N 4 "Sinfonía de nieve y recuerdos"

 Capítulo IV —---------------- "Ecos del pasado: La lámina profética"

La nieve caía incesante sobre Montreal en aquel diciembre de 1993, tejiendo un manto blanco que contrastaba cruelmente con el verdor de las montañas de mi lejana Medellín. Desde mi refugio en el barrio de Rosemont —en el quinto piso de un edificio residencial de la calle Papineau—, observaba a través del gran ventanal que daba al parque Marquette, testigo silencioso de mi exilio. El viento del norte, feroz como las fauces del invierno canadiense, aullaba contra el edificio, colándose por invisibles grietas hasta helar mi alma.

En lo alto de aquel edificio, una lámina de revestimiento a medio desprender danzaba poseída, su baile macabro orquestado por antiguas maldiciones. Cada golpe contra la fachada era un latigazo a mi conciencia, un código en morse que traducía mi soledad. El sonido, agudo e irregular, se entreteje con la oscuridad como hilos de plata en un tapiz de sombras, trayendo consigo ecos de un pasado que se negaba a desvanecer.

En las noches más frías, su canto se volvía más agudo, casi melancólico, resonando en las calles vacías y envolviendo la ciudad en un abrazo gélido. Juntos, el viento y la lámina componían un dúo sobrenatural: él, un violinista fantasmal que arrastraba su arco helado por las calles desiertas; ella, una percusionista metálica que marcaba el ritmo errático de mis pensamientos. Su concierto nocturno era la sinfonía de mi exilio, una ópera gélida que narraba la historia de un corazón dividido entre dos mundos.

La lámina rebelde se había convertido en un puente sonoro, un portal acústico que me transportaba noche tras noche a los rincones más oscuros de mi historia. Su repiqueteo persistente era el latido fantasmal de mis insomnios, el eco metálico de un desarraigo que se intensificó con la llegada de la Navidad. En esta orquesta invernal, cada nota era un recuerdo, cada pausa un anhelo, y el silencio entre ambos, la distancia insalvable entre mi presente y mi pasado.

El golpeteo incesante de la lámina, que antes me parecía un simple tormento nocturno, adquirió de pronto un significado ominoso, como si fuera el tic-tac de un reloj cósmico que marcaba el fin de una era. Cada impacto metálico resonaba en mi pecho con la fuerza de un presentimiento, un augurio que atravesaba el tiempo y el espacio desde mi Medellín natal hasta este rincón helado de Montreal.

Era como si el edificio mismo, con sus entrañas de concreto y metal, supiera algo que yo aún ignoraba. La lámina, en su danza frenética, parecía deletrear un mensaje urgente en el lenguaje secreto del viento y la noche.

—¡Escucha! —me gritaba cada golpe—. ¡Algo está por cambiar!

Y entonces, en la madrugada del 2 de diciembre, mientras el frío mordía mis huesos y la nieve seguía cayendo implacable sobre la ciudad extranjera, la noticia estalló como un trueno en medio del invierno: Pablo Escobar, el hombre que había sumido a Colombia en un torbellino de violencia y contradicciones, había caído abatido en un tejado de Medellín.

La lámina, como si hubiera cumplido su misión de heraldo sobrenatural, calló de repente. Su silencio repentino fue más elocuente que todos sus golpes anteriores. En ese momento comprendí que había sido testigo auditivo de un réquiem metálico, el canto fúnebre de una época que terminaba a miles de kilómetros de distancia.

Evoqué las palabras de Nereus, el anciano del parque Jarry, cuya voz resonaba con la sabiduría de siglos:

—Escucha, joven amigo —me había dicho—, cuando los objetos que nos rodean empiezan a respirar, es porque las almas de los que ya no están quieren susurrarnos al oído.

Sentí entonces un escalofrío recorrer mi espalda. ¿Acaso eran los fantasmas de mi tierra, cruzando océanos de tiempo, los que a través de ese leve movimiento intentaban advertirme de la tormenta que pronto azotaría a mi patria?

