No 2 "El arquitecto de los sueños transmutados"

Capítulo II

"El ocaso del arquitecto: Cuando los sueños se desvanecen"

En la penumbra de un atardecer otoñal montrealés, mientras las hojas doradas danzaban en el viento como sueños desvanecidos, me encontré frente a la pantalla del ordenador que una vez proyectó mis ambiciones arquitectónicas. El cursor parpadeaba sobre el botón de "guardar" de AutoCAD, como el latido de un corazón indeciso. ¿Guardar qué? ¿Un futuro que ya no existía?

Afuera, el viento aullaba con la voz de mil inmigrantes, llevándose consigo no solo las hojas del otoño, sino también mis esperanzas de construir rascacielos que tocaran el cielo quebequense. La crisis en la construcción había llegado como un invierno prematuro, congelando proyectos y sueños por igual.


Me levanté y me acerqué a la ventana. La ciudad, con sus edificios de cristal y acero, parecía burlarse de mí. Cada estructura era un recordatorio de lo que pudo haber sido, de los espacios que nunca llegaría a crear. Las grúas se alzaban inmóviles, como esqueletos de metal contra el cielo gris, monumentos a una época de bonanza que se había desvanecido tan rápido como llegó.


Cerré los ojos y, por un momento, el aroma a grafito de los lápices recién afilados inundó mis sentidos. La textura del papel vegetal bajo mis dedos se volvió tan real que casi pude escuchar el rasgueo suave del lápiz sobre su superficie. Todos esos recuerdos, todas esas horas invertidas en aprender el lenguaje de las líneas y los ángulos, ¿para qué?


Al abrir los ojos, mi reflejo en el cristal me devolvió una mirada cansada. Detrás de mí, en el espejo del estudio, vi no solo mi imagen actual, sino también sombras de mí mismo: el joven lleno de ilusiones que llegó a Canadá, el estudiante dedicado que pasaba noches en vela perfeccionando sus diseños, y una figura borrosa, aún por definir, que parecía señalar hacia un futuro incierto.


—¿Y ahora qué? —pregunté a mi reflejo triplicado.


Las tres versiones de mí mismo se miraron entre sí, como consultándose, antes de que la figura del futuro diera un paso al frente y señalara hacia la estantería. Allí, entre manuales de diseño y libros de historia de la arquitectura, un viejo libro de contabilidad que había traído conmigo parecía brillar con una luz propia.


Me acerqué y lo tomé entre mis manos. Al abrirlo, en lugar de números y cuentas, las páginas estaban llenas de símbolos financieros que danzaban y se entrelazaban, formando edificios y puentes, como si quisieran decirme que había más de una forma de construir un futuro.

"El incidente de la hamburguesa: Una lección de humildad y determinación"

Un recuerdo amargo me transportó a mis primeros días en Montreal, cuando el mundo parecía un lienzo en blanco esperando a ser diseñado por mis manos. «La vida es lo que te pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes», resonó en mi mente la voz de John Lennon, como si el viento la hubiera traído desde el pasado, burlándose de mi ingenuidad.

La realidad, implacable maestra, tenía otros planes. Mis carencias lingüísticas y las bases mal fundadas de mi escolaridad temprana eran un lastre que me hundía en un mar de confusión. Cada interacción cotidiana se convertía en un desafío monumental. Lo que para otros era tan natural como respirar, para mí era escalar el Everest sin oxígeno.

El recuerdo se intensificó, y de repente me vi de nuevo en Harvey's, una popular cadena de comidas rápidas del barrio greco. El aroma a grasa y el bullicio de la gente me envolvieron, tan vívidos que casi pude saborear mi propia ansiedad.

One hamburger, please —murmuré, con un inglés tan frágil como una hoja de otoño.

La cajera, con el ceño fruncido y la mirada impaciente en la fila que crecía detrás de mi, comenzó a disparar preguntas que sonaron como una ráfaga de metralleta incomprensible:

—¿Combo? ¿Para llevar? ¿Qué tipo de refresco?

Las palabras se arremolinaban en mi mente como una tormenta de arena, borrando cualquier rastro de comprensión. El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con un cuchillo. La irritación de la cajera era palpable, su mirada un reproche silencioso que gritaba "extranjero".

