No 5 "Un Viaje Hacia lo Desconocido: Superando Barreras"

 CAPÍTULO V

«Entre Copos de Nieve y Cifras: El Banco de los Espejismos»

La vida en Canadá avanza con una calma que desconcierta al espíritu tropical que llevo dentro. Las estaciones se suceden con precisión —como una sinfonía bien ensayada—, mientras en mí aún resuena el ritmo libre y espontáneo del trópico. En mi tierra, nada sigue un patrón: una lluvia inesperada puede transformar el mediodía en una fiesta de frescura y aromas.

Los arbustos de maple se alzan en filas ordenadas —guardianes de una armonía que apenas empiezo a comprender—, dejando caer sus hojas con una precisión que ahora admiro. Mi memoria, aunque atesora otra naturaleza (montañas que dibujan siluetas caprichosas, jardines que trepan muros con alegre desorden, pájaros que celebran sin horario), aprende a apreciar esta nueva danza entre orden y belleza.

Y es precisamente en medio de esta danza que el invierno se desliza bajo mi piel como un recuerdo helado. En la Avenue René-Lévesque, donde el viento dibuja patrones invisibles entre los edificios grises, mi paso se ralentiza, reconociendo algo antes que mi mente. La neblina se desprende del aire en capas translúcidas, y el «Banque de Crédit et de Commerce» emerge como una cicatriz familiar en un rostro extraño —las letras materializándose con la misma cadencia que tenían en Colombia.

Me detengo frente a los ventanales, hipnotizado por la danza cotidiana de los empleados. Sus movimientos precisos tejen una coreografía de eficiencia que me resulta dolorosamente familiar. El vidrio se convierte en un espejo temporal donde se superponen dos versiones de mí mismo: el bancario que fui y el que podría ser —como si el tiempo se hubiera plegado sobre sí mismo, creando una arruga donde el allá y el aquí se tocan sin mezclarse.

Dentro de mi pecho, algo se agita —como un pájaro desorientado—. Los transeúntes pasan a mi lado, sus cuerpos difuminados por la neblina, mientras yo permanezco anclado a este punto donde pasado y presente colisionan con la suavidad de la nieve al caer. En mis oídos, el rumor del tráfico se mezcla con ecos lejanos de voces colombianas, creando una sinfonía de nostalgia y esperanza.

El destino, sin embargo, tiene un sentido del humor tan preciso como cruel. Cuando regresé meses después —con el curriculum vitae en la mano y el corazón lleno de posibilidades—, el banco había desaparecido como un espejismo en el desierto invernal. No quedaba rastro de su existencia, como si aquella sucursal hubiera sido solo un sueño cristalizado por el frío montrealés.

Pero aunque el banco se desvaneció como un copo de nieve al tocar el suelo, la semilla de la posibilidad ya había echado raíces. Quizás esa era la verdadera señal: no el banco en sí, sino la comprensión de que en esta nueva tierra, hasta los espejismos pueden ser puentes entre lo que fuimos y lo que podemos llegar a ser.

En la tierra de mi nacimiento, los cuarenta habrían sido un velo opaco —un muro de silencio entre mi ser y el futuro—. En Colombia, cada año era una piedra más en una muralla infranqueable: un mapa con fronteras bien definidas, un camino trazado como las líneas en la palma de una mano gastada.

Pero aquí, en Montréal, la edad se ha transformado en un susurro de sabiduría que el viento lleva entre los edificios de piedra gris. Mis pasos, antes seguros en el suelo familiar, ahora titubean en este nuevo idioma de aceras y escalones. Me he convertido en un explorador sin brújula, adentrándome en una selva de palabras y costumbres donde cada día es un tesoro por descubrir.

Por primera vez, los años no son una losa sobre mis hombros, sino un suelo fértil bajo mis pies. Cada recuerdo, cada cicatriz, cada amor y pérdida son semillas enterradas en esta nueva tierra. La edad —antes un ancla— ahora es una vela que me impulsa hacia lo desconocido, donde pueden brotar flores o marchitarse sin ver la luz.

El vértigo de la incertidumbre se mezcla con la esperanza como el agua del “fleuve Saint-Laurent" (Río San Lorenzo) se funde con el mar. Aquí estoy, en el umbral de un nuevo capítulo, con la pluma de mi vida suspendida sobre la página en blanco. ¿Escribiré una historia de renacimiento o de ocaso? El tiempo —ese río implacable— fluirá, y yo con él, hacia un destino aún por revelar.

