al igual que el agua, siempre encuentra su camino, aunque sea por senderos inesperados. Y que el amor, en su infinita sabiduría, rara vez respeta los mapas que otros dibujan para nosotros.

"Los rituales del adiós "

Los rituales del duelo son como corrientes invisibles que fluyen bajo la superficie de la vida, tan antiguas como el primer llanto por un ser amado. En la familia Lefort, esos ríos habían tallado cauces profundos, caminos ceremoniales que me hacían sentir como una piedra ajena en su trayecto. A pesar de ello, me mantuve al lado de Marie-Andrée, soportando miradas que cortaban como cristales rotos y silencios que resonaban como campanas en una catedral vacía. El incienso flotaba entre nosotros, cargado de verdades que nunca se decían en voz alta, entrelazando el aire con el poder extraño del dolor: un alquimista capaz de transformar lazos en barreras, cercanías en distancias.

A través de los vitrales, el sol derramaba sus últimas gotas de luz, como si también quisiera despedirse. Observé a Marie-Andrée frente al féretro de su padre, su silueta bañada en sombras y luz. Me invadió la sensación de estar frente a un abismo familiar. Primero Sami, arrebatado cuando su vida apenas comenzaba a abrirse como un capullo, y ahora André Lefort, el arquitecto de sus primeros pasos. Cada pérdida había tallado en su alma cicatrices más profundas que las que el tiempo deja en la piedra. Pero allí estaba ella, erguida como un faro en medio de la tormenta, su dignidad brillando con una luz propia en la creciente oscuridad.

La penumbra envolvió la iglesia como un manto de terciopelo, el universo pareció contener el aliento en señal de respeto. Las plegarias y murmullos se desvanecieron, separados de nosotros por un velo tejido de pesar y memoria. En ese momento, comprendí una verdad innegable: Marie-Andrée no solo lidiaba con la pérdida de su padre, sino con una corte silenciosa de familiares que no comprendían —o no aceptaban— su manera de afrontar el dolor.

Durante la oración final, observé su rostro sereno, sus manos entrelazadas como pájaros en busca de refugio, y reflexioné sobre las múltiples formas del coraje. Existe el valor que se necesita para mirar la muerte cuando se lleva a un ser amado, pero también está ese otro tipo de valentía, más sutil y no menos heroico, que exige mantenerse fiel a uno mismo cuando el mundo canta una melodía diferente. Marie-Andrée era la encarnación de ambos, y mientras la admiración florecía en mí, una duda se deslizó entre mis pensamientos: ¿era yo digno de la confianza que ella había puesto en nuestra singular alianza?

Al salir de la iglesia, el viento montrealés nos envolvió con su filo helado, recordándonos que la vida sigue su curso, implacable. Una nostalgia profunda me envolvió, no solo por los que se habían ido, sino por los que aún permanecemos, cargando nuestros recuerdos como atlas eternos, cada memoria un mundo más pesado con cada paso. Mientras caminábamos en silencio hacia su auto, comprendí que los recuerdos son como las estrellas: solo muestran su brillo verdadero cuando la noche es más oscura, y cuando hay alguien con quien contemplarlas.

La figura de Marie-Andrée, erguida, como un árbol que resiste el viento, me reveló una imagen de resiliencia humana. No era simplemente una mujer atravesando otra pérdida; era un testimonio de cómo el amor puede brotar como flores en el asfalto, encontrando luz en las grietas más oscuras del destino. Quizás ese era el verdadero legado de André Lefort: enseñarle que la verdadera fortaleza no se encuentra en seguir las huellas de otros, sino en el coraje de trazar su propio camino, aunque eso signifique caminar sola bajo las estrellas de la incertidumbre

"La llamada que lo cambió todo"

Los días que siguieron a la partida de André Lefort flotaban en una calma engañosa, como esas pausas irreales entre los relámpagos y los truenos. Marie-Andrée había buscado refugio en mi pequeño apartamento de la calle Papineau, un espacio que ella misma había comprado en un gesto de generosidad que ahora parecía una profecía irónica. Entre estas paredes, testigos mudos de nuestra singular amistad, habíamos construido un santuario de los escombros de nuestras historias rotas.

Aquella tarde de otoño discurría como una acuarela de costumbres familiares. Marie-Andrée, hundida en el sofá como una hoja caída en un estanque, pasaba las páginas de un libro sin realmente leerlas. El aire del apartamento vibraba con esa intimidad particular que solo existe cuando dos personas han aprendido a habitar cómodamente el silencio del otro.