Con un bufido de exasperación, me entregó el cambio y la hamburguesa. Cada movimiento brusco era una bofetada a mi dignidad. Al alejarme, sentí el peso de todas las miradas, cada una un recordatorio de mi condición de forastero.

Sentado en un rincón, mordisqueando una hamburguesa que sabía a humillación, me sumergí en una reflexión profunda. La vergüenza ardía en mi garganta más que la comida. ¿Cómo podía sentirme tan perdido en algo tan simple como pedir una hamburguesa?

Fue entonces cuando recordé las palabras del filósofo Ludwig Wittgenstein: "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". En ese momento, mi mundo era increíblemente pequeño, confinado por mi incapacidad de comunicarme.

Las palabras de mi abuela resonaron en mi mente, claras como campanas: «Hijo, las raíces no se echan en el aire, sino en la tierra donde te plantas». Comprendí que sin el idioma, yo era como una semilla al viento, incapaz de echar raíces.

—Si voy a florecer aquí —me prometí a mí mismo—, debo sumergirme en estos idiomas como si mi vida dependiera de ello. Porque, de hecho, así es.

En ese instante, entendí que quien no dominara el idioma estaría condenado a una existencia de sombras, perdiendo oportunidades y viviendo eternamente como un extraño. Era como intentar construir un rascacielos sobre arena; no importaba cuán grandiosos fueran mis sueños, sin una base sólida, todo se derrumbaría.

Esa noche, mientras practicaba frases básicas frente al espejo, me repetí las palabras de Nelson Mandela: "Si le hablas a un hombre en un idioma que comprende, llegarás a su cabeza. Si le hablas en su propio idioma, llegarás a su corazón". Estaba decidido: llegaría no solo a las cabezas, sino también a los corazones de esta nueva tierra que ahora llamaba hogar.

De vuelta en el presente, el sabor amargo de la decepción persistía en mi boca, mezclándose con el recuerdo de aquella hamburguesa que marcó un antes y un después en mi vida. Sin embargo, decidí enfocarme en lo positivo: mi inmersión en el mundo de la informática y los computadores, y la mejora sustancial de mi francés e inglés. Cada palabra aprendida, cada frase dominada, era un ladrillo más en la construcción de mi nueva identidad.
Sin perder tiempo, emprendí un nuevo curso, esta vez enfocado en obtener un puesto en un banco. El aprendizaje tardío de dos idiomas, cuando no existía la facilidad de hoy con las aplicaciones, había sido un desafío titánico. Pero yo, el eterno aprendiz, el arquitecto de sueños transmutados, había convertido cada obstáculo en un peldaño hacia mi reinvención.


—Ser cajero... —murmuré, saboreando las palabras como si fueran un plato exótico—. Un desafío formidable.


El viento, que antes aullaba, ahora susurraba secretos sobre lo que el futuro me deparaba. Y mientras la noche caía sobre Montreal, me encontré navegando por un nuevo mar de posibilidades, con el viejo libro de contabilidad como mi carta de navegación y la determinación como mi brújula.


En la soledad de mis noches quebequenses, cuando el mundo dormía y solo las luces de los rascacielos eran testigos de mis cavilaciones, me enfrentaba a los fantasmas de mis decisiones pasadas. Veía más allá de los brillantes folletos que prometían un futuro próspero, pues había aprendido a reconocer la fragilidad de las promesas en un mundo de incertidumbres.


«La vida pasa y nada la detiene», escribí en el vaho de la ventana, las letras brillando como estrellas efímeras. «Mi meta en estos momentos es vivirla plenamente, aquí en esta tierra de oportunidades y desafíos».


En mi interior coexistían el invierno de la desilusión y la primavera de nuevas posibilidades, en una danza eterna de opuestos que se complementaban. Había aprendido que la vida profesional no es un invierno eterno, y que incluso en los momentos más oscuros de desempleo, las flores de la oportunidad encontraban la forma de brotar entre las grietas de la desesperación.


—No tengo tiempo para sufrir por los sueños arquitectónicos que se desvanecieron —me dije, mientras observaba cómo las luces de la ciudad dibujaban nuevos planos en el cielo nocturno—. Porque ya pagué las horas extras que le dediqué a ello, noches interminables frente al AutoCAD que ahora forman parte de mi pasado.


El mundo de las finanzas y los bancos, que una vez había dejado atrás en busca de sueños más tangibles, ahora se presentaba como un nuevo camino a explorar. No sería fácil, lo sabía. Sería como aprender un nuevo idioma, tan complejo y desafiante como el francés o el inglés que aún luchaba por dominar.