Mi apartamento se ha transformado en una academia nocturna —un espacio donde el futuro toma forma—. Las paredes, antes silenciosas, ahora exhiben un tapiz trilingüe de términos financieros: español, français e English conviven en armonía, como las culturas en esta ciudad que aprendo a llamar hogar. El silencio de la noche se ha convertido en aliado perfecto para el estudio y la reflexión.

Cada mañana, al preparar mis materiales para el curso de «Caissier bancaire et offre de services financiers», (Cajero de banco y oferta de servicios financieros) repito para mí mismo una verdad que se ha vuelto mi brújula: «La constancia es el puente entre los sueños y la realidad». No es una carrera contra el tiempo, sino un viaje de transformación. La paciencia —virtud que Montréal me enseña día a día— se ha convertido en mi compañera más fiel mientras navego entre cálculos y procedimientos bancarios.

El frío —que antes parecía un desafío— ahora lo siento como un maestro de precisión y constancia, pero en las noches, cuando el silencio amplifica los pensamientos, una pregunta persistente hiela mi determinación: «¿No estoy demasiado mayor para esto?». Cada vez que visito un banco, no puedo evitar notar cómo mi reflejo en las ventanas contrasta con los rostros jóvenes tras los mostradores.

En el curso, mis conocimientos crecen tan constantes como la nieve que embellece las calles de Montréal. Sin embargo, mientras domino procedimientos y términos financieros, una duda se desliza entre las páginas de mis apuntes: «¿Cómo me verán los clientes, los compañeros de trabajo?». En Colombia, los bancos eran territorios de la juventud —donde pasados los treinta y cinco, las oportunidades se congelaban como el agua en el invierno canadiense—.

Pero algo ha cambiado en esta tierra del norte. Durante las prácticas, noto que la edad de mis compañeros de clase dibuja un espectro más amplio de lo que esperaba. Hay jóvenes recién graduados, sí, pero también profesionales en sus cuarenta y cincuenta —todos compartiendo el mismo anhelo de reinvención—. Sus presencias son como farolas en mi camino, iluminando posibilidades que creía extintas.

Observo mi rostro en el espejo: las arrugas —que antes veía como marcas del tiempo vivido— ahora podrían ser líneas de experiencia y confiabilidad. «¿No buscan los clientes bancarios alguien que transmita seguridad, que entienda sus preocupaciones desde la madurez?». Quizás mi edad, en lugar de una limitación, podría ser un puente hacia aquellos que buscan consejo financiero respaldado por la experiencia de vida.

En las simulaciones de atención al cliente, mi voz —teñida por el acento de mis orígenes y pulida por los años— encuentra un tono que combina calidez y profesionalismo. Los jóvenes instructores asienten con aprobación, y me pregunto si tal vez estoy aprendiendo a ver mi madurez no como una carga, sino como un activo valioso en este nuevo camino.

¿Será posible que aquí, en esta tierra donde las estaciones nos enseñan que cada etapa tiene su propia belleza, mi edad sea menos un número y más una cualidad? Mientras la nieve cae silenciosamente fuera de la ventana del aula, siento que estas preguntas comienzan a encontrar sus propias respuestas en la aceptación que percibo a mi alrededor.

Mientras estudio procedimientos, mi mente traza un puente entre el diseñador que fui y el financista que estoy llegando a ser. Esta transformación ya no se siente como una renuncia —sino como una evolución natural—. Como la ciudad que se reinventa bajo la nieve, yo también me adapto, descubriendo nuevas formas de expresar mi potencial en este paisaje de oportunidades.

Las noches de estudio se han convertido en un ritual que disfruto. Cada término bancario dominado, cada procedimiento aprendido es una piedra más en el camino hacia mi meta. El aroma del café —que me acompaña durante las largas horas de estudio— evoca memorias de mi tierra, pero ahora se mezcla con el sabor del progreso, de la esperanza que florece en terreno nuevo.

La meta de atender clientes en una sucursal bancaria se materializa con cada día de aprendizaje. El frío de Montréal, lejos de ser un obstáculo, se ha convertido en testigo silencioso de mi metamorfosis. Las calles que antes me parecían ajenas ahora dibujan el mapa de mis posibilidades futuras —cada esquina familiar, un recordatorio de cuánto he avanzado—.

