No 2 "El ocaso del arquitecto: Cuando los sueños se desvanecen"

Capítulo 2: El ocaso del arquitecto

Cuando los sueños se desvanecen

El crepúsculo de los planos

En la penumbra de un atardecer otoñal montrealés, mientras las hojas doradas danzaban en el viento como sueños desvanecidos, me encontré frente a la pantalla del ordenador que una vez proyectó mis ambiciones. El cursor parpadeaba sobre el botón de "guardar" de AutoCAD, como el latido de un corazón indeciso. ¿Guardar qué? ¿Un futuro que ya no existía?

Afuera, el viento aullaba con la voz de mil inmigrantes, llevándose consigo no solo las hojas del otoño, sino también mis esperanzas de construir rascacielos que tocaran el cielo quebequense. La crisis había llegado como un invierno prematuro, congelando proyectos y sueños por igual.

Me acerqué a la ventana. La ciudad, con sus edificios de cristal y acero, parecía burlarse de mí. Cada estructura era un recordatorio de lo que pudo haber sido. Las grúas se alzaban inmóviles, esqueletos de metal contra el cielo gris, monumentos a una bonanza que se había desvanecido tan rápido como llegó.

Cerré los ojos y, por un momento, el aroma a grafito de los lápices recién afilados inundó mis sentidos. La textura del papel vegetal bajo mis dedos se volvió tan real que casi pude escuchar el rasgueo suave del lápiz sobre su superficie. Todos esos recuerdos, todas esas horas invertidas en aprender el lenguaje de las líneas y los ángulos... ¿para qué?

En el reflejo del cristal vi no solo mi imagen actual, sino también sombras de mí mismo: el joven lleno de ilusiones que llegó a Canadá, el estudiante dedicado que pasaba noches en vela perfeccionando sus diseños, y una figura borrosa, aún por definir, que parecía señalar hacia un futuro incierto.

—¿Y ahora qué? —pregunté a mi reflejo triplicado.

Las tres versiones de mí mismo se miraron entre sí, como consultándose, antes de que la figura del futuro diera un paso al frente y señalara hacia la estantería. Allí, entre manuales de diseño y libros de historia de la arquitectura, un viejo libro de contabilidad parecía brillar con luz propia.

Me acerqué y lo tomé entre mis manos. Al abrirlo, las páginas estaban llenas de símbolos financieros que danzaban y se entrelazaban, formando edificios y puentes, como si quisieran decirme que había más de una forma de construir un futuro.

La lección de la hamburguesa

Un recuerdo amargo me transportó a mis primeros días en Montreal, cuando el mundo parecía un lienzo en blanco esperando a ser diseñado por mis manos. La realidad, implacable maestra, tenía otros planes. Mis carencias lingüísticas eran un lastre que me hundía en un mar de confusión. Cada interacción cotidiana se convertía en escalar el Everest sin oxígeno.

El recuerdo se intensificó hasta que me vi de nuevo en Harvey's, esa popular cadena de comidas rápidas del barrio griego. El aroma a grasa y el bullicio me envolvieron, tan vívidos que casi pude saborear mi propia ansiedad.

—One hamburger, please —murmuré, con un inglés tan frágil como una hoja de otoño.

La cajera, con el ceño fruncido, comenzó a disparar preguntas que sonaron como una ráfaga de metralleta incomprensible:

—¿Combo? ¿Para llevar? ¿Qué tipo de refresco?

Las palabras se arremolinaban en mi mente como una tormenta de arena. El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. La irritación de la cajera era palpable, cada movimiento brusco una bofetada a mi dignidad.

Sentado en un rincón, mordisqueando una hamburguesa que sabía a humillación, me sumergí en una reflexión profunda. La vergüenza ardía en mi garganta más que la comida. Recordé las palabras de Ludwig Wittgenstein: «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». En ese momento, mi mundo era increíblemente pequeño.

Las palabras de mi abuela resonaron claras como campanas: «Hijo, las raíces no se echan en el aire, sino en la tierra donde te plantas». Sin el idioma, yo era como una semilla al viento, incapaz de echar raíces.

—Si voy a florecer aquí —me prometí—, debo sumergirme en estos idiomas como si mi vida dependiera de ello.

Comprendí que quien no dominara el idioma estaría condenado a una existencia de sombras. Era como intentar construir un rascacielos sobre arena; sin una base sólida, todo se derrumbaría.