Con un suspiro, volví al computador y, en lugar de guardar el último proyecto de AutoCAD, lo cerré. Era el fin de un capítulo, sí, pero también el comienzo de uno nuevo. Abrí un nuevo documento y, en lugar de líneas y formas, comencé a escribir números y fórmulas.


—En este nuevo mundo de números y finanzas —murmuré, mientras mis dedos danzaban sobre el teclado—, construiré mi futuro con la misma pasión con la que una vez diseñé edificios. Cada transacción será un ladrillo, cada cliente satisfecho un piso más en el rascacielos de mi nueva vida.
Y así, mientras el sol se ocultaba tras los edificios de Montreal y las primeras estrellas comenzaban a brillar en el firmamento, comprendí que mi viaje apenas comenzaba. Yo era el inmigrante eterno, el buscador incansable de un lugar en este nuevo mundo, el que se atrevía a mirar en las profundidades de su alma y encontraba allí no solo el reflejo de sus sueños rotos, sino también la semilla de un futuro aún por escribir.


La noche envolvió la ciudad con su manto de misterio, y me dispuse a continuar mi camino, sabiendo que cada paso, cada decisión, incluso las equivocadas, me acercaban más a mi verdadero destino en esta tierra de promesas y desafíos. El curso de diseño de arquitectura podía haber sido un paso en falso, pero en el gran diseño de mi vida, era solo un boceto más en el plano de mi existencia.


Mientras cerraba los ojos, exhausto pero expectante, las palabras de Gabriel García Márquez resonaron en mi mente: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». Y yo, el arquitecto de mis propios sueños transmutados, me preparaba para contar una historia aún no escrita, en un lenguaje que apenas comenzaba a aprender, en una tierra que lentamente empezaba a llamar hogar.

He aquí una fusión coherente de los textos proporcionados:

"Cuarenta años y un espejo: Reflexiones en el umbral de una nueva vida"

¿Quién soy? Buena pregunta. Me lo he preguntado muchas veces a lo largo de los años, como si hubiera una respuesta clara esperándome en algún rincón oscuro de mi mente. Soy la suma de mis experiencias, dicen algunos. ¿Pero eso qué significa? ¿Que soy mis aciertos y mis errores, mis alegrías y mis penas, mis victorias y mis fracasos?

En la cúspide de mis cuarenta años, embarcado en esta aventura de reinvención, sentí el peso de cada uno de esos años como si fueran piedras en mis bolsillos. El tiempo, ese río implacable que fluye sin cesar, me había arrastrado a una orilla desconocida, donde el paisaje de mi vida se veía extrañamente familiar y ajeno a la vez.

Una mañana, mientras el sol de Montreal pintaba de oro las hojas otoñales, me encontré frente al espejo, observando las líneas que el tiempo había dibujado en mi rostro. Cada arruga era un mapa de las decisiones tomadas, de los caminos recorridos y de los sueños postergados. Fue entonces cuando las palabras de un viejo libro que había leído en mi juventud resonaron en mi mente, como si el autor las hubiera escrito especialmente para mí en ese momento:

"A cierta edad, que varía según las personas pero que se sitúa hacia la cuarentena, la vida comienza a parecernos insulsa, lenta, estéril, sin atractivos, repetitiva, como si cada día no fuera sino el plagio del anterior."

Esas palabras eran un espejo más fiel que el que tenía frente a mí. Sentí como si algo en mi interior se hubiera apagado: el entusiasmo que una vez me hizo cruzar océanos, la energía que me mantuvo despierto noches enteras diseñando edificios que nunca se construirían, la capacidad de proyectar un futuro brillante en una tierra extraña.

Me pregunté si había llegado a ese "momento de suprema elección" del que hablaba el libro, ese punto crucial donde debía escoger entre la sabiduría o la estupidez. ¿Acaso mi decisión de abandonar la arquitectura por las finanzas era un acto de sabiduría o de desesperación?

Salí a caminar por las calles de Montreal, dejando que el viento frío del otoño despejara mis pensamientos. Las hojas caían a mi alrededor, cada una un recordatorio de las capas de mi vida que se habían desprendido en este viaje.