Entre mis compañeros de clase, encuentro otros buscadores de sueños: rostros diversos, historias diferentes, todos compartiendo el mismo anhelo de construir un futuro en esta tierra de orden y oportunidades. Sus acentos variados y sus experiencias únicas me recuerdan que no estoy solo en este viaje de reinvención.

La terminología bancaria —que al principio sonaba más extraña que el francés o el Inglés— ahora fluye con naturalidad en mis conversaciones. Las prácticas en el laboratorio de computación son pequeñas celebraciones diarias donde cada transacción simulada, cada balance resuelto, confirma que el cambio no solo es posible, sino inevitable.

El invierno avanza, y con él progresa mi transformación. Ya no me veo como un exiliado buscando refugio: soy un profesional en formación que ha encontrado en los números y las finanzas un nuevo lenguaje para expresar su capacidad. Las dudas —aunque todavía me visitan en las noches más frías— han perdido su filo ante la certeza de quien ha encontrado su camino.

Los fines de semana, mientras repaso mis notas y practico procedimientos bancarios, observo la ciudad moverse con su precisión característica —una danza urbana que ahora entiendo y aprecio—. Montréal ya no es una tierra extraña, sino un lienzo donde puedo escribir un nuevo capítulo de mi historia: una narrativa de adaptación y crecimiento que habla del poder de la voluntad humana para reinventarse.

En las noches, cuando el silencio envuelve la ciudad y solo el viento susurra contra las ventanas, me siento frente a mis libros con renovada determinación. Cada página que estudio, cada ejercicio que completo, es un paso más hacia ese futuro que antes parecía un espejismo y ahora se dibuja con claridad creciente.

A veces, mirando mi reflejo en la ventana empañada por el frío, veo más allá de mi imagen actual. Veo al profesional bancario que estoy llegando a ser —alguien que ha aprendido que la edad es solo un número y que los límites son, con frecuencia, ilusiones que nosotros mismos creamos—. El invierno de Montréal, lejos de congelar mis esperanzas, las ha cristalizado en una forma más pura y resistente.

Y así, entre números y nuevos conocimientos, entre el orden del invierno y el calor de la determinación, mi transformación continúa. El banco en la Avenue René-Lévesque ya no es solo un edificio: es el símbolo de mi renacimiento, un faro que marca el camino hacia un futuro que construyo día a día, número a número, en esta tierra donde el orden y la oportunidad danzan en perfecta armonía.

En este nuevo mundo de precisión y posibilidades, he encontrado no solo un camino profesional, sino una forma diferente de ver la vida. Una donde el orden no limita sino que libera, donde la estructura no confina sino que eleva, y donde cada día trae consigo la promesa de un paso más hacia la persona que estoy destinado a ser.

«Entre Dos Mundos: La Armonía del Contraste»

La vida en Canadá se revela como un relato meticulosamente escrito, donde cada página gira con la delicadeza de un libreto bien pensado. He descubierto el encanto de su predictibilidad: la nieve que llega puntual a su cita invernal, los brotes que despiertan en primavera —como si siguieran un guión secreto—, el verano que despliega su esplendor medido, y el otoño que pinta el paisaje con precisión de artista. En mi Colombia, en cambio, la naturaleza es una poeta libre que improvisa sus versos: las tardes pueden sorprendernos con lluvias repentinas o regalarnos un sol inesperado, como si el clima fuera un artista callejero que cambia su actuación según el humor del momento.

Los paisajes canadienses me han enseñado una nueva forma de contemplar la belleza. Aquí, los maple se alzan como centinelas disciplinados, organizando su espectáculo estacional con la precisión de un reloj suizo: sus hojas danzan hacia el suelo en espirales calculadas, creando alfombras doradas que parecen dispuestas por un diseñador invisible.

Es un contraste fascinante con los recuerdos que guardo de mi tierra —allá donde las montañas juegan a ser esculturas caprichosas, donde las orquídeas brotan en cualquier rincón como notas sueltas de una melodía silvestre, y donde las guacamayas pintan el cielo con la libertad de un pincel sin ataduras—.