El apartamento, antes un refugio contra el frío canadiense, se transformó en una caja de resonancia donde el pasado y el presente convergen en una sinfonía de recuerdos y revelaciones. La muerte de Escobar, ese terremoto social que sacudía a Colombia, llegaba hasta mí en forma de ecos metálicos y silencios repentinos.

Esa noche, mientras las calles de Montreal dormían bajo su manto de nieve, yo permanecí despierto, con el oído atento a cualquier sonido. Pero la lámina, como un oráculo que ha entregado su última profecía, permaneció en silencio. Su quietud era un testimonio mudo de que una página de la historia se había volteado, y que mi país, para bien o para mal, nunca volvería a ser el mismo.

En la penumbra de mi habitación, sentí que algo dentro de mí también había cambiado. La distancia que me separaba de Colombia ya no parecía tan vasta. El cordón invisible que me ataba a mi tierra se había tensado, vibrando con la fuerza de los acontecimientos. Y aunque el frío seguía colándose por las rendijas, un calor nuevo, mezcla de esperanza y temor por lo desconocido, comenzó a crecer en mi pecho.

La lámina, ahora silenciosa, se había convertido en mi conexión tangible con una realidad que, a pesar de la distancia, seguía siendo dolorosamente mía. Su danza nocturna había sido el preludio de un cambio que, intuía, marcaría no sólo el destino de mi patria, sino también el rumbo de mi propio exilio.
*
En ese concierto nocturno de viento y metal, mis pensamientos vagaban como notas sueltas en una partitura inacabada. El silbido del viento, ahora un lamento agudo, susurraba nombres de calles lejanas: Junín, El Poblado, La Playa —nombres que el frío de Montreal intentaba congelar en mi memoria, pero que la lámina, con su golpeteo insistente, se empeñaba en mantener vivos.

La sinfonía gélida alcanzaba su crescendo en las horas más oscuras, justo antes del amanecer. Era entonces cuando el viento, como un director enloquecido, azotaba la ciudad con mayor furia, y la lámina respondía con un repiqueteo frenético. El edificio entero vibraba, convirtiéndose en una caja de resonancia para mi nostalgia.

A veces, en el clímax de esta composición invernal, creía escuchar otras voces mezcladas con el aullido del viento:

—¡Empanadas calientes! ¡Arepas con queso! —El pregón de los vendedores ambulantes en el centro de Medellín.

—¿Viste el partido anoche? —El murmullo de las conversaciones en el Parque Lleras.

E incluso, el eco lejano de una explosión, reminiscencia de tiempos turbulentos que había dejado atrás.

La lámina, en su danza desenfrenada, parecía querer arrancar estos recuerdos del aire helado y estamparlos contra la fachada del edificio, como si quisiera grabarlos en la piedra para que no los olvidara.

Con la llegada del alba, la intensidad del concierto nocturno disminuía. El viento, agotado, se retiraba a murmurar entre los árboles desnudos del parque Marquette. La lámina, exhausta, reducía su golpeteo a un tímido tintineo. Pero el silencio que seguía estaba lejos de ser reconfortante —era un silencio preñado de ecos, de melodías fantasmales que seguían resonando en mi interior.

En esas primeras horas de la mañana, mientras la ciudad comenzaba a despertar bajo su manto de nieve, yo permanecía inmóvil frente a la ventana. Observaba cómo la luz grisácea del amanecer montrealés luchaba por abrirse paso entre las nubes, tan diferente del sol radiante que a esa misma hora estaría iluminando las montañas de mi Medellín. Y en ese momento, en el breve interludio entre la noche y el día, sentía que estaba suspendido entre dos mundos, dos realidades que la distancia había vuelto igualmente irreales.

La lámina, ahora casi silenciosa, parecía contener su aliento, como esperando el momento de reiniciar su concierto nocturno. Y yo, testigo y público cautivo de esta extraña ópera del exilio, me preparaba para enfrentar un nuevo día en esta tierra de hielo y nostalgia, donde cada sonido, cada silencio, era un recordatorio constante de lo que había dejado atrás y de lo incierto que se extendía ante mí.