—Es el momento de hacer un alto —murmuré para mí mismo, mis palabras formando pequeñas nubes de vapor en el aire frío—, reconsiderar la vida bajo todos sus aspectos y tratar de sacar partido de sus flaquezas.

Mientras caminaba, los edificios de la ciudad parecían observarme, sus ventanas como ojos que seguían mi andar meditabundo. En sus fachadas vi reflejadas todas las versiones de mí mismo: el joven arquitecto lleno de sueños, el inmigrante luchando por aprender un nuevo idioma, el profesional en crisis buscando reinventarse.

De repente, en medio de una plaza, me detuve. Una revelación me golpeó con la fuerza de una epifanía: este momento, esta crisis de los cuarenta, no era el fin de mi historia, sino el comienzo de un nuevo capítulo. Cada obstáculo superado, cada palabra aprendida, cada hamburguesa pedida con dificultad, habían sido preparaciones para este momento. Tal vez la respuesta a quién soy no estaba en un solo lugar o momento, sino en la suma de todas estas experiencias, en la forma en que me habían moldeado y transformado.

Recordé las palabras de Isabel Allende: "La vida es una sucesión de crisis y momentos de bienestar. El truco consiste en transformar las crisis en momentos de cambio y crecimiento."

Con una sonrisa, comprendí que mi vida no era insulsa ni repetitiva. Cada día no era el plagio del anterior, sino una nueva oportunidad para construir, ya no con ladrillos y cemento, sino con números y palabras en un idioma que aún luchaba por dominar. Cada experiencia, cada decisión, cada momento de duda o de certeza, era un ladrillo más en la construcción de mi identidad.

Regresé a casa con paso firme, decidido a enfrentar este nuevo desafío con la misma pasión con la que una vez diseñé rascacielos. El banco sería mi nuevo terreno de construcción, y cada transacción, cada interacción con un cliente, sería un ladrillo más en el edificio de mi nueva vida. Y quizás, en el proceso de esta reinvención, encontraría nuevas respuestas a la eterna pregunta de quién soy.

Esa noche, mientras la ciudad se sumergía en la oscuridad y las luces de los edificios parpadeaban como estrellas terrenales, escribí en mi diario:

"En la cúspide de mis cuarenta años, he decidido no solo aceptar el cambio, sino abrazarlo. La vida puede parecer repetitiva, pero solo si nos negamos a ver las infinitas posibilidades que cada día nos ofrece. He escogido la sabiduría sobre la estupidez, la aventura sobre la resignación. Porque, como dijo Gabriel García Márquez, 'La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada'. Pero yo, el arquitecto de sueños transmutados, el inmigrante eterno, he decidido que la sabiduría me servirá ahora, en este momento, para construir un futuro que ni siquiera puedo imaginar."

Y con esas palabras, cerré el diario y me preparé para enfrentar un nuevo día, sabiendo que cada amanecer traería consigo no solo desafíos, sino también la oportunidad de reinventarme una vez más.

El amanecer llegó con una suavidad inusual, como si el sol mismo comprendiera la magnitud de mi decisión y quisiera ofrecerme un comienzo gentil. Me levanté, sintiendo cada uno de mis cuarenta años en los huesos, pero con una ligereza en el espíritu que no había experimentado en mucho tiempo.


Mientras me preparaba para mi primer día en el banco, observé mi reflejo en el espejo del baño. El hombre que me devolvía la mirada ya no era el arquitecto frustrado ni el inmigrante perdido. Era alguien nuevo, alguien en proceso de transformación.


—Buenos días, cajero —le dije a mi reflejo, ensayando una sonrisa que esperaba transmitir confianza a los futuros clientes.


Al salir de casa, el aire fresco de Montreal me recibió como un viejo amigo. Las calles, que antes me parecían un laberinto de sueños rotos, ahora se extendían ante mí como un lienzo en blanco, esperando ser pintado con nuevas experiencias.


Llegué al banco media hora antes de mi turno. El edificio, una estructura imponente de cristal y acero, me recordó a los rascacielos que una vez soñé con diseñar. Pero esta vez, en lugar de sentir nostalgia, experimenté una extraña sensación de pertenencia.


—Bienvenido a tu nuevo hogar —susurró una voz en mi cabeza, con un acento que mezclaba el español de mi tierra natal con el francés y el inglés de mi nueva patria.