Los aromas aquí son sutiles —como notas delicadas en una composición minimalista—. El café de las mañanas se dispersa con discreción, la tierra después de la lluvia susurra su presencia, las frutas en los mercados ofrecen su fragancia con moderación. Es diferente del concierto de olores de mi tierra, pero he aprendido a apreciar esta sinfonía más contenida, donde cada aroma tiene su momento y su espacio.

En los supermercados canadienses, descubro una belleza diferente: la precisión se convierte en arte, el orden en poesía visual. Las frutas —alineadas con cuidado matemático— cuentan una historia de eficiencia y respeto. Es un contraste con los mercados de mi tierra, donde las frutas se apilan en coloridas pirámides y los vendedores cantan sus precios, pero cada sistema tiene su propia belleza.

El exilio es más que un viaje entre territorios; es una oportunidad de tender puentes entre dos formas de entender la vida. En esta vastedad de hielo, soy como un árbol que aprende a florecer en un nuevo suelo, mientras mantiene la memoria de sus raíces ancestrales. No es una división, sino una expansión del ser.

En las noches más frías, cuando el viento dialoga con las ventanas, cierro los ojos y permito que los recuerdos fluyan: las conversaciones en las esquinas de Medellín, la música bailando por las ventanas, las risas rebotando en las calles empinadas. Estos recuerdos no son anclas que me atan al pasado —sino nutrientes que alimentan mi crecimiento en esta nueva tierra—.

El espejo de mi apartamento refleja una transformación gradual. Los ojos son los mismos, pero la mirada se ha enriquecido. El frío ha esculpido no solo el rostro —sino mi perspectiva del mundo—. He aprendido a ver la belleza en el silencio del invierno, en la pureza de la nieve, en la quietud de las mañanas heladas. Es una mirada que abraza tanto el calor de los recuerdos como la frescura del presente.

La llama interior que traje del sur no lucha contra el viento del norte; baila con él. En los días más gélidos, descubro pequeños milagros que antes pasaba por alto: el diseño único de cada copo de nieve, la música del hielo crujiendo bajo mis pasos, el calor del cuerpo creando su propio microclima de resistencia y adaptación.

Como los árboles de maple que se transforman con las estaciones, he aprendido el arte de la renovación. Mi esencia no se esconde bajo una corteza de hielo; se adapta y evoluciona. El fuego interior que traje conmigo no ha tenido que cambiar su naturaleza —ha encontrado nuevas formas de expresarse, más serenas pero igualmente profundas—.

Cada amanecer en esta tierra de inviernos prolongados es una invitación a descubrir nuevas facetas de mí mismo. Mi historia no es una línea recta sino una espiral que se expande, incorporando lo mejor de ambos mundos. La verdadera naturaleza del exilio, descubro, no es la pérdida de un hogar ni la búsqueda de otro —es la capacidad de crear un espacio propio donde diferentes culturas, climas y formas de vida se encuentran y se enriquecen mutuamente—.

Este no es un proceso de rendición ante el frío —sino de alquimia personal— donde el calor tropical de mis orígenes se combina con la serenidad del norte para crear algo único y valioso. Bajo estos nuevos cielos, aprendo que la adaptación no significa pérdida, sino expansión. Cada día es una oportunidad de tejer un tapiz más rico con hilos de ambas culturas, creando un patrón que es únicamente mío.

La transformación se manifiesta en detalles cotidianos que antes pasaba por alto. El ritual del café de la mañana —por ejemplo— ya no es una simple añoranza de los aromáticos granos colombianos; se ha convertido en un momento de fusión donde el método preciso canadiense se encuentra con la pasión latina por el buen café. Cada taza es un pequeño acto de integración cultural.

Los paseos por la ciudad han adquirido una nueva dimensión. Las calles ordenadas de Montréal, que al principio parecían demasiado estructuradas, ahora las veo como líneas de un pentagrama donde puedo componer mi propia melodía. El silencio —que antes interpretaba como ausencia— ahora lo entiendo como un lienzo en blanco donde cada sonido tiene su lugar y significado.

En los parques, donde los espacios verdes se diseñan con precisión geométrica, encuentro un equilibrio fascinante entre la naturaleza y el orden humano. Los jardines públicos —con sus flores que florecen puntualmente según la temporada— me enseñan que la belleza puede ser tanto espontánea como planificada. Las ardillas que corretean entre los árboles parecen haber encontrado también su propio ritmo en esta danza entre lo salvaje y lo urbano.