El timbre del teléfono rasgó la quietud como un relámpago en cielo despejado. Marie-Andrée, más cercana al aparato, se incorporó con esa gracilidad automática que tienen los movimientos cotidianos. Desde el umbral de mi habitación, observé cómo su silueta se transformaba: primero la tensión, súbita como una corriente eléctrica; luego la palidez, extendiéndose por su rostro como escarcha sobre un cristal. Su mano se aferró al auricular como un náufrago a su tabla. Era Sadok, su voz atravesando kilómetros y años para encontrarla.

La sorpresa nos envolvió como una red invisible. En aquellos días, antes de que la tecnología convirtiera la ubicuidad en algo trivial, localizar un número privado era como encontrar una aguja en un pajar de silencios. Mi teléfono era un secreto bien guardado, desconocido para la familia Lefort, lo que convertía esta llamada en un enigma inquietante. Solo Odette, compañera de estudios de ambos, podría haber tendido este puente entre pasado y presente.

El misterio de cómo Sadok había conseguido atravesar nuestras defensas flotaba en el aire como polvo en un rayo de sol. ¿Habría sido Odette, navegando las turbias aguas de las lealtades divididas? Nuestro refugio, antes impenetrable, ahora parecía tan frágil como una burbuja de jabón.

Observé a Marie-Andrée mientras conversaba, su voz un hilo de seda que apenas rozaba el aire. La brevedad de sus palabras contrastaba con el peso de cada segundo, que caía como gotas de plomo en un estanque de mercurio. Al colgar, el silencio que siguió tenía la densidad de las nevadas nocturnas. Sus ojos claros, cuando encontraron los míos, eran un mosaico de disculpa y resolución.

Con una serenidad que desmentía el tumulto interior que seguramente la agitaba, me explicó su necesidad de encontrarse con Sadok. Las palabras eran innecesarias; ambos sabíamos que este momento había estado acechando en los márgenes de nuestra amistad como una sombra al atardecer.

Mientras la veía prepararse para partir, medité sobre cómo los giros cruciales de nuestras vidas suelen llegar disfrazados de banalidad, envueltos en el papel de regalo de lo cotidiano. El apartamento, antes nuestro refugio, ahora vibraba con una energía extraña, como si las paredes hubieran comenzado a susurrar en un idioma que no podíamos comprender.

La duda sobre el origen de la llamada permaneció suspendida como niebla matinal, con la silueta de Odette dibujándose como la explicación más plausible. Era un recordatorio de que el pasado tiene sus propios afluentes para desembocar en nuestro presente, sus propias formas de recordarnos que las historias sin concluir son como ríos: siempre encuentran su camino hacia el mar.

Contemplando su partida, comprendí que nuestra amistad habitaba un espacio entre una cosa que se ha ido y otra que está por llegar., un territorio tan indefinido como el crepúsculo. La intrusión de Sadok era como una piedra arrojada a un estanque sereno: las ondas alterarían para siempre la superficie de nuestras aguas compartidas. Aunque regresara esa noche, algo fundamental se había transformado, como una melodía que cambia de tono tan sutilmente que solo se nota cuando la canción ha terminado.

El atardecer comenzaba a teñir las ventanas de tonos violetas y naranjas, y con él llegaba la certeza cristalina de que existen momentos que actúan como bisagras en el tiempo, dividiendo nuestras vidas en capítulos irreconciliables. Esta llamada era una de esas bisagras, y mientras el sol se despedía de Montreal, me pregunté si nuestro pequeño edén en la calle Papineau sobreviviría a esta serpiente que se había deslizado en su jardín.

La noche en que Marie-Andrée regresó tras su encuentro con Sadok fue una de esas noches en las que la ciudad parece un espejo de lo que llevamos dentro. Las luces difusas de Montreal vibraban en la distancia como si intentaran alcanzar algo inalcanzable, y el viento silbaba entre los edificios, agitando hojas secas como pequeños fantasmas que corrían por las aceras. Sabía que había algo diferente en el aire incluso antes de que ella abriera la puerta.

El clic de la llave en la cerradura sonó como el disparo de una flecha que había esperado todo el día. Ella entró, y en su rostro había una quietud que me resultaba inquietante, como el reflejo de una tormenta pasada que aún sacudía el horizonte. Marie-Andrée cruzó el umbral sin palabras, sus ojos buscando los míos solo por un segundo antes de apartarse, como si el peso de lo que llevaba consigo fuera demasiado para compartir de inmediato.

