2 Cuando los sueños se desvanecen
CAPÍTULO 2
Ecos de un hogar imaginario
Tres semanas después de aquella mañana de la carta, la búsqueda de empleo se había convertido en una rutina que oscilaba entre la esperanza y el desaliento. Cada día trazaba la misma ruta: agencias de empleo, oficinas bancarias, entrevistas que terminaban en sonrisas educadas y silencios elocuentes. Mi currículum —ese mapa de mi experiencia pasada— viajaba de mano en mano como una carta perdida buscando su destinatario.
La brisa fría del norte traía consigo el murmullo de voces desconocidas, palabras en inglés y francés que danzaban en el aire como hojas caídas, esquivas y misteriosas. En este laberinto de sonidos y significados, me encontraba navegando entre sombras y luces, buscando un claro donde las palabras se convirtieran en puentes y no en barreras.
Cada solicitud de empleo era una súplica enviada al cosmos, cada entrevista un ritual en el que presentaba no solo mis habilidades, sino también mi esencia. Los rechazos se acumulaban como rocas en mi mochila invisible, pero con cada peso añadido, sentía cómo fortalecían mi resolución. Era la paradoja del emigrante: lo que debería quebrarme, me templaba como el acero en la fragua.
En las calles bulliciosas de Montreal, mi voz se mezclaba con un coro de acentos diversos. Mis habilidades, pulidas en otra tierra bajo otro sol, buscaban brillar en este nuevo hemisferio, adaptándose como plantas trasplantadas a un suelo extraño pero potencialmente fértil. En las noches silenciosas, cuando la ciudad dormía, me preguntaba si algún día lograría descifrar el enigma de esta tierra, si mis palabras fluirían con la misma gracia que las aguas del majestuoso río San Lorenzo.
* * *
Al mes de mi llegada oficial como refugiado, el peso de la incertidumbre se había instalado en mis hombros como un abrigo demasiado pesado. A mis casi cuarenta años, el tiempo se había convertido en un reloj de arena implacable —cada grano una oportunidad que se escurría antes de poder atraparla. Los fantasmas de la duda susurraban en mis oídos con voces cada vez más insistentes.
Me detengo frente a una vitrina, mirando mi reflejo fragmentado en el cristal.
—¿Qué estás haciendo? —me pregunto en voz baja, como si hablara con un extraño—. ¿No es demasiado tarde? ¿No has perdido ya tu oportunidad?
La respuesta no llega fácilmente, pero una chispa de esperanza se enciende en mi interior, pequeña pero persistente.
—No, aún no es tarde. Cada día es una nueva oportunidad.
A veces me siento como un árbol viejo, arrancado de mi tierra natal y plantado en un suelo extraño. Mis raíces luchan por encontrar estabilidad en lo desconocido, buscando nutrientes familiares en una tierra que habla otros idiomas. En el silencio de la noche, cuando la ciudad duerme y solo los pensamientos permanecen despiertos como centinelas, me enfrento a la verdad que durante el día intento ocultar: aprender un idioma no es solo una cuestión de gramática y vocabulario, sino un viaje al corazón mismo de nuestros miedos más profundos.
El miedo a hablar se alza ante mí como una muralla de cristal —transparente pero impenetrable. Veo el mundo al otro lado, veo las conversaciones fluir como ríos de palabras, pero me mantengo atrapado en mi silencio, temeroso de que al abrir la boca, mis errores se conviertan en grietas que amenacen con derrumbar la frágil estructura de mi confianza recién construida.
* * *
El camino del aprendizaje es como un laberinto de espejos, donde cada reflejo muestra una versión distinta de la realidad lingüística que intento conquistar. En el aula, las palabras fluyen con la claridad cristalina del agua del manantial. Pero al cruzar el umbral de la escuela, al sumergirme en las calles bulliciosas de Montreal, esa confianza se desvanece como la niebla matutina bajo el sol implacable de la realidad urbana.