El día transcurrió como un torbellino de números, rostros y conversaciones. Cada transacción era un desafío, cada interacción con un cliente, una pequeña victoria. Mi francés, aún imperfecto, fluía con más facilidad de lo que esperaba, como si las palabras hubieran estado esperando este momento para revelarse.


A media mañana, una anciana se acercó a mi ventanilla. Sus ojos, de un azul profundo como el cielo de verano, me miraron con una mezcla de curiosidad y amabilidad.


Vous êtes nouveau ici, n'est-ce pas? (Usted es nuevo aquí, verdad?) —preguntó con una sonrisa.


Oui, madame. C'est mon premier jour —respondí, sorprendido por mi propia fluidez.


Ah, je vois. Vous avez les yeux d'un rêveur —dijo ella, mientras me entregaba su libreta de ahorros—. Ne perdez jamais ça.


Sus palabras me golpearon como una revelación. "Tienes los ojos de un soñador. Nunca pierdas eso." ¿Acaso esta mujer podía ver más allá de mi uniforme de banco, más allá de mis cuarenta años, hasta el núcleo mismo de mi ser?


Mientras procesaba su transacción, sentí como si cada número que ingresaba en la computadora fuera una pequeña pieza de un gran rompecabezas, un plano cósmico que apenas comenzaba a comprender.


Al final del día, exhausto pero extrañamente satisfecho, salí del banco. El sol se ponía sobre Montreal, tiñendo el cielo de tonos dorados y púrpuras. Me detuve un momento, admirando cómo la luz jugaba con los reflejos en los edificios, creando un espectáculo que ningún diseño arquitectónico podría igualar.


Caminando de regreso a casa, pasé frente a la hamburguesería Harvey's donde, años atrás, había experimentado aquel momento de vergüenza y determinación. Esta vez, entré con confianza.


—Bonsoir! Je voudrais un combo hamburger, pour emporter, avec un Coca, s'il vous plaît —dije, saboreando cada palabra como si fuera un manjar exquisito.


La cajera, una joven con una sonrisa amable, me respondió en un francés rápido y fluido. Entendí cada palabra, y por un momento, sentí como si el universo entero se alineara, como si cada decisión, cada lucha, cada momento de duda me hubiera llevado exactamente a este instante.


Esa noche, sentado en mi pequeño apartamento, comiendo mi hamburguesa y revisando los números de mi primer día como cajero, comprendí que había encontrado algo más que un nuevo trabajo. Había descubierto una nueva forma de construir, no con cemento y acero, sino con confianza y perseverancia.


Tomé mi viejo cuaderno de bocetos arquitectónicos y, en una página en blanco, comencé a dibujar. Pero esta vez, en lugar de edificios y estructuras, dibujé un laberinto intrincado que se transformaba gradualmente en un jardín floreciente. En el centro del jardín, coloqué una figura que se parecía a mí, pero más joven y a la vez más sabia.


Debajo del dibujo, escribí: "La vida es un laberinto de decisiones, pero también es un jardín de posibilidades. A los cuarenta, he aprendido que soy tanto el arquitecto como el jardinero de mi destino."


Cerré el cuaderno y me acosté, sintiendo que por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde debía estar. El sueño llegó rápido y profundo, y en él, vi ciudades construidas con números y palabras, donde cada edificio era una historia y cada calle un nuevo comienzo.


Y así, en la quietud de la noche montrealesa, el arquitecto de sueños transmutados descansaba, listo para enfrentar un nuevo día, una nueva vida, con los ojos de un soñador y el corazón de un constructor.


Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Cada jornada en el banco era un nuevo desafío, una batalla silenciosa contra mis propias limitaciones y los fantasmas de mi pasado. Hubo momentos de triunfo, como cuando logré explicar un complejo producto financiero a un cliente en un francés impecable, y momentos de derrota, cuando los números se mezclaban en mi cabeza como un torbellino incontrolable.


Una tarde particularmente difícil, después de una serie de errores que me valieron una reprimenda de mi supervisor, me encontré sentado en un banco del Parque Mont-Royal, observando cómo el sol se ocultaba tras los edificios de la ciudad. El frío del otoño se colaba entre mis huesos, recordándome que ya no era el joven arquitecto lleno de sueños que había llegado a estas tierras.