*A veces, en la frontera difusa entre el insomnio y el sueño, imagino que esa lámina es la lengua metálica de la ciudad, intentando contar una historia que nadie más puede oír. Su cadencia irregular marca el paso del tiempo en un calendario invisible, recordándome que cada día que pasa es otro día más lejos de la tierra que me vio nacer, y otro día más cerca de aceptar este nuevo hogar de concreto y nieve.

Sentado frente a la ventana, con el periódico sobre mi regazo —amarillento y arrugado como las hojas de un árbol en otoño—, siento que cada titular pesa una tonelada. Son gritos silenciosos que atraviesan el tiempo y el espacio, trayendo consigo el olor acre de la pólvora y el miedo que una vez impregnó las calles de mi ciudad natal.

Aunque mi cuerpo está aquí, mi espíritu viaja constantemente a aquella Medellín de la época de Escobar, como una mariposa atrapada entre dos mundos. Cierro los ojos y puedo ver las calles de mi ciudad convertidas en un tablero de ajedrez macabro, donde el Cartel movía sus piezas con una precisión letal. La guerra sin cuartel había transformado el paraíso de mi infancia en un infierno terrenal, donde cada amanecer traía consigo el temor de nuevos atentados.

Recuerdo, como si fuera ayer, el día en que Escobar se entregó en 1991. La noticia llegó como un rayo de esperanza en medio de la tormenta, iluminando por un instante el cielo oscuro de nuestra realidad. Pero pronto, esa luz se reveló como un espejismo cruel. La Catedral, su supuesta prisión, era en realidad un palacio de los mil y un placeres.

La fuga de Escobar en 1992 fue como el rugido de un león herido que se niega a morir. Desde la aparente seguridad de mi exilio en Montreal, seguía las noticias con el corazón en la garganta. El Bloque de Búsqueda, cual jauría de perros rabiosos, perseguía sin descanso al hombre más buscado del mundo, mientras las calles de Medellín se teñían de rojo.

El desenlace llegó como la muerte: de forma inesperada y definitiva. El 1 de diciembre de 1993, en su cumpleaños número 44, Escobar cometió el error que sellaría su destino. Una llamada interceptada a su hijo Juan Pablo fue el hilo que lo llevó a su fin.

Al día siguiente, más de 500 efectivos rodearon la modesta vivienda donde se ocultaba el capo. Acorralado, Escobar intentó escapar por los tejados, pero su cuerpo lo traicionó. En un último acto de rebeldía, intercambió disparos con los agentes, pero el destino ya había echado los dados.

—¡Viva Colombia! —gritó uno de los agentes cuando el cuerpo de Escobar cayó sobre el tejado, perforado por tres balas.

La imagen de Escobar, tendido boca arriba sobre las tejas, descalzo como un cristo moderno, se grabó a fuego en la memoria colectiva de Colombia. Desde mi apartamento en Montreal, recibí la noticia con una mezcla de emociones tan contradictorias como los colores del atardecer en las montañas de Antioquia.

Hoy, años después de aquellos eventos que marcaron a fuego nuestra historia, he encontrado en Montreal un remanso de paz. Esta ciudad de inviernos eternos me ha acogido en su seno frío pero acogedor. Sin embargo, una parte de mí siempre añorará el calor de Medellín, el aroma de sus flores y el abrazo de su gente.

A veces, en las noches más gélidas, cuando el viento gime como las almas en pena, creo escuchar los ecos de aquel pasado turbulento. Pero basta mirar por la ventana, ver la nieve caer con su danza hipnótica, para recordar por qué elegí este camino. Medellín, mi Medellín de los años 90, vive ahora solo en mis memorias, preservada como una mariposa en ámbar, hermosa y terrible, eterna e inalcanzable.

La muerte de Escobar fue como el final de una pesadilla colectiva, pero también el inicio de un despertar doloroso. Desde la distancia, observo cómo mi tierra intenta renacer, cual ave fénix, de sus propias cenizas. Guardo la esperanza de que algún día pueda sanar completamente sus heridas, cicatrices que cuentan una historia de resistencia y supervivencia.