Me levanté del sillón, pero no me acerqué. Había aprendido a respetar los silencios que necesitaba para ordenar sus pensamientos antes de hablar. Era como si siempre estuviera caminando sobre un alambre, equilibrando su dolor y su necesidad de seguir adelante, buscando un equilibrio que a veces parecía demasiado frágil para sostenerse por mucho tiempo.

Nos sentamos en el pequeño comedor. El reloj en la pared marcaba los segundos con una precisión casi insultante, como si el tiempo mismo quisiera recordarnos que no se detendría por nuestras dudas ni nuestras emociones suspendidas. Finalmente, Marie-Andrée habló.

—No sabía qué esperar —dijo en un tono apenas audible—. Después de tanto tiempo, no estaba segura de qué sentir al verlo de nuevo.

Su voz era suave, pero el impacto de sus palabras cayó sobre mí como una avalancha contenida. Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en la mesa, esperando más, pero también temiendo lo que podría escuchar. Ella continuó sin mirarme, sus dedos jugando distraídamente con la servilleta que había sobre la mesa.

Sadok es… el mismo, pero diferente. Es como si hubiéramos dejado de ser las personas que éramos, y ahora solo somos sombras de lo que alguna vez fuimos.

Había un eco de tristeza en su voz, pero también una aceptación que me heló la sangre. Ella había salido a enfrentarse a su pasado, y aunque no había salido herida, había regresado más distante, como si esa parte de su vida ya no pudiera entrelazarse con la mía del mismo modo.

—¿Qué sucedió? —pregunté, mi voz un susurro en el silencio que nos rodeaba.

Marie-Andrée levantó la vista por primera vez desde que había comenzado a hablar. Sus ojos, aquellos que siempre habían sido tan transparentes como el hielo, ahora estaban llenos de algo que no podía descifrar del todo: una mezcla de melancolía, gratitud y, quizás, una chispa de resolución.

—Hablamos de lo que pudo haber sido, de lo que nunca llegó a ser —dijo—. Pero también comprendimos que el tiempo nos ha cambiado. Ya no somos los mismos jóvenes que soñaban con futuros compartidos. Él tiene su vida, y yo tengo la mía.

Sentí una punzada de alivio al escuchar esas palabras, pero también un peso nuevo se posó sobre mis hombros. El fin de un capítulo no siempre es un alivio, y a veces lo que se cierra no es una puerta, sino una ventana que deja entrar un aire diferente.

—¿Y ahora? —pregunté, incapaz de detenerme, de no buscar alguna certeza en medio de lo incierto.

Marie-Andrée esbozó una sonrisa leve, una que no alcanzó sus ojos pero que al menos rompió la tensión en su rostro.

—Ahora seguimos adelante —respondió—. Sadok y yo hicimos nuestras paces. Nos despedimos de lo que fue, y quizás eso es lo mejor que podía haber pasado.

Nos quedamos en silencio, y por primera vez en mucho tiempo, ese silencio no me resultó incómodo. Era un espacio en el que ambos sabíamos lo que había que hacer: seguir caminando, cada uno con su carga de recuerdos, pero también con una nueva libertad que, aunque incierta, traía consigo la promesa de nuevos caminos por recorrer.

Esa noche, al quedarme solo en mi habitación, pensé en cómo la vida, con sus vueltas inesperadas y sus llamadas misteriosas, nos arrastra hacia momentos de decisión que nunca esperamos enfrentar. Marie-Andrée había regresado, pero el eco de Sadok aún vibraba en el aire. Y aunque nada parecía haber cambiado realmente, algo fundamental sí lo había hecho: habíamos sido testigos de cómo el pasado había liberado a uno de nosotros, pero yo aún no sabía si eso también me incluía.

Me quedé despierto mucho tiempo, mirando las luces distantes de la ciudad a través de la ventana, preguntándome si algún día llegaríamos a un lugar donde pudiéramos descansar sin sentir que el pasado siempre nos acechaba desde la penumbra.

*En medio de la tormenta reciente, elegí convertirme en calma. La vida de Marie-Andrée ya navegaba suficientes mareas tempestuosas sin necesidad de que yo añadiera mis propias aguas turbulentas. En lugar de agitar el oleaje de su inquietud, decidí transformarme en un faro, ese punto de luz constante que guía a los barcos perdidos en la niebla. El otoño montrealés desplegaba ante nosotros su lienzo perfecto: el Mont Royal se había envuelto en un manto de colores imposibles, como si la naturaleza misma hubiera decidido pintar un cuadro de consuelo con su paleta de oros y cobres, susurros de viento y danzas de hojas.