De vuelta en el presente, el sabor amargo de la decepción persistía en mi boca. Sin embargo, decidí enfocarme en lo positivo: mi inmersión en el mundo de la informática había mejorado sustancialmente mi francés e inglés. Cada palabra aprendida era un ladrillo más en la construcción de mi nueva identidad.

El umbral de los cuarenta

En la cúspide de mis cuarenta años, embarcado en esta aventura de reinvención, sentí el peso de cada uno como piedras en mis bolsillos. El tiempo, ese río implacable, me había arrastrado a una orilla desconocida.

Una mañana, frente al espejo, observé las líneas que el tiempo había dibujado en mi rostro. Cada arruga era un mapa de decisiones tomadas, de caminos recorridos y sueños postergados. Fue entonces cuando las palabras de un viejo libro resonaron en mi mente:

«A cierta edad, que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior».

Sentí como si algo en mi interior se hubiera apagado: el entusiasmo que me hizo cruzar océanos, la energía que me mantuvo despierto diseñando edificios que nunca se construirían. Me pregunté si había llegado a ese momento de suprema elección entre la sabiduría o la estupidez.

Salí a caminar por las calles de Montreal, dejando que el viento frío despejara mis pensamientos. Las hojas caían a mi alrededor, cada una un recordatorio de las capas de mi vida que se habían desprendido.

—Es el momento de hacer un alto —murmuré—, reconsiderar la vida bajo todos sus aspectos.

Mientras caminaba, los edificios parecían observarme, sus ventanas como ojos que seguían mi andar. En sus fachadas vi reflejadas todas las versiones de mí mismo: el joven arquitecto lleno de sueños, el inmigrante luchando por aprender, el profesional en crisis.

De repente, en medio de una plaza, me detuve. Una revelación me golpeó con la fuerza de una epifanía: este momento no era el fin de mi historia, sino el comienzo de un nuevo capítulo. Cada obstáculo superado había sido preparación para esto.

Recordé las palabras de Isabel Allende: «La vida es una sucesión de crisis y momentos de bienestar. El truco consiste en transformar las crisis en momentos de cambio y crecimiento».

Con una sonrisa, comprendí que mi vida no era insulsa ni repetitiva. Cada día era una nueva oportunidad para construir, ya no con ladrillos y cemento, sino con números y palabras en un idioma que aún luchaba por dominar.

 El primer día en el nuevo mundo

Sin perder tiempo, emprendí un nuevo curso enfocado en obtener un puesto en un banco. Ser cajero sería un desafío formidable, pero yo, el eterno aprendiz, había convertido cada obstáculo en un peldaño hacia mi reinvención.

El amanecer llegó con una suavidad inusual, como si el sol comprendiera la magnitud de mi decisión. Al levantarme, observé mi reflejo en el espejo del baño. El hombre que me devolvía la mirada ya no era el arquitecto frustrado ni el inmigrante perdido. Era alguien nuevo, alguien en transformación.

—Buenos días, cajero —le dije a mi reflejo, ensayando una sonrisa.

Llegué al banco media hora antes. El edificio, una estructura imponente de cristal y acero, me recordó a los rascacielos que una vez soñé diseñar. Pero esta vez, en lugar de nostalgia, experimenté una extraña sensación de pertenencia.

El día transcurrió como un torbellino de números, rostros y conversaciones. Cada transacción era un desafío, cada interacción una pequeña victoria. Mi francés, aún imperfecto, fluía con más facilidad de lo que esperaba.

A media mañana, una anciana se acercó a mi ventanilla. Sus ojos, de un azul profundo como el cielo de verano, me miraron con amabilidad.

—Vous êtes nouveau ici, n'est-ce pas? —preguntó con una sonrisa.

—Oui, madame. C'est mon premier jour —respondí, sorprendido por mi fluidez.

—Vous avez les yeux d'un rêveur. Ne perdez jamais ça.

Sus palabras me golpearon como una revelación. «Tienes los ojos de un soñador. Nunca pierdas eso». ¿Acaso esta mujer podía ver más allá de mi uniforme, hasta el núcleo mismo de mi ser?

Al final del día, exhausto pero satisfecho, salí del banco. Caminando de regreso, pasé frente a Harvey's. Esta vez entré con confianza.

—Bonsoir! Je voudrais un combo hamburger, pour emporter, avec un Coca, s'il vous plaît —dije, saboreando cada palabra.