Mientras tanto, aquí en Montreal, he encontrado mi propio camino hacia la paz. En este apartamento de la calle Papineau, con el parque Marquette como testigo silencioso, escribo estas líneas como quien teje un puente entre dos mundos. El golpeteo de la lámina suelta ya no me atormenta; se ha convertido en el latido de mi nueva vida, un recordatorio constante de que, a pesar de todo, sigo aquí, sigo vivo, agradecido por la segunda oportunidad que el destino ha decidido brindarme.

*El silencio de la noche es roto solo por el incesante golpeteo de la lámina suelta y el ocasional crujido del edificio, que parece gemir bajo el peso del frío. Me levanto de mi silla, mis huesos protestando como viejas bisagras oxidadas, y me acerco al ventanal. El parque Marquette se extiende ante mí, un lienzo en blanco salpicado por las sombras de los árboles desnudos, centinelas silenciosos en la noche invernal.

Apoyo mi frente contra el cristal helado, buscando en ese contraste de temperaturas un ancla a la realidad presente. El vaho de mi respiración empaña el vidrio, creando una cortina momentánea que, al disiparse, me devuelve mi propio reflejo superpuesto al paisaje nevado. En ese instante, veo en mis ojos el peso de los años y las millas que me separan de aquella Medellín que dejé atrás.

De repente, como invocada por mis pensamientos, la imagen de mi ciudad natal se superpone a la de Montreal en un juego de espejos imposible. Veo las luces de la comuna nororiental parpadeando en la distancia, como luciérnagas atrapadas en la noche eterna. El perfume de los guayacanes en flor se cuela por alguna grieta imaginaria, mezclándose con el olor a humedad y madera vieja de mi apartamento.

Cierro los ojos, dejándome llevar por esta alucinación sensorial. Por un momento, el frío de Montreal se desvanece, reemplazado por la calidez de una noche antioqueña. Escucho el murmullo lejano de una fiesta, el ritmo inconfundible de una salsa que invita al baile. Casi puedo sentir el sabor del aguardiente en mis labios, ese elixir que alguna vez fue compañero de alegrías y penas.

Pero la ilusión se rompe tan abruptamente como llegó. Un golpe de viento particularmente fuerte azota la lámina suelta, produciendo un chirrido que me devuelve al presente con la brusquedad de una caída. Abro los ojos y me encuentro de nuevo en mi realidad montrealesa, el frío colándose por mis huesos como un intruso indeseado.

Me alejo de la ventana, arrastrando los pies hacia la pequeña cocina. Mis manos, curtidas por los años y el trabajo, buscan a tientas la cafetera. El ritual de preparar un café se ha convertido en mi ancla, mi conexión con la tierra que dejé atrás. Mientras el aroma del café recién hecho inunda el apartamento, me permito un momento de reflexión.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que dejé Medellín? —me pregunto en voz baja.

Los años se han desdibujado en mi memoria, como acuarelas bajo la lluvia. Sin embargo, los recuerdos de aquellos días turbulentos permanecen tan vívidos como si hubieran ocurrido ayer. El rugir de las motocicletas en la noche, los titulares alarmantes en los periódicos, el miedo constante que se había vuelto parte de nuestra cotidianidad...

Tomo un sorbo de café, dejando que su calor reconforte mi cuerpo y mi alma. En el silencio de la noche, roto solo por el viento y el ocasional crujir del edificio, me pregunto por enésima vez si tomé la decisión correcta al exiliarme. La respuesta, como siempre, se pierde en el laberinto de los "qué hubiera pasado si...".

El peso de las palabras no dichas se asienta sobre mis hombros, más pesado que cualquier carga que haya llevado. Es el peso de las cosas que no se dicen, de las emociones enterradas profundamente, de las verdades escondidas en los rincones oscuros de mi mente. Y a medida que ese peso crece, comienza a aplastarme, a asfixiarme, hasta que ya no puedo hablar, ya no puedo expresar las cosas que necesito decir, las cosas que podrían liberarme de la prisión de mi propio silencio.