El lago de los castores se transformó en nuestro templo al aire libre, un santuario bordeado de antiguos árboles y memorias nuevas. Aquella tarde particular, mientras caminábamos alrededor de sus orillas, las gaviotas surcaban el aire como pensamientos liberados de sus jaulas terrenales. Marie-Andrée, envuelta en su abrigo de lana como una crisálida esperando su momento de transformación, contemplaba el paisaje con esos ojos claros que parecían pozos profundos donde se acumulaba toda la melancolía del mundo. El cielo plomizo se duplicaba en las aguas del lago, creando un espejo donde nuestras reflexiones se mezclaban con las nubes.


—¿Sabes? —susurró, mientras una hoja dorada ejecutaba su última danza entre nosotros, trazando espirales de oro en el aire otoñal—. A veces pienso que somos como estos árboles —su voz adoptó ese matiz particular que reservaba para los momentos en que el espíritu de Sami parecía flotar más cerca—. Perdemos nuestras hojas, nos despojamos de todo, pero siempre queda algo esencial, algo que promete renacer.


El Mont Royal nos acogía en su abrazo milenario, centinela silencioso de innumerables historias de pérdida y renovación. Sus laderas, un tapiz viviente de escarlata, ámbar y oro viejo, murmuraban secretos en un idioma que solo el viento podía traducir. Impulsado por una fuerza interior que no supe nombrar, me acerqué a un arce majestuoso y lo toqué con mis manos. La corteza bajo mis palmas era como un manuscrito en braille, cada rugosidad contando la historia de años de resistencia y renacimiento. Marie-Andrée, sorprendida por este gesto inesperado, dejó escapar una de esas sonrisas raras que, como rayos de sol entre nubes de tormenta, iluminaban brevemente su rostro ensombrecido.


—Los árboles guardan una sabiduría que nosotros apenas comenzamos a comprender —medité, sintiendo el pulso de la vida bajo la corteza—. En su otoño, liberan sus hojas y ofrecen sus frutos, sembrando promesas que florecerán mucho después de su partida.


Marie-Andrée se acercó, posando su mano junto a la mía sobre el tronco antiguo.


—Como Sami —murmuró, y en esas dos palabras se condensaba un universo entero de pérdida y esperanza, de dolor y renacimiento.


El viento otoñal orquestaba su sinfonía particular, dirigiendo remolinos de hojas caídas en una danza circular a nuestros pies, mientras las gaviotas continuaban su ballet aéreo sobre las aguas del lago. Sus graznidos se entretejían con el susurro de las ramas, componiendo una melodía que hablaba de ciclos eternos y renovaciones constantes. En ese momento preciso, el otoño se reveló no como una estación de muerte, sino como una nueva primavera, donde cada hoja que caía era en realidad una flor que celebraba su transformación final.


Nuestros pasos sobre la alfombra crujiente de hojas marcaban el compás de una meditación compartida, mientras avanzábamos en silencio contemplativo. El cielo otoñal resplandecía con esa luz única que parece reservada exclusivamente para esta estación, un brillo suave y oblicuo que invita al alma a una reflexión profunda. Marie-Andrée se detuvo frente al lago, su figura recortada contra el horizonte como una pintura de Monet, bañada por los últimos rayos del sol poniente que atravesaban las nubes como dedos dorados.


—Hay momentos —dijo, rompiendo nuestra comunión silenciosa— en que este lugar parece detener el tiempo. Como si todo quedara suspendido en un eterno presente: las preocupaciones, las pérdidas, los conflictos... Aquí, la naturaleza nos concede el don del olvido momentáneo.


Sus palabras se elevaron en el aire como hojas llevadas por el viento, cada una portadora de una verdad que el tiempo no podía erosionar.


Los días menguaban con el avance inexorable del otoño, trayendo consigo esa luz alquímica capaz de transformar lo mundano en mágico. En estos encuentros junto al El Lago de los Castores, descubríamos una paz que trascendía las fronteras de nuestra singular amistad, una serenidad que se elevaba por encima de las complicaciones cotidianas, de las llamadas inesperadas, de las expectativas familiares y de los fantasmas que nos perseguían.


El otoño montrealés no era un punto final, sino una coma en la gran narrativa de la vida, una pausa preñada de posibilidades. Entre los árboles que se desprendían de su follaje con una dignidad ceremoniosa, Marie-Andrée y yo éramos testigos de una verdad antigua como el mundo: cada final porta en su interior la semilla de un nuevo comienzo. Y mientras el sol se sumergía en el horizonte, pintando el cielo con tonalidades que desafiaban la paleta de cualquier artista, comprendimos la profunda sabiduría que yace en el arte de soltar, en permitir que las hojas emprendan su vuelo final para que nuevos brotes puedan emerger cuando el ciclo de la vida así lo disponga.

