1 "Confesiones de un soñador despierto" (9)

Capítulo 1

Confesiones de un soñador despierto

Aquella mañana en Montreal, el sobre oficial descansaba sobre mi mesa como una hoja caída del árbol del destino. La carta de aceptación como refugiado —palabra que aún me costaba pronunciar sin que la garganta se cerrara— brillaba con una luz tenue, casi imperceptible, pero tan real como los copos de nieve que danzaban tras mi ventana. La tomé entre mis manos y sentí su peso: no el de papel y tinta, sino el de todas las vidas que había dejado atrás en Medellín, donde las calles que una vez caminé con la confianza de un empleado bancario se habían convertido en territorios minados por la violencia del narcoterror.

Había salido de Colombia a finales de los ochenta con una certeza grabada en el alma: jamás regresaría. No mientras las explosiones marcaran las horas como relojes siniestros, no mientras el miedo fuera el idioma común de mi ciudad. Pero esa mañana, con la carta entre mis dedos, comprendí que había cruzado más que un océano: había atravesado el umbral entre el hombre que huía y el hombre que anhelaba, simplemente, comenzar de nuevo.

Me acerqué a la ventana de mi pequeño apartamento. Los edificios corporativos se alzaban como guardianes de cristal contra el cielo gris, y entre ellos, las torres bancarias brillaban con un resplandor que reconocí de inmediato —el mismo que había visto en las sucursales de Medellín, antes de que el mundo se fracturara—. En Montreal, esas torres no guardaban secretos ensangrentados; eran faros en un mar de concreto y acero, promesas de un orden donde los números hablaban de crecimiento, no de extorsión ni de muerte.

Sus ventanas reflejaban la luz del amanecer, y por un momento vi en ellas algo más que edificios: vi la posibilidad de regresar a lo que conocía, a lo que había sido mi oficio antes de que todo se desmoronara. Nada grandilocuente —solo un escritorio, una rutina estable, el ritmo tranquilo de las transacciones diarias—. Quería recuperar la normalidad que la violencia me había arrebatado, volver a ser el empleado bancario que fui, pero esta vez sin temer que cada mañana pudiera ser la última.

El espejo del baño me devolvió una imagen doble: el exiliado recién llegado —rostro afilado por el invierno y la incertidumbre— conviviendo con el hombre que solo deseaba la paz de un empleo honesto. Mi reflejo parecía transformarse con cada parpadeo, como si el pasado y el futuro negociaran en el cristal empañado por el vapor de la ducha. Era el espejo de todas mis posibilidades, pero también de todas mis cicatrices invisibles.

Salí a la calle, donde el viento frío me recibió como un viejo amigo incisivo —tan distinto del calor denso de Medellín, de esas tardes donde el aire mismo parecía vibrar con tensión—. Las hojas otoñales caían formando espirales perfectas, cada una llevando escrito un deseo sencillo: trabajar, vivir sin miedo, construir una vida tranquila. Los edificios del centro financiero se recortaban contra el cielo como promesas de estabilidad.

Mi maletín —comprado en una tienda de segunda mano— pesaba con una gravedad especial ese día. Dentro, llevaba mi currículum como un mapa hacia la cotidianidad perdida: experiencia bancaria en Colombia, conocimiento de sistemas, inglés funcional, francés en proceso. Cada línea trazaba el camino hacia ese futuro modesto que ahora me susurraba al oído con voz esperanzada.

Mi sueño no era de conquista ni de gloria. Era más humilde, más humano: encontrar un puesto en algún banco, cualquiera que me diera la oportunidad de demostrar que aún sabía hacer mi oficio. Quería levantarme cada mañana sin preguntarme si llegaría vivo a casa, quería que los números significaran solo transacciones y balances, no cuentas de muertos. Había cruzado continentes no para brillar, sino para respirar —para recuperar el derecho simple de vivir sin sobresaltos.

Caminando por las calles del centro, observaba a los empleados que entraban y salían de los bancos. Sus pasos seguros contaban historias de rutinas predecibles, de vidas ordenadas, y eso era precisamente lo que yo anhelaba. En los cristales de los edificios, mi reflejo se mezclaba con el de ellos, como si el universo me mostrara que yo también podría pertenecer a ese mundo de normalidad recuperada. El aire se llenó de posibilidades modestas, flotando como promesas discretas en la mañana fría.

Me detuve frente a uno de los bancos de la ciudad. El edificio parecía respirar con vida propia, sus puertas giratorias invitando a entrar a quienes buscaban simplemente un lugar donde trabajar. Por un instante, el tiempo se suspendió, y pude verme atravesando esas puertas, caminando hacia un escritorio que sería mío, comenzando la jornada con la tranquilidad de quien sabe que al final del día podrá regresar a casa sin incidentes.