La cajera me respondió en francés rápido y fluido. Entendí cada palabra, y por un momento, sentí como si el universo entero se alineara, como si cada decisión me hubiera llevado exactamente a este instante.

 El jardín de posibilidades

Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses. Cada jornada era un nuevo desafío, una batalla silenciosa contra mis limitaciones. Hubo triunfos, como explicar un producto financiero complejo en francés impecable, y derrotas, cuando los números se mezclaban en mi cabeza como un torbellino.

Una tarde particularmente difícil, después de errores que me valieron una reprimenda, me encontré sentado en un banco del Parque Mont-Royal, observando el ocaso tras los edificios. El frío del otoño se colaba entre mis huesos.

Cerré los ojos y vi desfilar todas las versiones de mí mismo: el niño que luchaba por aprender, el joven que cruzó un océano, el arquitecto frustrado, el inmigrante perdido, y ahora, el cajero que aún batallaba por encontrar su lugar.

Fue entonces cuando las palabras surgieron en mi mente, escritas por una mano invisible:

«Estoy un poco lastimado, pero no estoy muerto. Me recostaré para sangrar un rato. Luego me levantaré a pelear de nuevo».

Abrí los ojos, sorprendido por la fuerza de esas palabras. Sí, estaba lastimado. Cada error, cada mirada de incomprensión era una herida. Pero no estaba muerto. La vida aún pulsaba en mí con la fuerza de mil sueños por cumplir.

Me levanté y comencé a caminar por el parque. Me detuve frente a un gran roble, sus ramas desnudas extendiéndose hacia el cielo como brazos suplicantes.

—Tú y yo no somos tan diferentes —le dije—. Ambos hemos perdido nuestras hojas, pero nuestras raíces siguen firmes.

El viento susurró entre las ramas, y creí escuchar una respuesta: «La primavera siempre regresa, hijo de la tierra lejana. Tus hojas volverán a brotar, más fuertes que antes».

Llegué a mi apartamento cuando las primeras estrellas asomaban. Me senté frente a mi escritorio, donde los libros de contabilidad se mezclaban con viejos bocetos arquitectónicos. Tomé un lápiz y comencé a dibujar.

Lo que emergió no fue un edificio ni un balance, sino un retrato de mí mismo. Pero no era el yo actual, cansado y derrotado. Era un yo futuro, erguido y orgulloso, con ojos brillantes de sabiduría. En el fondo se alzaba una estructura imposible, mitad rascacielos, mitad árbol, sus raíces hundiéndose en la tierra mientras sus ramas tocaban las nubes.

Debajo escribí con letra temblorosa pero decidida:

«Soy el arquitecto de mi destino, el cajero de mis sueños, el inmigrante eterno en la tierra de las segundas oportunidades. Estoy lastimado pero no vencido, sangrando pero aún vivo. Y mañana, cuando el sol vuelva a salir sobre Montreal, me levantaré una vez más a pelear. Porque en cada batalla perdida hay una lección ganada, y en cada cicatriz, una historia de supervivencia».

Esa noche, mientras el sueño me envolvía, sentí que algo había cambiado. Las heridas seguían allí, pero ya no dolían tanto. Eran ecos de mi fuerza, no de mi debilidad.

En mis sueños, construí ciudades imposibles donde los números danzaban con las palabras, donde cada edificio era un monumento a la resiliencia, y donde los inmigrantes de todas las tierras encontraban un hogar en las intersecciones de sus sueños cruzados.

Y así, en la quietud de la noche montrealesa, el arquitecto de sueños transmutados descansaba, listo para enfrentar un nuevo día con los ojos de un soñador y el corazón de un constructor. Porque había aprendido la lección más valiosa: que en el corazón de cada derrota yace la semilla de la victoria futura.

----------------------------------------------------------------------------- Invitación para hacer parte del Grupo Whatsapp de lectores ----------------------------------------------------------------------------- Mi libro está disponible en Amazon por solo $0.99 USD. Quisiera invitarlos a que aprovechen esta oferta y me ayuden a alcanzar la lista de los más vendidos. Cada compra no solo me acerca a este objetivo, sino que también es una oportunidad para que más personas conozcan mi trabajo. Además, cualquier reseña positiva que puedan dejar sería inmensamente apreciada y contribuiría enormemente a la visibilidad del libro. ¡Gracias de antemano por su apoyo y por acompañarme en este viaje literario! Comprar Pinceladas de recuerdos>>>


Comentarios