La nieve —que inicialmente veía como un desafío a superar— se ha convertido en mi maestra de adaptación. Cada copo que cae es una lección sobre la belleza de lo efímero, sobre cómo la naturaleza puede ser tanto delicada como resiliente. El manto blanco que cubre la ciudad no silencia la vida; la transforma, la invita a expresarse de maneras diferentes.

Las estaciones ya no son solo cambios en el calendario; son ciclos de renovación que me recuerdan la capacidad del ser humano para florecer en cualquier circunstancia. La primavera —con su explosión de vida después del letargo invernal— es un testimonio de que todo renacimiento requiere un período de quietud y preparación.
«El Puente Entre Dos Mundos: Un Viaje de Dualidades»

Cada amanecer en Montréal es un ejercicio de dualidad. Mientras miro por la ventana, mi corazón se debate entre la nostalgia y el asombro. Los cielos grises y la nieve constante dibujan un paisaje que aún me resulta extraño, pero que ha comenzado a revelar su propia belleza. La distancia de mi tierra duele —sí—, pero también me permite descubrir nuevos horizontes.

El viento aquí tiene una voz diferente que todavía me sorprende. Es un susurro frío y cristalino que a veces me hace extrañar el cálido aliento de las montañas antioqueñas. Sin embargo, en su canto he comenzado a encontrar una serenidad única —una calma que nunca conocí en el bullicio tropical—. Cada ráfaga trae consigo memorias del sur, pero también promesas del norte.

Los sabores de mi tierra permanecen vivos en mi memoria como un tesoro invaluable: las arepas de chocolo, el café recién molido, el murmullo de los ríos que arrullaron mis sueños. Al mismo tiempo, mis sentidos se abren a nuevas experiencias: mis manos aprenden a preparar platos que nunca imaginé, mis ojos se maravillan ante el espectáculo de las hojas cambiando de color. Esta tierra de maple, con sus inviernos que parecían interminables, me enseña una nueva forma de medir el tiempo y apreciar los ciclos de la vida.

Las cartas que envío a mi casa son un reflejo de esta dualidad. En ellas intento describir mi nueva vida: los días que se alargan y se acortan como un acordeón, las estrellas que brillan con una claridad diferente, la lucha diaria por mantener el equilibrio entre quien fui y quien estoy siendo. Las palabras —siempre insuficientes— intentan tender un puente sobre este océano de experiencias.

El tiempo aquí fluye de manera distinta —marcado por estaciones que antes solo conocía en fotografías—. Extraño la eterna primavera de mi tierra, pero he aprendido a valorar la belleza única de cada ciclo: la quietud contemplativa del invierno, la explosión de vida en primavera, la generosidad del verano y la melancolía dorada del otoño. Cada estación me enseña una nueva forma de ver el mundo.

En los supermercados, mis ojos aún buscan instintivamente los colores vibrantes de las frutas tropicales, pero también han aprendido a apreciar la ordenada disposición de productos locales. Las manzanas brillantes y los bleuets cuentan historias diferentes a las de los mangos y las guayabas —pero igualmente fascinantes—. El orden meticuloso que antes me parecía frío, ahora lo entiendo como una forma diferente de respeto por los alimentos.

Cada mañana es un ejercicio de equilibrio. Mientras preparo un café que ya no sabe exactamente como el de mi tierra —pero que ha desarrollado su propio encanto—, observo por la ventana cómo la ciudad despierta con una precisión que antes me desconcertaba y ahora me transmite cierta paz. La puntualidad de los autobuses, el ritmo ordenado de los peatones, la limpieza de las calles: todo esto que inicialmente parecía tan ajeno, gradualmente se convierte en parte de mi nuevo ritmo vital.

Las conversaciones telefónicas con mi familia son como puentes tendidos sobre el océano —momentos donde los dos mundos se tocan brevemente—. Cuando les describo mi vida aquí, noto cómo mis palabras fluctúan entre la nostalgia y el entusiasmo. Les hablo de la nieve, del frío que cala hasta los huesos, pero también del calor humano que he encontrado en lugares inesperados. De cómo extraño los almuerzos familiares de los domingos, pero también de cómo he aprendido a apreciar la tranquilidad de un domingo invernal: leyendo junto a la ventana mientras la nieve cae silenciosamente.