El joual —ese dialecto rebelde y vibrante— se alza ante mí como un nuevo desafío, un idioma dentro del idioma que habita en las esquinas y los cafés. La ciudad, en su diversidad caleidoscópica, se convierte en una torre de Babel moderna, donde cada esquina trae consigo un nuevo acento, una pronunciación distinta que desafía mi comprensión.
Me encuentro navegando en un mar de voces, cada una con su propia melodía, su propio ritmo ancestral. El inglés con acento haitiano se mezcla con el francés de África del Norte, mientras que el joual quebequense danza con las cadencias del español latinoamericano. Es una sinfonía urbana que, en sus momentos más abrumadores, amenaza con sumergirme en un silencio aturdido.
* * *
Mientras me sumergía en las aguas turbulentas de este nuevo idioma, observo con asombro a los niños recién llegados. Son como pequeños arbustos flexibles, adaptándose con una facilidad que roza lo mágico. En solo cuatro o cinco lunas, sus voces ya cantan en nuevas lenguas, sin acento, como si siempre hubieran pertenecido a este suelo que los acoge sin preguntas.
Es fascinante contemplar cómo estos pequeños seres absorben cada palabra nueva, cada frase, haciéndolas suyas sin esfuerzo aparente. Lo que para mí es extraño y difícil, para ellos se vuelve familiar en un abrir y cerrar de ojos, como si sus mentes fueran esponjas sedientas de nuevos sonidos y significados.
Cada palabra que aprenden es como una nueva hoja que brota en la primavera de sus vidas. Cada frase dominada, una rama que se extiende audazmente hacia el sol de este nuevo hogar. Y yo, con mis ramas pesadas de recuerdos y años acumulados, me maravillo ante su capacidad de florecer tan rápidamente en este nuevo ambiente, como si poseyeran una magia antigua y olvidada que los adultos hemos perdido en el camino.
* * *
Fue en una tarde de principios de octubre, cuando el otoño ya había pintado el parque de ocres y carmesíes, que mis pasos me llevaron al Parque Jarry, ese oasis verde cerca del bullicioso barrio griego. El parque palpitaba con la vida y la diversidad de la ciudad —un corazón verde latiendo al ritmo de mil historias entrelazadas, cada una buscando su lugar bajo el mismo sol canadiense.
El lago artificial era un espejo de agua que reflejaba el cielo cambiante de Quebec. Majestuosos cisnes blancos navegaban con gracia, sus siluetas etéreas deslizándose sobre la superficie como pensamientos serenos, ajenos al ajetreo de la ciudad que los rodeaba como un abrazo distante.
Los árboles —guardianes silenciosos del parque— extendían sus ramas como brazos acogedores, ofreciendo refugio a aves y humanos por igual. Sus hojas, transformadas en una sinfonía de dorados y carmesíes, caían lentamente como si el tiempo mismo estuviera cambiando de piel ante mis ojos maravillados.
Bajo su sombra protectora, familias de todas las nacionalidades habían extendido sus mantas para picnics improvisados, sus voces una mezcla melódica de idiomas que flotaba en el aire como una canción multicultural, una babel armoniosa donde todos se entendían sin necesidad de traducciones.
Cerca del lago, un grupo de ancianos jugaba al ajedrez, sus movimientos pausados contrastando con la energía frenética de los niños que correteaban en el área de juegos. Las piezas —negras y blancas— parecían simbolizar el contraste entre el pasado y el presente, la tradición y la novedad, todo coexistiendo en este espacio donde el tiempo se movía a ritmos diferentes.
Fue entonces cuando lo vi.
Un anciano de barba blanca como la espuma del mar estaba sentado en un banco, observando el lago con una serenidad que parecía emanar de siglos de sabiduría acumulada. Algo en su presencia me atrajo como un faro atrae a los barcos perdidos. Me acerqué tímidamente y, sin saber muy bien por qué, me senté a su lado.
—Las aguas siempre encuentran su curso —dijo sin mirarme, como si hubiera estado esperando mi llegada—. Aunque tengan que rodear montañas, atravesar valles, o incluso perderse temporalmente bajo tierra.