"La selva oscura del recuerdo"

En algún momento, sin darme cuenta, me encontré extraviado en una selva oscura, no en el sentido físico de Dante, sino en ese laberinto interior donde el alma pierde su brújula y vaga entre los fantasmas de lo que pudo ser. Las calles de Montreal, otrora tan familiares como las líneas de mi palma, se transformaron en senderos cifrados donde cada esquina custodiaba el eco cristalino de las risas de Marie-Andrée, cada banco vacío en el Mont Royal se había convertido en un altar a conversaciones que quedaron suspendidas en el aire como oraciones inconclusas.

El otoño, ese artista obsesivo, continuaba pintando la ciudad, pero su paleta ya no me susurraba de belleza sino de ausencia. Las hojas descendían como lágrimas de oro viejo, cada una un fragmento de nuestro mosaico compartido: una tarde junto al Lago de los Castores convertida en ámbar por la memoria, una conversación sobre Sami preservada en el cristal del tiempo, el timbre fatídico del teléfono en el apartamento de la calle Papineau resonando aún en los corredores del recuerdo. Cada hoja era una página arrancada de un libro que el viento dispersaba, llevándose consigo palabras que quedaron atrapadas en el limbo entre el pensamiento y la voz.

¿En qué preciso instante el sendero se había sumido en tinieblas? Quizás fue gradual, como el imperceptible acortamiento de los días otoñales, o tal vez ocurrió en un momento específico: ese instante de claridad cuando comprendí que hay historias destinadas a permanecer como partituras inconclusas, preguntas que deben flotar eternamente sin jamás posarse en la orilla de una respuesta.

En la penumbra de mi extravío existencial, los recuerdos se deslizaban como sombras entre árboles desnudos. La voz de Marie-Andrée reverberaba en mi mente, fundiéndose con la música del viento: "A veces, el dolor es una brújula que nos guía hacia territorios que nunca hubiéramos descubierto por voluntad propia". ¿No era esa la verdad que Sami había intuido en su efímera pero luminosa existencia? Su sabiduría, como el polen otoñal, continuaba flotando sobre nosotros, sembrando entendimiento en el suelo fértil del dolor.

La ciudad se transformó en un caleidoscopio de fantasmas y posibilidades truncadas. Cada rostro en la multitud parecía portar una pregunta sin resolver: ¿Había sido sabio mantenerme al margen? ¿Debí enfrentar los prejuicios de Suzanne, las esperanzas de Sabri, la sombra persistente de Sadok? ¿O quizás la verdadera sabiduría yacía en el arte del retroceso, como los árboles que saben que la supervivencia depende tanto de soltar como de retener?

Algo comenzó a mutar de manera casi imperceptible, como el cambio en la calidad de la luz antes del amanecer. Como las semillas que requieren la noche profunda de la tierra para despertar, ciertas verdades solo germinan en la penumbra del no saber. Marie-Andrée lo entendía mejor que nadie: había elegido la soledad luminosa de Montreal sobre la compañía en sombras de Túnez, la fertilidad de la incertidumbre sobre el desierto de lo predecible.

Las estaciones continuaron su danza circular, inmutable como las constelaciones. Los árboles del Parque de Mont Royal se desnudaron hasta los huesos para luego renacer vestidos de verde esperanza. Y en algún momento, tan gradualmente como había llegado, la oscuridad comenzó a retroceder. No porque hubiera encontrado respuestas, sino porque había aprendido a abrazar las preguntas como compañeras de viaje.

Ahora, mientras contemplo los nuevos brotes en los árboles que fueron testigos silenciosos de nuestra historia, comprendo que algunas selvas oscuras no están destinadas a ser atravesadas, sino a ser habitadas como templos de transformación. Que ciertos seres, como Marie-Andrée, no cruzan nuestras vidas para permanecer, sino para enseñarnos que la belleza más profunda florece precisamente en los jardines de lo incompleto.

La imagen final que preservo es la de una gaviota solitaria atravesando el crepúsculo sobre el "El Lago de los Castores", como una pincelada olvidada en el vasto lienzo del cielo montrealés. En su vuelo silencioso, comprendí que algunas ausencias no buscan ser llenadas - persisten resonando en las cámaras del corazón, como el eco infinito de una campana en una catedral vacía que parece llamar a alguien, o algo, que aún no ha llegado. Y mientras la observo desvanecerse en el horizonte, me pregunto qué nuevas sombras o luces aguardan en las páginas aún en blanco de mi destino.

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