Las noches son particularmente reveladoras de esta dualidad. Mientras el silencio invernal envuelve la ciudad, mi mente viaja entre dos realidades. Extraño el murmullo nocturno de mi barrio en Medellín —las risas lejanas, la música que escapaba de las casas—, pero también he aprendido a encontrar confort en esta quietud nórdica. El silencio ya no es un vacío que llenar, sino un espacio de reflexión donde ambos mundos pueden coexistir.

A veces, cuando camino por las calles nevadas, me sorprendo alternando entre recuerdos y descubrimientos. Una esquina cubierta de nieve me recuerda súbitamente una calle de mi tierra, pero al siguiente momento, la belleza única de un amanecer sobre el hielo me ancla al presente. Es como si mi mente hubiera aprendido a habitar dos espacios simultáneamente —sin que ninguno reste valor al otro—.

El idioma también refleja esta dualidad. Mi español, cargado de modismos paisas, ahora se entrelaza con palabras en français e English. Cada nuevo término que aprendo no reemplaza a los antiguos, sino que amplía mi capacidad de expresión. Es como si cada idioma me permitiera acceder a una parte diferente de mí mismo —a una forma distinta de entender y describir el mundo—.

Las celebraciones aquí tienen un sabor agridulce. Durante las fiestas tradicionales canadienses —mientras aprendo nuevas costumbres que empiezo a apreciar—, mi corazón viaja a las festividades de mi tierra. Pero he descubierto que la nostalgia y la alegría no son mutuamente excluyentes. Las nuevas tradiciones no reemplazan a las antiguas; se entrelazan con ellas, creando un tapiz más rico de experiencias.

En el trabajo y el estudio, esta dualidad se convierte en una ventaja inesperada. Mi experiencia previa —aunque diferente— aporta una perspectiva única a mi nuevo entorno. La creatividad latina se combina con la metodología canadiense, creando un enfoque híbrido que me permite abordar los desafíos desde múltiples ángulos.

Las últimas semanas de mi curso bancario se deslizan entre la ansiedad y la esperanza. Mientras domino los procedimientos finales y repaso términos financieros en tres idiomas, mi mente oscila entre dos realidades: la seguridad de las aulas donde he aprendido a manejar transacciones y la incertidumbre del mundo bancario real que me espera afuera.

En las prácticas finales del laboratorio, mis dedos bailan sobre el teclado con una confianza que hace meses hubiera parecido imposible. Sin embargo, cada simulación exitosa trae consigo una nueva pregunta: «¿Cómo será enfrentarme a clientes reales? ¿Podrá mi acento —esta mezcla de español, français e English— transmitir la profesionalidad que el puesto requiere?».

Por las noches, mientras repaso los últimos apuntes, mi reflejo en la ventana me muestra a dos personas: el diseñador que dejé atrás en Colombia y el bancario en formación que emerge en Montréal. Ya no son rivales —sino aliados—. La precisión que aprendí dibujando planos ahora me ayuda a cuadrar balances, y la creatividad que usaba en diseños arquitectónicos encuentra nuevas formas de expresión en la resolución de problemas financieros.

Las entrevistas de trabajo se acercan como el invierno canadiense: inevitables, desafiantes, pero llenas de posibilidades. En el horizonte se dibuja la silueta de las instituciones financieras donde podría desarrollar mi nueva carrera. «¿Será alguna de ellas el Banque de Crédit et de Commerce, ese espejismo que me señaló el camino hace meses? ¿O el destino tendrá preparada otra sorpresa?».

Nereus, con su sabiduría de viejo inmigrante, me dijo una vez que las verdaderas oportunidades suelen disfrazarse de desafíos imposibles. «¿Qué desafíos me esperan en este nuevo capítulo? ¿Cómo se transformará mi dualidad cuando cruce por primera vez las puertas de un banco no como cliente, sino como empleado?».

Mientras la nieve cae suavemente fuera de mi ventana, estas preguntas danzan en mi mente como copos en el viento. El curso está por terminar, pero siento que mi verdadero viaje de transformación apenas comienza. ¿Qué nuevas dualidades me esperan en este camino que he elegido? Solo el tiempo —con su paciente sabiduría— podrá revelarlo.
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