Su voz tenía la textura de las olas rompiendo suavemente contra la orilla.
—Me llamo Nereus —dijo finalmente, volviéndose hacia mí con ojos que parecían haber visto más océanos de los que yo podría imaginar.
Le conté mi historia. Las palabras fluyeron de mí como agua contenida que finalmente encuentra una grieta en la represa: el exilio, la violencia dejada atrás, las puertas bancarias que permanecían cerradas, el idioma que se resistía a ser domado, el peso de los casi cuarenta años que sentía como cadenas invisibles.
Él escuchó en silencio, asintiendo ocasionalmente, como si cada palabra mía fuera una gota de agua que él ya conocía.
—El emigrante es un puente entre mundos —dijo cuando terminé—. En ti confluyen las aguas de dos océanos, creando corrientes nuevas y poderosas. La lucha no es tu enemigo; es la marea que te empuja hacia adelante, incluso cuando sientes que te arrastra hacia atrás.
Hizo una pausa, mirando el lago.
—Los idiomas son como remos. Al principio pesan, te cansan los brazos, no sabes cómo manejarlos. Pero con persistencia, se convierten en extensiones de tu cuerpo, herramientas que te permiten navegar aguas que antes eran imposibles de cruzar.
Sus palabras cayeron sobre mí como lluvia sobre tierra seca.
—Y la edad —continuó, como si leyera mis pensamientos más profundos—, la edad no es un ancla que te hunde. Es lastre que te da estabilidad cuando las olas intentan volcar tu embarcación. Los jóvenes tienen velocidad, pero tú tienes peso, sustancia, experiencia. No menosprecies el valor de haber navegado tormentas que ellos aún no conocen.
Nos quedamos en silencio, observando cómo los cisnes trazaban círculos perfectos en el agua.
—El agua no pelea con las rocas —dijo finalmente—. Las rodea, las erosiona con paciencia, y al final, siempre encuentra su camino. Tú también lo encontrarás.
Cuando quise preguntarle más, cuando quise saber quién era realmente este hombre que hablaba como si fuera el mismísimo Poseidón disfrazado de anciano de Montreal, él ya se había levantado.
—Volveremos a encontrarnos —dijo simplemente—. Las aguas siempre vuelven a confluir.
Y se alejó caminando con pasos que parecían deslizarse sobre la hierba como las olas sobre la arena.
* * *
Los días posteriores al encuentro con Nereus trajeron una claridad inesperada. Sus palabras resonaban en mi mente como mantras, especialmente cuando la frustración amenazaba con ahogarme. Pero la realidad seguía siendo implacable: las puertas bancarias permanecían cerradas, y mi francés —aunque mejoraba— no era suficiente para las exigencias del mundo financiero canadiense.
Fue durante una de esas noches de insomnio, mientras la ciudad dormía bajo un manto de estrellas, que una idea comenzó a germinar en mi mente como una semilla inesperada. Si los bancos no me querían, si mi experiencia en números y sistemas no encontraba hogar en las torres de cristal del centro, quizás debía buscar otro lenguaje, otro territorio donde plantar mis raíces.
El diseño de construcción. AutoCAD.
—El dibujo es un lenguaje universal —me dije, aferrándome a esta verdad como un náufrago a un trozo de madera—. Y la paciencia... la paciencia será mi brújula.
La idea llegó a través de un anuncio en el periódico: un curso de diseño técnico y AutoCAD, herramientas del futuro en el mundo de la construcción. Pensé en los números que había manejado toda mi vida, en la precisión que requería el trabajo bancario, en mi capacidad para ver patrones y estructuras. ¿No eran acaso habilidades transferibles?
Con un optimismo que fluctuaba como las mareas del San Lorenzo, me embarqué en esta nueva aventura. Usé parte de mis escasos ahorros para inscribirme en el curso. Cada noche, mi pequeño apartamento se convirtió en un estudio improvisado. La pantalla de la computadora proyectaba sombras danzantes en las paredes, como si fueran los espíritus de los edificios que algún día diseñaría.