Cerré los ojos y, en la oscuridad de mis párpados, vi desfilar todas las versiones de mí mismo: el niño que luchaba por aprender en una escuela que no comprendía sus necesidades, el joven que cruzó un océano en busca de oportunidades, el arquitecto frustrado, el inmigrante perdido, y ahora, el cajero de banco que aún batallaba por encontrar su lugar.


Fue entonces cuando las palabras surgieron en mi mente, como si fueran escritas por una mano invisible en el cielo del atardecer:


"Estoy un poco lastimado, pero no estoy muerto. Me recostaré para sangrar un rato. Luego me levantaré a pelear de nuevo."


Abrí los ojos, sorprendido por la fuerza de esas palabras. Sí, estaba lastimado. Cada error, cada mirada de incomprensión, cada palabra mal pronunciada era una herida en mi orgullo, en mi sentido de identidad. Pero no estaba muerto. La vida aún pulsaba en mí con la fuerza de mil sueños por cumplir.


Me levanté del banco y comencé a caminar por el parque. Las hojas crujían bajo mis pies, y cada paso parecía llevarme más profundo en un laberinto de reflexiones. Me detuve frente a un gran roble, sus ramas desnudas extendiéndose hacia el cielo como brazos suplicantes.


—Tú y yo no somos tan diferentes —le dije al árbol, sintiendo que en ese momento podía comprender el lenguaje silencioso de la naturaleza—. Ambos hemos perdido nuestras hojas, pero nuestras raíces siguen firmes.


El viento susurró entre las ramas, y por un momento creí escuchar una respuesta: "La primavera siempre regresa, hijo de la tierra lejana. Tus hojas volverán a brotar, más fuertes que antes."


Continué mi camino, sintiendo que cada paso era un acto de rebeldía contra el desaliento. Sí, me recostaría para sangrar un rato. Dejaría que las heridas de la frustración y la duda sanaran, que el dolor de la nostalgia y el miedo al fracaso se disiparan como la niebla matutina sobre el río San Lorenzo.


Pero luego, oh, luego me levantaría a pelear de nuevo. Porque en el fondo, ¿qué era esta vida de inmigrante, esta constante reinvención, sino una batalla interminable? Una batalla contra el olvido, contra la comodidad de lo conocido, contra la tentación de rendirse y volver a la seguridad de lo familiar.


Llegué a mi apartamento cuando las primeras estrellas comenzaban a asomarse en el cielo. Me senté frente a mi escritorio, donde los libros de contabilidad se mezclaban con viejos bocetos arquitectónicos. Tomé un lápiz y comencé a dibujar, dejando que mi mano se moviera libremente sobre el papel.


Lo que emergió no fue un edificio ni un balance financiero, sino un retrato de mí mismo. Pero no era el yo actual, cansado y un poco derrotado. Era un yo futuro, erguido y orgulloso, con los ojos brillantes de sabiduría y determinación. En el fondo del dibujo, se alzaba una estructura imposible, mitad rascacielos, mitad árbol, sus raíces hundiéndose profundamente en la tierra mientras sus ramas tocaban las nubes.


Debajo del dibujo, escribí con letra temblorosa pero decidida:


"Soy el arquitecto de mi destino, el cajero de mis sueños, el inmigrante eterno en la tierra de las segundas oportunidades. Estoy lastimado pero no vencido, sangrando pero aún vivo. Y mañana, cuando el sol vuelva a salir sobre Montreal, me levantaré una vez más a pelear. Porque en cada batalla perdida hay una lección ganada, y en cada cicatriz, una historia de supervivencia."


Esa noche, mientras el sueño me envolvía como una manta reconfortante, sentí que algo había cambiado en mí. Las heridas seguían allí, sí, pero ya no dolían tanto. Eran un eco lejano de mi fuerza, no de mi debilidad.


Y en mis sueños, construí ciudades imposibles donde los números danzaban con las palabras, donde cada edificio era un monumento a la resiliencia, y donde los inmigrantes de todas las tierras encontraban un hogar en las intersecciones de sus sueños cruzados.


Mañana será otro día de batalla. Pero esta vez, estaría listo. Porque había aprendido la lección más valiosa de todas: que en el corazón de cada derrota yace la semilla de la victoria futura. Y yo, el arquitecto de los sueños transmutados, estaba determinado a cultivar esa semilla hasta que floreciera en un jardín de posibilidades infinitas. --------------------------------------------------------------------------- Amigo lector, está usted leyendo la segunda parte del libro
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