Recordé entonces: los escritorios que dejé en Medellín, los compañeros que ya no estaban, las mañanas donde abrir la puerta de la sucursal significaba no saber si ese sería el último día. Una vez, durante un atraco violento, vi cómo el pánico transformaba los rostros de los clientes en máscaras de terror. Otra mañana, encontramos la sucursal vecina con sus cristales destrozados y manchas oscuras en el suelo que nadie se atrevía a mencionar. Había salido de allí no buscando grandezas, sino llevando conmigo la determinación de recuperar lo que me habían quitado: el derecho a una vida común y corriente.

Mientras caminaba de regreso a mi apartamento, pasé frente a una cafetería donde un grupo de ejecutivos reía compartiendo anécdotas de su jornada. Sus voces se filtraban a través del cristal como música de otro mundo —un mundo donde el trabajo era solo trabajo, donde los lunes eran simplemente lunes y no potenciales tragedias—. Me quedé allí, observando esa escena cotidiana que para mí representaba el mayor de los lujos: la normalidad.

Un señor mayor, con su abrigo de tweed y su periódico bajo el brazo, me miró de reojo al pasar. Quizás vio en mi rostro la expresión de quien contempla un cuadro en un museo, admirando algo que aún no puede tocar. Le devolví una sonrisa tímida, y él asintió con la cabeza antes de seguir su camino. Fue un gesto pequeño, insignificante, pero en ese momento significó todo: era la primera vez que alguien en esta ciudad me reconocía como parte del paisaje, como alguien que tenía derecho a estar allí.

De vuelta en mi apartamento, coloqué la carta de aceptación en un marco sencillo. Bajo la luz del atardecer, las palabras parecían cambiar sutilmente, transformándose en promesas de estabilidad, en futuros tranquilos por construir. Era más que un documento oficial: era el primer capítulo de una historia nueva, mi historia en esta tierra de nieve y oportunidades modestas. Era también una despedida silenciosa a la tierra que me expulsó, un adiós sin nostalgia a las calles donde el progreso y la barbarie bailaban juntos.

Saqué de mi billetera una fotografía pequeña y arrugada: mi último día en el banco de Medellín, rodeado de compañeros que sonreían con esa mezcla de valentía y resignación que solo quienes viven en el ojo del huracán pueden comprender. Algunos de esos rostros ya no estaban. Otros, como yo, habían huido buscando horizontes más pacíficos. La guardé de nuevo, como quien guarda un recordatorio de por qué ciertos puentes deben quemarse.

Esa noche, mientras la ciudad se cubría con su manto de luces urbanas, contemplé los edificios bancarios que brillaban en la distancia. Sus luces parpadeaban como estrellas terrestres, y en cada destello veía un fragmento de mi futuro sencillo: el escritorio que algún día sería mío, las transacciones que procesaría, la rutina que recuperaría con la gratitud de quien conoce el valor de lo ordinario —y de quien aprendió, en carne propia, que la verdadera riqueza no está en las ambiciones desmedidas sino en poder caminar por la calle sin miedo.

El papel de la aceptación, enmarcado en la pared, emitía un suave resplandor en la oscuridad, como una luna personal que iluminaba el camino. Mientras el sueño me alcanzaba, los números bailaban en mi mente —no como fríos cálculos, sino como notas de una melodía familiar que esperaba volver a tocar—. Porque en esta nueva tierra, donde el invierno pintaba de blanco las calles y el futuro se ofrecía con la humildad de lo posible, mis sueños modestos habían encontrado un hogar.

Y yo, por primera vez en años, había encontrado algo más preciado que la seguridad: la posibilidad de volver a ser quien fui, de recuperar esa versión de mí mismo que la violencia había enterrado bajo capas de miedo y supervivencia. Esa noche, con la carta de refugiado brillando suavemente en la pared y las luces de Montreal titilando como promesas al otro lado de la ventana, me permití soñar con lo más extraordinario de todo: una vida ordinaria.

Cerré los ojos sabiendo que al día siguiente comenzaría la verdadera odisea. La carta era solo el comienzo, el permiso para intentarlo. Ahora venía lo difícil: convencer a esta ciudad, a sus bancos, a sus empleadores, de que un refugiado de casi cuarenta años, con acento y cicatrices invisibles, aún tenía algo valioso que ofrecer. Pero esa batalla esperaría hasta mañana. Por esta noche, me bastaba con saber que había cruzado el umbral, que el primer capítulo estaba escrito, que mi historia en Montreal —todavía incierta, todavía por descubrir— había comenzado oficialmente.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

-----------------------------------
Disponibles en amazon.com

Parte 1
"Pinceladas de Recuerdos:
Viaje a las entrañas de una familia memorable"
Parte 2
“Pinceladas de Vida:
Un Relato de Memorias y Sueños de un exiliado en Canadá”
Parte 3
Pinceladas Otoñales de Sabiduría:
Entre nieve y nostalgia: Memorias de un exiliado en Canadá.

abel.salazar@ gmail.com --------------------------------

Comentarios