Los primeros días fueron reveladores. El software hablaba un idioma de comandos, de coordenadas X e Y, de capas y dimensiones. Era como aprender un tercer idioma, pero este —sorprendentemente— parecía más accesible que el francés de la calle. Había una lógica pura en él, una precisión matemática que me resultaba familiar y reconfortante.
Dibujé mis primeras líneas con la torpeza de un niño aprendiendo a escribir. Luego vinieron los rectángulos, los círculos, las formas básicas que eventualmente se convertirían en planos. Había algo meditativo en el proceso, algo que calmaba la ansiedad que me acompañaba desde mi llegada.
* *
Pero a medida que las semanas se convertían en meses —octubre dando paso a noviembre, noviembre a diciembre—, una realización amarga comenzó a crecer en mí. Este camino, que parecía una promesa de nuevos horizontes, se revelaba como un laberinto de complejidades técnicas que iban más allá del simple dibujo.
El problema no era el software en sí. Podía manejar los comandos, entendía la lógica de las capas y las dimensiones. El problema era todo lo demás: los términos de construcción en francés e inglés, las normativas canadienses, los códigos de edificación, el lenguaje especializado de arquitectos e ingenieros que hablaban de estructuras y materiales con una familiaridad que yo no poseía.
—Structural beam —decía el instructor—. Load-bearing wall. Foundation footings.
Las palabras flotaban en el aire como pájaros que no podía atrapar. Y cuando intentaba buscarlas en español para entenderlas, descubría que el mundo de la construcción canadiense tenía sus propias particularidades, sus propios estándares que no se traducían directamente de mi experiencia colombiana —experiencia que, de todas formas, era limitada a transacciones bancarias, no a edificios.
Una noche, después de una clase particularmente frustrante donde había confundido términos cruciales en un ejercicio, me senté frente a mi computadora y miré fijamente la pantalla en blanco. Las líneas y coordenadas que hace semanas parecían un nuevo comienzo, ahora se burlaban de mí con su exigencia de un conocimiento que iba mucho más allá de lo que había anticipado.
—Quizás no sea un arquitecto de rascacielos —me dije en voz alta, intentando recuperar algo del optimismo de Nereus—, pero soy el arquitecto de mi propio destino.
Las palabras sonaron huecas en el apartamento vacío.
* * *
Diciembre llegó con su manto de nieve profunda y sus días cortos que parecían reflejar la oscuridad de mis dudas. El papel de aceptación como refugiado, ese documento que hace meses brillaba con promesas infinitas, ahora me observaba desde su marco con lo que me parecía un reproche silencioso.
¿He cometido un error? ¿He cambiado un desafío por otro igualmente intimidante? Las preguntas se repetían en mi mente como un mantra invertido, erosionando la confianza que tanto me había costado construir.
Una tarde, volví al Parque Jarry buscando quizás encontrar de nuevo a Nereus, o al menos el consuelo de ese espacio que había sido testigo de su sabiduría. El parque estaba cubierto de nieve, transformado en un paisaje invernal donde los árboles desnudos se alzaban como esqueletos contra el cielo gris. El lago estaba parcialmente congelado, los cisnes habían migrado a aguas más cálidas.
Me senté en el mismo banco donde había conocido al viejo sabio, aunque ahora estaba cubierto de nieve que tuve que limpiar con la manga de mi abrigo. El frío penetraba a través de la tela, pero me quedé allí, necesitando ese momento de quietud, ese espacio para pensar.
"Las aguas siempre encuentran su curso", había dicho Nereus. Pero ¿y si me había equivocado de curso? ¿Y si AutoCAD y el diseño de construcción eran simplemente otro callejón sin salida, otra puerta que permanecería cerrada?
Observé el parque invernal, tan diferente del oasis verde y vibrante que había conocido meses atrás. Y sin embargo, seguía siendo el mismo parque. Los árboles no habían muerto, solo habían entrado en un período de latencia, conservando su energía para la primavera que vendría. ¿No era acaso eso lo que yo estaba haciendo también?