Regreso a mi escritorio, donde el papel en blanco me espera, paciente como un viejo amigo. Tomo el bolígrafo y, con un suspiro que parece contener todo el peso de mis años y mis recuerdos, comienzo a escribir. Las palabras fluyen, a veces como un torrente impetuoso, otras como un hilo tenue, pero siempre constantes. En ellas vuelco mis memorias, mis miedos, mis esperanzas.

Escribo sobre la Medellín que conocí y amé, sobre la ciudad que se transformó en un campo de batalla. Escribo sobre Pablo Escobar y su reino de terror, sobre las vidas truncadas y los sueños rotos. Pero también escribo sobre la resiliencia de mi gente, sobre la capacidad de florecer incluso en el asfalto más duro.

Y mientras escribo, siento que de alguna manera estoy tendiendo un puente entre mi pasado y mi presente, entre la Medellín de mis recuerdos y este Montreal que me ha acogido. Quizás, pienso mientras la noche avanza y las páginas se llenan, esta es mi forma de hacer las paces con mi historia, de honrar a quienes dejé atrás y de dar sentido a mi exilio.

Con cada palabra que plasmo en el papel, siento que el peso sobre mis hombros se aligera un poco. Las verdades ocultas, las emociones reprimidas, encuentran su camino hacia la luz a través de la tinta. Es como si cada frase fuera una llave que abre una celda en la prisión de mi silencio.

Afuera, la nieve sigue cayendo, cubriendo la ciudad con su manto blanco. Y aquí, en este pequeño apartamento de la calle Papineau, continúo escribiendo, dando voz a las historias que llevo dentro, tejiendo con palabras un tapiz que une dos mundos, dos tiempos, dos vidas. En este acto de escribir, encuentro no solo un puente entre mi pasado y mi presente, sino también un camino hacia la liberación, hacia la paz con mi propia historia.

*Mientras la noche avanza y la tinta seca en las páginas de mis memorias, me doy cuenta de que este ejercicio de escribir no es solo un puente entre mi pasado y mi presente, sino también una ventana hacia un futuro aún por descubrir.

La lámina suelta, que por tanto tiempo fue el metrónomo de mis noches de insomnio, ahora guarda silencio. Su quietud me inquieta más que su incesante golpeteo.

—¿Acaso has cumplido ya tu misión de desenterrar mis recuerdos? —le pregunto en voz baja—. ¿O es que te preparas para revelarme algo nuevo?

Miro por la ventana una vez más. La nieve ha cesado de caer, y el parque Marquette brilla bajo la luz de la luna como un campo de diamantes. En ese instante, una idea me golpea con la fuerza de una revelación:

«Quizás mi verdadero exilio no fue geográfico, sino temporal. No solo dejé atrás un lugar, sino también una versión de mí mismo».

Con esta epifanía, siento que se abre un nuevo capítulo en mi vida —uno donde el pasado no es una carga, sino un cimiento sobre el cual construir. Donde Medellín y Montreal no son dos realidades separadas, sino parte de un mismo continuo en mi existencia.

Cierro el cuaderno, pero sé que esta historia está lejos de terminar. Mañana será un nuevo día, y con él, nuevas páginas por escribir.

—¿Qué secretos me revelará la luz del alba? —murmuro, mirando hacia el horizonte aún oscuro—. ¿Qué nuevos desafíos me esperan en esta tierra de nieve y recuerdos?

Mientras me preparo para dormir, una frase resuena en mi mente: «Se puede vivir y vivir felizmente sin recordar, pero es imposible vivir sin olvidar». Comprendo entonces que mi tarea no es solo recordar, sino también aprender a olvidar —no para borrar mi pasado, sino para hacer espacio a nuevas experiencias, nuevos amores, nuevas alegrías.

El silencio de la noche solo es interrumpido por el crujir de las sábanas mientras me acomodo en la cama.

—Buenas noches, Montreal —susurro—. Buenas noches, Medellín.

Y así, con un pie en cada mundo, cierro los ojos. Estoy listo para soltar algunas memorias, abrazar otras, y crear nuevas en este viaje de autodescubrimiento que apenas comienza. Mañana será un nuevo día, y con él, la promesa de un futuro donde el recuerdo y el olvido bailan en perfecto equilibrio.

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