Pensé en los números que había manejado en Medellín, en las transacciones que procesaba con eficiencia mecánica mientras afuera la ciudad se desangraba. Pensé en la carta de aceptación, en la valentía que había requerido salir de mi tierra con la certeza de no regresar. Pensé en Nereus y sus palabras sobre el agua que no pelea con las rocas sino que las rodea.
Quizás AutoCAD no era mi destino final. Quizás era solo otra corriente en el río, otro giro en el camino sinuoso hacia donde realmente necesitaba estar. La pregunta no era si había cometido un error, sino qué estaba aprendiendo en el proceso.
Había aprendido que tenía la capacidad de empezar de nuevo, de sentarme frente a una computadora y dominar un software complejo. Había aprendido que mi edad no me impedía absorber conocimientos nuevos, aunque el camino fuera más lento y empinado. Había aprendido que la paciencia —esa virtud que Nereus había mencionado— no era solo sobre esperar, sino sobre persistir incluso cuando el camino no es claro.
* * *
Esa noche, de regreso en mi apartamento, no encendí el computador para practicar AutoCAD. En su lugar, saqué un cuaderno y comencé a escribir. Escribí sobre el banco en Medellín, sobre las explosiones que marcaban el tiempo, sobre la decisión de partir. Escribí sobre Montreal, sobre Nereus, sobre los cisnes del Parque Jarry y los niños que aprendían idiomas con la facilidad de quien respira.
Escribí sobre la incertidumbre, sobre el miedo a haber tomado decisiones equivocadas, sobre la dualidad de ser un puente entre mundos cuando ambos mundos parecen inaccesibles. Y al escribir, descubrí algo: que quizás el verdadero lenguaje universal no era el dibujo técnico ni los números bancarios, sino las historias. Las historias de quienes, como yo, habían cruzado océanos buscando simplemente el derecho a una vida ordinaria.
No sé si algún día trabajaré en un banco canadiense. No sé si AutoCAD será mi salvación o solo un desvío interesante en mi camino. Lo que sí sé es que soy más que un refugiado buscando empleo. Soy un testigo, un puente, un traductor de experiencias que trascienden fronteras y idiomas.
Miré por la ventana hacia las luces de Montreal titilando en la noche invernal. En algún lugar de esa ciudad, otros refugiados, otros inmigrantes, otros soñadores estaban enfrentando sus propias batallas con idiomas esquivos y puertas cerradas. Y en algún lugar, quizás, Nereus caminaba por las calles nevadas, dejando huellas que pronto serían cubiertas por nueva nieve, pero que por un momento habían marcado el camino.
"Las aguas siempre encuentran su curso", me repetí como un mantra. Y aunque el curso no fuera claro, aunque el río se bifurcara en mil arroyos inciertos, seguiría fluyendo. Porque esa era la única alternativa: seguir moviéndose hacia adelante, incluso cuando el destino final permanecía oculto tras la niebla del futuro.
Cerré el cuaderno y lo coloqué junto al marco con la carta de aceptación. Dos documentos, dos formas de decir "estás aquí, eres real, tu historia importa". Mañana volvería al curso de AutoCAD, no porque fuera mi destino definitivo, sino porque era el próximo paso en un camino que aún estaba por revelar sus verdaderos giros.
Y quién sabe —pensé mientras apagaba la luz—, tal vez un día las palabras fluirán de mis labios con la misma gracia con la que fluyen las aguas del San Lorenzo, y mi voz se unirá al coro polifónico de esta tierra de doble lengua que ahora llamo hogar. Porque al final, ¿no somos todos eternos aprendices en el gran aula de la vida? ¿No es cada día una nueva página en blanco donde podemos dibujar, con líneas temblorosas o firmes, el plano de nuestro propio devenir?
Con esa pregunta flotando en el aire como los copos de nieve al otro lado de mi ventana, me entregué al sueño, sabiendo que mañana traería nuevos desafíos, nuevas dudas, pero también nuevas oportunidades para seguir siendo ese puente entre mundos que Nereus había visto en mí.
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